| Salmo 50 | 
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* (Alef 1-8) (Bet 9-16) (Guimel 17-24) (Dalet 25-32) (He 33-40) (Vau 41-48) (Zain 49-56) (Het 57-64) (Tet 65-72) (Yod 73-80) (Caf 81-88) (Lamed 89-96) (Mem 97-104) (Nun 105-112) (Samec 113-120) (Ayin 121-128) (Pe 129-136) (Sade 137-144) (Qof 145-152) (Resch 153-160) (Sin 161-168) (Tau 169-176)
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						Espíritu de perfecta contrición
						
						
						1*Al maestro de coro. Salmo de David. 2Cuando después que pecó 
						con Betsabee, se llegó a él Natán. 
						
						3*Ten 
						compasión de mí, oh Dios, 
						
						en la medida de tu misericordia; 
						
						según la grandeza de tus bondades, 
						
						borra mi iniquidad. 
						
						4Lávame 
						a fondo de mi culpa, 
						
						límpiame de mi pecado. 
						 
						
						5*Porque 
						yo reconozco mi maldad, 
						
						y tengo siempre delante mi delito. 
						
						6*He 
						pecado contra Ti, 
						
						contra Ti solo, 
						
						he obrado lo que es desagradable a tus ojos, 
						
						de modo que se manifieste 
						
						la justicia de tu juicio 
						
						y tengas razón en condenarme. 
						
						7*Es 
						que soy nacido en la iniquidad, 
						
						y ya mi madre me concibió en pecado. 
						 
						
						8*Mas 
						he aquí que Tú te complaces 
						
						en la sinceridad del corazón, 
						
						y en lo íntimo del mío 
						
						me haces conocer la sabiduría. 
						
						9*Rocíame 
						con hisopo, 
						
						y seré limpio; 
						
						lávame Tú, 
						
						y quedaré más blanco que la nieve. 
						
						10*Hazme 
						oír tu palabra 
						
						de gozo y de alegría. 
						
						y saltarán de felicidad estos huesos 
						
						que has quebrantado. 
						
						11*Aparta 
						tu rostro, de mis pecados, 
						
						y borra todas mis culpas. 
						 
						
						12*Crea 
						en mí, oh Dios, 
						
						un corazón sencillo, 
						
						y renueva en mi interior 
						
						un espíritu recto. 
						
						13*No 
						me rechaces de tu presencia, 
						
						y no me quites el espíritu de tu santidad. 
						
						14*Devuélveme 
						la alegría de tu salud; 
						
						confírmame en un espíritu de príncipe. 
						
						15*Enseñaré 
						a los malos tus caminos; 
						
						y los pecadores se convertirán a Ti. 
						 
						
						16*Líbrame 
						de la sangre, 
						
						oh Dios, Dios Salvador mío, 
						
						y vibre mi lengua de exultación 
						
						por tu justicia. 
						
						17*Abre 
						Tú mis labios, oh Señor, 
						
						y mi boca publicará tus alabanzas, 
						
						18*pues 
						los sacrificios no te agradan, 
						
						y si te ofreciera un holocausto 
						
						no lo aceptarías. 
						
						19*Mi 
						sacrificio, oh Dios, 
						
						es el espíritu compungido; 
						
						Tú no despreciarás, Señor, 
						
						un corazón contrito [y humillado]. 
						 
						
						20*Por 
						tu misericordia, Señor, 
						
						obra benignamente con Sión; 
						
						reconstruye los muros de Jerusalén. 
						
						21Entonces 
						te agradarán los sacrificios legales, 
						
						[las oblaciones y los holocaustos]; 
						
						entonces se ofrecerán becerros sobre tu altar.  
								
								
								
								
								* 
								1. Este Salmo, el celebérrimo
								“Miserere de David” (el 4° de los siete Salmos penitenciales), es la 
								expresión más perfecta de contrición, la 
								confesión más sincera de un corazón arrepentido, 
								la manifestación más profunda de un alma que no 
								busca su propia justicia sino la que nos viene 
								de Dios, según enseña San Pablo (Filipenses 3, 9 
								s.). Por esto resulta, a la vez que la más alta 
								alabanza de la misericordia de Dios, un himno de 
								gratitud y confianza. David, movido por el 
								Espíritu Santo, lo arranca de su corazón 
								culpable y contrito después del adulterio 
								cometido con Betsabee (II Reyes caps. 11 y 12). 
								Es, pues, el acto de contrición ideal, y la 
								Iglesia lo recita en el Oficio de Laudes. 
								Identificarse plenamente con el espíritu de este 
								Salmo es tener perfecta contrición, por lo cual 
								nada más precioso que aprenderlo y tenerlo como 
								un vademécum para renovar en todo momento con 
								nuestro Padre celestial el estado de plena 
								intimidad en el amor, que nos viene de nuestra 
								justificación en Cristo y que tantas veces 
								parece nublarse a causa de las miserias nuestras 
								y de las tentaciones con que a cada instante nos 
								asalta el Maligno. 
								
								
								
								
								* 
								3 ss. ¡En 
								la medida de tu misericordia!: Es como pedir 
								a un poderoso que nos ayude según todo su poder, 
								es decir, que no nos dé una limosna cualquiera, 
								sino una inmensa fortuna. En el mercado de Dios 
								ninguna audacia es excesiva, porque Él mismo nos 
								llama a “comprar sin dinero” (Isaías 55, 1 s.). 
								Nótese que toda la fuerza de esta confesión y su 
								valor ante Dios está en la fe en su misericordia 
								(Salmo 49, 23 y nota) que perdona por pura 
								bondad al arrepentido, sin derecho alguno por 
								parte de éste. Es exactamente lo que hizo el 
								padre del hijo pródigo (Lucas 15, 11 ss.). David 
								no intenta justificación ni explicación alguna, 
								sino al contrario: su propia miseria y el 
								reconocimiento de su absoluta impotencia son el 
								argumento (cf. Salmos 39, 18; 85, 1) que 
								conmueve el corazón del Padre (Salmo 102, 13 
								s.). El que esto medite no tardará en sentir un 
								ansia por aniquilarse de humillación ante 
								semejante Padre. ¡Entonces es cuando Él más nos 
								prodiga su gracia! (Santiago 4, 6; I Pedro 5, 
								5). 
								
								
								
								
								* 
								5. Porque 
								yo reconozco mi maldad: Único fundamento que 
								David aduce por su parte para ser perdonado. Así 
								lo vemos confirmado en el versículo 8 (cf. 
								nota). Pensemos si un juez de la tierra nos 
								absolvería de un delito con sólo decirle que en 
								efecto somos culpables. Tal es la diferencia 
								entre lo humano y lo divino. 
								
								
								
								
								* 
								6. Contra 
								Ti solo, es decir, no se trata de injuria 
								más o menos leve contra otras creaturas, sino 
								que el ofendido en todo pecado es directamente 
								ese Creador y Padre a quien todo lo debemos. ¡Y 
								sin embargo Él perdona tan fácilmente, a todo el 
								que se arrepiente de corazón!
								Tengas 
								razón: He aquí la piedra de toque de la 
								verdadera contrición: un deseo de que sea Dios 
								quien tenga razón, aun contra nosotros. Es todo 
								lo contrario de lo que nuestra soberbia 
								ambiciona tan fuertemente: tener razón, salirse 
								con la suya (cf. Job 40, 3 ss.). Los hombres se 
								excusan ante otro hombre diciéndole: discúlpeme 
								usted, no lo hice por maldad, fue sin querer. 
								David le dice a Dios todo lo contrario: 
								perdóname porque soy culpable y malo, porque lo 
								hice a propósito. No me excuso, ni te pido que 
								me disculpes. Al contrario: me acuso y sólo 
								espero que, después de establecida bien 
								claramente mi responsabilidad, y aún más, que 
								soy deudor insolvente, entonces Tú me perdones 
								la deuda, pura y simplemente, por la sola virtud 
								de tu asombrosa misericordia: “non aestimator 
								meriti sed veniae...” El mismo concepto expresa 
								la oración de San Agustín, diciendo: “tienes, 
								Señor, ante Ti reos confesos. Sabemos que si no 
								perdonas, con razón nos destruirás”. Aquí 
								comprendemos lo que significa el “negarse a sí 
								mismo” (Mateo 16, 24 s.; Salmo 48, 8 y nota; II 
								Corintios 10, 5). Entonces es cuando resplandece 
								la gloria de la gracia de Dios (Efesios 1, 6) 
								por la gratuidad de su perdón, obra de su 
								amorosa misericordia y de la riqueza de su 
								gracia (Efesios 2, 7 ss.) y tanto mayor cuanto 
								más confiamos en ella (Salmo 32, 22 y nota). 
								
								
								
								
								* 
								7. Los Padres citan este pasaje como prueba del 
								pecado original. El hombre es sin la gracia, 
								incapaz del bien en el orden sobrenatural, a 
								raíz de la naturaleza viciada. “Es don de Dios 
								si pensamos rectamente y si apartamos nuestros 
								pasos de la falsedad y de la injusticia; ninguna 
								cosa buena puede hacer el hombre sin que Dios se 
								la conceda para que la haga; cuantas veces 
								hacemos el bien es Dios quien obra, en nosotros 
								y con nosotros para que lo hagamos” (Denz. 195, 
								182, 193). 
								
								
								
								
								* 
								8. A pesar de lo precedente, que equivaldría a 
								una condenación sin remedio, David sabe —y ésa 
								es la sabiduría íntima aquí mencionada— que el 
								confesar sinceramente, es decir arrepentidos, 
								nuestra culpabilidad, es tan agradable a Dios 
								(cf. versículo 18 s.), que basta para moverlo al 
								gratuito perdón y olvido de nuestras deudas (cf. 
								Salmo 31, 5 y nota; I Juan 1, 8 s.). De esta 
								sabiduría, es decir, de este conocimiento del 
								corazón de Dios, le viene a David la 
								sorprendente audacia con que va a pedir 
								(versículo 9) un salto inmediato del fondo de la 
								abyección a la cumbre de la santidad (cf. 
								versículos 6 y 12 y notas) y la absoluta 
								condonación de todas sus deudas (versículos 4 y 
								11). 
								
								
								
								
								* 
								9. Alusión al rito con que declaraban limpios a 
								los leprosos (Levítico 14. 4 ss.). Nótese que no 
								dice “me lavaré” sino: ¡me lavarás Tú! (véase el 
								caso de Pedro en Juan 13, 6 ss.).
								Quedaré más blanco, etc.: Aquí se nos enseña la perfecta humildad: 
								yo no soy más que un pobre pecador, pero hay 
								algo más fuerte que él y es tu misericordia 
								infinita y omnipotente. Esto es lo que ha hecho 
								de grandes pecadores los más grandes santos (cf. 
								Job 7, 21; 14, 4; Lucas 7, 47; Filipenses 4, 13, 
								etc.). 
								
								
								
								
								* 
								10. No hay alegría mayor que la de sentirse 
								perdonado. Jesús nos enseña que esa alegría está 
								a disposición de todos, cuando nos dice: “Al que 
								venga a Mí no lo echaré fuera” (Juan 6, 37). La 
								palabra de consuelo y de gozo está así siempre a 
								nuestra disposición en las Sagradas Escrituras 
								(Romanos 15, 4). 
								
								
								
								
								* 
								11. Borra: 
								San Ambrosio señala esta maravilla: que Dios 
								mira el arrepentimiento como un acto meritorio, 
								no obstante ser lo menos a que estamos 
								obligados. Además, el perdón hace renacer los 
								méritos perdidos por el pecado, en tanto que 
								éste se borra para siempre con la Sangre de 
								Cristo. Cf. Ezequiel 18, 22 s.; Juan 1, 29; I 
								Pedro 4, 8, etc. Así se borró el de David (II 
								Reyes 12, 13). 
								
								
								
								
								* 
								12. Un 
								corazón sencillo: Esto es, simple sin 
								pliegues, o sea sin doblez, que es lo mismo que 
								recto (cf. Juan 1, 47 y nota). Es decir que 
								David pide aquí el espíritu de infancia (cf. 
								Salmo 130), que fue en efecto la más preciosa 
								característica del gran rey poeta y profeta. Por 
								eso sin duda le reveló Dios Su sabiduría 
								(versículo 8), tal como habrá de enseñar Jesús 
								en Lucas 10, 21. Las expresiones
								“crea y 
								renueva” indican una nueva creatura formada 
								por el Espíritu Santo (cf. Ezequiel 11, 19; 36, 
								26; Tito 3, 5). San Pablo explica esto en la 
								admirable Epístola a los Romanos, caps. 6-8. 
								
								
								
								
								* 
								13. No me 
								rechaces: A todos nos parece, por cierto, 
								que su santidad ha de mirarnos con repugnancia, 
								y en verdad ello sería harto lógico (versículo 
								6), de modo que nunca podríamos, por nuestras 
								propias reflexiones, convencernos de que no es 
								así. Sólo en este don asombroso de las palabras 
								de Dios descubrimos que es todo lo contrario: 
								basta recordar cómo obró el padre con el hijo 
								pródigo (Lucas 15, 20 ss.). Cf. Salmo 102, 13; 
								Isaías 1, 18; 66, 2; Juan 6, Z7.
								“No me 
								quites el espíritu de tu santidad”: He aquí 
								la esencia de toda oración, la que hemos de 
								tener siempre en los labios; la que más agrada 
								al Padre y más nos conviene a nosotros. ¿Acaso 
								no es éste el “pan supersubstancial” que Jesús 
								nos enseñó a pedir cada día? (Mateo 6, 11; Lucas 
								11, 3 y notas). Si bien miramos, ningún hijo 
								pide a su padre que le dé de comer, pues esto lo 
								hace él sin que se lo pidan. ¿No se ofendería el 
								padre si su hijo le recordase cada día la 
								obligación de alimentarlo? En cambio, ese don 
								del Espíritu sí que debemos pedirlo como una 
								maravillosa limosna de la santidad divina (Lucas 
								11, 13; I Tesalonicenses 4, 7 s.; Santiago 1, 5 
								y notas), mostrando al Padre que lo aceptamos y 
								deseamos con ansia. Pues sin ello no lo 
								tendremos, ya que el Espíritu no se impone a 
								nadie por la fuerza, sino que, respetando la 
								libertad, sólo permanece en quien lo desea 
								(Cantar de los Cantares 3, 5), y por el 
								contrario, se aleja de los que se sienten 
								capaces de valerse y manejarse sin Él (Salmo 80, 
								13). Si esto pedimos, como hijos del Padre 
								(Romanos 8, 14; Gálatas 4, 6), podemos estar 
								seguros de tener también el otro pan, pues nos 
								será “dado por añadidura” (Mateo 6, 33). Pero se 
								dirá, después que vino Cristo, el Espíritu 
								habita en nosotros permanentemente (Juan 14, 
								17). Así es en efecto la admirable promesa del 
								Padre (Lucas 24, 49 y nota), mas no por eso 
								hemos de empeñarnos menos en asegurárnoslo, pues 
								sabemos que nuestra carne y nuestra psiquis 
								conspiran contra Él (Gálatas 5, 17; I Corintios 
								2, 14) y no podemos nunca dormir sobre los 
								laureles. Porque no tenemos el Espíritu 
								incorporado a nosotros de un modo natural sino 
								sobrenatural, por el cual nuestra nueva creatura 
								(versículo 12) sólo se levanta sobre el cadáver 
								del hombre viejo (I Corintios 5, 17; Gálatas 6, 
								15; Efesios 4, 22-24; Colosenses 3. 10). 
								
								
								
								
								* 
								14. Sobre la
								alegría 
								véase versículo 10 y nota; Juan 17, 13; 15, 20.
								Espíritu de príncipe es el que nos corresponde como hijos de Dios 
								(Gálatas 4, 5-7; II Timoteo 1, 7; I Juan 4, 18 
								s.; Romanos 8, 2; Juan 15, 15, etc.) y significa 
								a un tiempo la humildad de quien necesita ser 
								dirigido por otro, y la confianza de quien se 
								sabe hijo de un gran señor. Son los sentimientos 
								que vemos en la Virgen María (cf. Lucas 1, 48 s. 
								y notas), y cuadran admirablemente a David, por 
								lo cual preferimos mantener esta versión antes 
								que la de 
								espíritu generoso (así Nácar-Colunga, Prado, 
								etc.), que algunos aplican a Dios y otros al 
								salmista. Éste no intenta aquí llegar a poder 
								darse patente de bueno, ni siquiera a creerse 
								tal, pues bien sabe que somos malos, sino de 
								tener todo el amor de Dios que cabe en ese 
								corazón que se reconoce malo y que, precisamente 
								por eso, es acepto como bueno para Él. 
								
								
								
								
								* 
								15. Esto es: les enseñaré tus caminos de 
								misericordia y perdón que has usado conmigo, y 
								ellos también volverán a Ti como yo he vuelto. 
								“La fe en el amor que Dios nos tiene es lo que 
								nos hace amarlo” (Beato Pedro Julián Eymard). 
								Cf. Salmo 39, 4 y nota. 
								
								
								
								
								* 
								16. De la 
								sangre: Otros vierten: de las sangres. 
								Algunos, p. ej. Bover-Cantera, interpretan esto 
								por la sangre de Urías, marido de Betsabee, y 
								sus compañeros (II Reyes 11). Pero, como ya 
								antes se ha tratado del perdón, creemos más 
								bien, como Dom Puniet, Desnoyers y otros, que 
								David pide ser librado de los caminos 
								sangrientos y aun quizá de todo lo carnal que se 
								opone a lo espiritual (cf. Isaías 4, 4; Mateo 
								l6, 17; Juan 1, 13; I Corintios 15, 50; Gálatas 
								5,17). 
								
								
								
								
								* 
								17. Con estas palabras comienza siempre el 
								Oficio divino, como para mostrarnos que sin el 
								Espíritu Santo no podemos dar al Padre ninguna 
								alabanza que le sea grata (cf. Romanos 8, 26; I 
								Corintios 12, 3; Santiago 4, 3; Isaías 6, 5 s., 
								etc.). 
								
								
								
								
								* 
								18. La Vulgata dice:
								Si quisieras sacrificios en verdad te los ofrecería. El original es, 
								como vemos, más terminante. Aquí aprendemos cuál 
								es el sacrificio que a Él le agrada. Cf. Salmos 
								39, 7; 49, 8-13 y notas; 33, 19; Proverbios 15, 
								8; Isaías 1, 11; Oseas 6, 6; Daniel 3, 39 s., 
								etc., y notas. 
								
								
								
								
								* 
								19. Las palabras entre corchetes se consideran 
								como glosa. 
								
								
								
								
								* 
								20 s. Por 
								tu misericordia, o sea, aunque no lo 
								merezcamos. Véase Jeremías 30, 13 y nota; Lucas 
								2, 14. 
								Reconstruye: Es decir: hazlo Tú mismo. 
								Coincidiendo con la observación precedente, el 
								hebreo es aquí más terminante que la Vulgata, la 
								cual dice:
								para que sean edificados. Versículos discutidos. Algunos, y no pocos 
								intérpretes, los consideran como añadidos 
								durante el cautiverio babilónico, cuando los 
								desterrados veían en este Salmo la expresión de 
								su dolor. La Comisión Bíblica considera como 
								posible esta interpretación (mayo 1° de 1910). 
								Otros, como Fillion, no la comparten. La Biblia 
								de Gramática correlaciona este pasaje con Salmos 
								68, 36; 121, 6; 146, 2; Malaquías 3, 3 s. Puede 
								verse también Isaías 66, 21; Jeremías 23, 15-33; 
								Ezequiel 40, 39; 43, 7, 16; Oseas 3, 4 s.; 5. 
								65, 15. En este final, como en el Salmo 101 y 
								otros, se extiende proféticamente a toda la casa 
								de Jacob, con referencia a la restauración de 
								Jerusalén, el pedido que se empezó formulando 
								individualmente en favor de David (cf. Salmo 
								101, 14 ss. y notas). Las palabras entre 
								corchetes del versículo 21 se consideran glosas 
								explicativas que algún copista dejó incorporadas 
								al texto. El versículo 21 es usado en el Misal 
								romano como antífona de la Comunión del domingo 
								X después de Pentecostés. 
 
 
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