Primera Epístola de Pedro |
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CARTAS DEL APÓSTOL SAN PEDRO
Nota introductoria
Simón Bar Jona
(hijo de Jonás), el que había de ser San Pedro (Hch. 15, 14; 2 Pe. 1, 1), fue llamado al
apostolado en los primeros días de la vida pública del
Señor, quien le dio el nombre de Cefas
(en arameo Kefa),
o sea, “piedra”, de donde el griego Petros,
Pedro (Jn. 1, 42).
Vemos en Mt. 16, 17-19, cómo Jesús lo distinguió entre los
otros discípulos, haciéndolo “Príncipe de los Apóstoles”
(Jn. 21, 15 ss.). S. Pablo nos hace saber que a él mismo,
como Apóstol de los gentiles, Jesús le había encomendado
directamente (Ga. 1, 11 s.) el evangelizar a éstos, mientras
que a Pedro, como a Santiago y a Juan, la evangelización de
los circuncisos o israelitas (Ga. 2, 7-9; cf. St. 1, 1 y
nota). Desde Pentecostés predicó Pedro en Jerusalén y
Palestina, pero hacia el año 42 se trasladó a “otro lugar”
(Hch. 12, 17 y nota), no sin haber antes admitido al
bautismo al pagano Cornelio (Hch. 10), como el diácono
Felipe lo había hecho con el “prosélito” etíope (Hch. 8, 26
ss.). Pocos años más tarde lo encontramos nuevamente en
Jerusalén, presidiendo el Concilio de los Apóstoles (Hch.
15) y luego en Antioquía. La Escritura no da más datos sobre
él, pero la tradición nos asegura que murió mártir en Roma
el año 67, el mismo día que S. Pablo.
Su primera Carta se
considera escrita poco antes de estallar la persecución de
Nerón, es decir, cerca del año 63 (cf. 2 Pe. 1, 1 y nota),
desde Roma a la que llama Babilonia por la corrupción de su
ambiente pagano (5, 13). Su fin es consolar principalmente a
los hebreos cristianos dispersos (1, 1) que, viviendo
también en un mundo pagano, corrían el riesgo de perder la
fe. Sin embargo, varios pasajes atestiguan que su enseñanza
se extiende también a los convertidos de la gentilidad (cf.
2, 10 y nota). A los mismos destinatarios (2 Pe. 3, 1), pero
extendiéndola “a todos los que han alcanzado fe” (1, 1) va
dirigida la segunda Carta, que el Apóstol escribió, según lo
dice, poco antes de su martirio (2 Pe. 1, 14), de donde se
calcula su fecha por los años de 64-67. “De ello se deduce
como probable que el autor escribió desde Roma”, quizá desde
la cárcel. En las comunidades cristianas desamparadas se
habían introducido ya falsos doctores que despreciaban las
Escrituras, abusaban de la grey y, sosteniendo un concepto
perverso de la libertad cristiana, decían también que Jesús
nunca volvería. Contra ésos y contra los muchos imitadores
que tendrán en todos los tiempos hasta el fin, levanta su
voz el Jefe de los Doce, para prevenir a las Iglesias
presentes y futuras, siendo de notar que mientras Pedro usa
generalmente los verbos en futuro, Judas, su paralelo, se
refiere ya a ese problema como actual y apremiante (Judas 3
s.; cf. 2 Pe. 3, 17 y nota).
En estas breves cartas –las
dos únicas “Encíclicas” del Príncipe de los apóstoles–
llenas de la más preciosa doctrina y profecía, vemos la obra
admirable del Espíritu Santo, que transformó a Pedro después
de Pentecostés. Aquel ignorante, inquieto y cobarde pescador
y negador de Cristo es aquí el apóstol lleno de caridad, de
suavidad y de humilde sabiduría, que (como Pablo en 2 Tm. 4,
6), nos anuncia la proximidad de su propia muerte que el
mismo Cristo le había pronosticado (Jn. 21, 18). San Pedro
nos pone por delante, desde el principio de la primera
Epístola hasta el fin de la segunda, el misterio del futuro
retorno de nuestro Señor Jesucristo como el tema de
meditación por excelencia para transformar nuestras almas en
la fe, el amor y la esperanza (cf. St. 5, 7 ss.; y Jud. 20 y
notas). “La principal enseñanza dogmática de la 2 Pedro
–dice Pirot– consiste incontestablemente en la certidumbre
de la Parusía y, en consecuencia, de las retribuciones que
la acompañarán (1, 11 y 19; 3, 4-5). En función de esta
espera es como debe entenderse la alternativa entre la
virtud cristiana y la licencia de los “burladores” (2, 1-2 y
19). Las garantías de esta fe son: los oráculos de los
profetas, conservados en la vieja Biblia inspirada, y la
enseñanza de los apóstoles testigos de Dios y mensajeros de
Cristo (1, 4 y 16-21; 3, 2). El Evangelio es ya la
realización de un primer ciclo de las profecías, y esta
realización acrece tanto más nuestra confianza en el
cumplimiento de las posteriores” (cf. 1, 19). Es lo que el
mismo Jesús Resucitado, cumplidas ya las profecías de su
Pasión, su Muerte y su Resurrección, reiteró sobre los
anuncios futuros de “sus glorias” (1 Pe. 1, 11) diciendo:
“Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito acerca
de Mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos”
(Lc. 24, 44).
Poco podría prometerse de
la fe de aquellos cristianos que, llamándose hijos de la
Iglesia, y proclamando que Cristo está donde está Pedro, se
resignasen a pasar su vida entera sin preocuparse de saber
qué dijeron, en sus breves cartas, ese Pedro y ese Pablo,
para poder, como dice la Liturgia, “seguir en todo el
precepto de aquellos por quienes comenzó la religión”
(Colecta de la Misa de San Pedro).
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