Cantar de los Cantares |
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Introducción
El misterio que Dios esconde en los amores entre esposo
y esposa, y que presenta como figura en este divino
Poema, no ha sido penetrado todavía en forma que permita
explicar satisfactoriamente el sentido propio de todos
sus detalles. El breve libro es sin duda el más hondo
arcano de la Biblia, más aún que el Apocalipsis, pues en
éste, cuyo nombre significa revelación, se nos comunica
abiertamente que el asunto central de su profecía es la
Parusía de Cristo y los acontecimientos que acompañarán
aquel supremo día del Señor en que Él se nos revelará
para que lo veamos “cara a cara”. Aquí, en cambio, se
trata de una gran Parábola o alegoría en la cual,
excluida como se debe la interpretación mal llamada
histórica, que quisiera ver en ella un epitalamio vulgar
y sensual, aplicándolo a s Salomón y la princesa de
Egipto, no tenemos casi referencias concretas, salvo
alguna (cf. 6, 4 y nota), que permite con bastante
firmeza ver en la Amada a Israel, esposa de Yahvé.
La diversidad casi incontable de las conclusiones
propuestas por los que han investigado el sentido propio
del Cántico, basta para mostrar que la verdad total no
ha sido descubierta. No sabemos con certeza si el Esposo
es uno solo, o si hay varios, que podrían ser un rey y
un pastor como pretendientes de Israel (Vaccari), o
podrían ser, paralelamente, Yahvé (el Padre) como Esposo
de Israel, y Jesucristo como Esposo de la Iglesia ya
preparada para las bodas del Cordero que veremos en
Apocalipsis 19, 6-9. Ignoramos también qué ciudad es ésa
en que la Esposa sale por dos veces a buscar al Amado.
Ignoramos principalmente cuál es el tiempo en que ocurre
u ocurrirá la acción del pequeño gran drama, y ni
siquiera podemos afirmar en todos los casos (pues las
opiniones también varían en esto) cuál de los personajes
es el que habla en cada momento del diálogo.
En tal situación, después de mucho meditar, hemos
llegado a la conclusión de que es forzoso ser muy parco
en afirmaciones con respecto al Cantar. Porque no está
al alcance del hombre explicar los misterios que Dios no
ha aclarado aún a la Iglesia, y sería vano estrujar el
entendimiento para querer penetrar, a fuerza de
inteligencia pura, lo que Dios se complace en revelar a
los pequeños. Sería, en cambio, tremenda responsabilidad
delante de Él, aseverar como verdades reveladas lo que
no fuese sino producto de nuestra imaginación o de
nuestro deseo, como lo hicieron esos falsos profetas
tantas veces fustigados por Jeremías y otros videntes de
Dios.
Como enseña el Eclesiástico (cf. 39, 1 ss. y nota), nada
es más propio del verdadero sabio según Dios, que
investigar las profecías y el sentido oculto de las
parábolas: tal es la parte de María, que Jesús declaró
ser la mejor. Pero esa misma palabra de Dios, cuya
meditación ha de ocuparnos “día y noche” (Salmo 1, 2),
nos hace saber que hay cosas que sólo se entenderán al
fin de los tiempos (Jeremías 30, 24). El mismo Jeremías,
refiriéndose a estos misterios y a la imprudencia de
querer explicarlos antes de tiempo, dice: “Al fin de los
tiempos conoceréis sus designios” (de Dios). Y agrega
inmediatamente, cediendo la palabra al mismo Dios: “Yo
no enviaba a esos profetas, y ellos corrían. No les
hablaba, y ellos profetizaban” (Jeremías 23, 20-21). En
Daniel encontramos sobre esto una notable confirmación.
Después de revelársele, por medio del Ángel Gabriel,
maravillosos arcanos sobre los últimos -tiempos, entre
los cuales vemos la grande hazaña de San Miguel Arcángel
defensor de Israel (Dan. 12, 1; cf. Apocalipsis 12, 7),
se le dice: “Pero tú, oh Daniel, ten en secreto estas
palabras y sella el Libro hasta el tiempo del fin” (Dan.
12, 4). Y como el Profeta insistiese en querer
descubrirlo, tornó a decir el Ángel: “Anda, Daniel, que
esas cosas están cerradas y selladas hasta el tiempo del
fin” (ibíd. 9). Entonces “ninguno de los malvados
entenderá, pero los que tienen entendimiento
comprenderán” (ibíd. 10). Finalmente, vemos que aún en
la profecía del Apocalipsis, cuyas palabras se le
prohibió sellar a San Juan (Apocalipsis 22,10), hay sin
embargo un misterio, el de los siete truenos, cuyas
voces le fue vedado revelar (Apocalipsis 10, 4).
Nuestra actitud, pues, ha de ser la que enseña el
Espíritu Santo al final del mismo Apocalipsis,
fulminando terribles plagas sobre los que pretendan
añadir algo a sus palabras, y amenazando luego con
excluir del Libro de la vida y de todas las bendiciones
anunciadas por el vidente de Patmos, a los que
disminuyan las palabras de su profecía (Apocalipsis
22,18 s.).
El criterio expuesto así, a la luz de la misma
Escritura, nos muestra desde luego que, si es hermoso
aplicar a la Virgen María, como hace la liturgia, los
elogios más ditirámbicos que recibe la Esposa del
Cantar, pues que ciertamente nadie pudo ni podrá
merecerlos más que Aquélla a quien el Ángel declaró
bendita entre las mujeres, no es menos cierto que hemos
de evitar la tentación de generalizar y ver en María a
la protagonista del Cántico, incluso en aquella
incidencia del capítulo 5 en que la Esposa rehúsa abrir
la puerta al Esposo por no ensuciarse los pies.
Semejante infidelidad jamás podría atribuirse a la
Virgen Inmaculada, ni aun cuando en esa escena se
tratase de un sueño, como algunos interpretan. Basta
recordar la actitud de María ante la Anunciación del
Ángel, en la cual, si bien Ella afirma su voto de
virginidad, en manera alguna cierra la puerta a la
Encarnación del Verbo; antes por el contrario, Cristo,
lejos de sentirse rechazado como el Esposo del Cantar,
realiza el estupendo prodigio de penetrar virginalmente
en el huerto cerrado del seno maternal. Y es por igual
razón que esa falla de la Esposa no puede atribuirse
tampoco a la Iglesia cristiana como esposa del Cordero,
así como también resultan inaplicables a ella los
caracteres de esposa repudiada y perdonada, con que los
profetas señalan repetidamente a Israel (Isaías 54, 1 y
nota).
De ahí que, por eliminación —y sin perjuicio de las
preciosas aplicaciones místicas al alma cristiana, las
cuales, como bien observa Joüon, en ningún caso
pretenden ser una interpretación del sentido propio del
poema bíblico— hemos de inclinarnos en general a admitir
en él, como han hecho los más autorizados comentadores
antiguos y modernos, lo que se llama la alegoría
yahvística, o sea los amores nupciales entre Dios e
Israel, a la luz del misterio mesiánico, a pesar de que
tampoco en ella nos es posible descubrir en detalle el
significado propio de cada uno de los episodios de este
divino Epitalamio. “A esta sentencia fundamental (sobre
Israel) nos debemos atener”, dice en su introducción al
poema la Biblia española de Nácar-Colunga, y agrega
inmediatamente: “Pero admitido este principio, una duda
salta a la vista. Los historiadores sagrados y los
profetas están concordes en pintarnos a Israel como
infiel a su Esposo y manchada de infinitos adulterios;
lo cual no está conforme con el Cántico, donde la Esposa
aparece siempre enamorada de su Esposo, y además, toda
hermosa o pura. La solución a esta dificultad nos la
ofrecen los mismos profetas cuando al Israel histórico
oponen el Israel de la época mesiánica, purificado de
sus pecados y vuelto de todo corazón a su Dios. Las
relaciones rotas por el pecado de idolatría se reanudan
para siempre. Es preciso, pues, decir que el Cántico
celebra los amores de Yahvé y de Israel en la edad
mesiánica, que es el objeto de los deseos de los
profetas y justos del Antiguo Testamento. En torno a
esta imagen del matrimonio, usada por los profetas,
reúne el sabio todas las promesas contenidas en los
escritos proféticos” (cf. Éxodo 34, 16; Números 14, 34;
Isaías 54, 4 ss.; 62, 4 ss.; Oseas 1, 2; 2, 4 y 19; 6,
10; Jeremías 2, 2; 3, 1 y 2; 3, 14; Ezequiel 16).
El Sumo Pontífice Pío XII, en su importantísima
Encíclica “Divino Afflante Spiritu”, sobre los estudios
bíblicos alude expresamente a las dificultades de
interpretación que dejamos planteadas, al decir que “no
pocas cosas... apenas fueron explicadas por los
expositores de los pasados siglos”; que “entre las
muchas cosas que se proponen en los Libros sagrados
legales, históricos, sapienciales y proféticos, sólo muy
pocas hay cuyo sentido haya sido declarado por la
autoridad de la Iglesia,, y no son muchas más aquellas
en las que sea unánime la sentencia de los Santos
Padres” y que “si la deseada solución se retarda por
largo tiempo, y el éxito feliz no nos sonríe a nosotros,
sino que acaso se relega a que lo alcancen los
venideros, nadie por eso se incomode... siendo así que a
veces se trata de cosas oscuras y demasiado lejanamente
remotas de nuestros tiempos y de nuestra experiencia”.
Entretanto, y a pesar de nuestra ignorancia actual para
fijar con certeza el sentido propio de todos sus
detalles, el divino poema nos es de utilidad sin límites
para nuestra vida espiritual, pues nos lleva a creer en
el más precioso y santificador de los dogmas: el amor
que Dios nos tiene, según esa inmensa verdad
sobrenatural que expresó, a manera de testamento
espiritual, el Beato Pedro Julián Eymard: “La fe en el
amor de Dios es la que hace amar a Dios.”
No puede haber la menor duda de que sea lícito a cada
alma creyente recoger para sí misma las encendidas
palabras de amor que el Esposo dirige a la Esposa. El
Cantar es, en tal sentido, una celestial maravilla para
hacernos descubrir y llevarnos a lo que más nos
interesa, es decir, a creer en el amor con que somos
amados. El que es capaz de hacerse bastante pequeño para
aceptar, como dicho a sí mismo por Jesús, lo que el
Amado dice a la Amada, siente la necesidad de
responderle a Él con palabras de amor, y de fe, y de
entrega ansiosa, que la Amada dirige al Amado. Felices
aquellos que exploten este sublime instrumento, que es a
un tiempo poético y profético, como los Salmos de David,
y en el cual se juntan, de un modo casi sensible, la
belleza y la piedad, el amor y la esperanza, la
felicidad y la santidad. ¡Y felices también nosotros si
conseguimos darlo en forma que pueda ser de veras
aprovechado por las almas!
El título “Cantar de los Cantares” (en hebreo Schir
Haschirim) equivale, en el lenguaje bíblico, a un
superlativo como “vanidad de vanidades” (Eclesiastés 1,
2), “Rey de Reyes y Señor de Señores” (Apocalipsis 19,
16), etc., y quiere decir que esta canción es superior a
todas. “El Alto Canto” se le llama en alemán; en
italiano “La Cántica” por antonomasia, etc.
Efectivamente el “Cantar de los Cantares” ha ocupado y
sigue ocupando el primer lugar en la literatura mística
de todos los siglos.
Poema todo oriental, no puede juzgárselo, como bien dice
Vigouroux, según las reglas puestas por los griegos,
como son las nuestras. Tiene unidad, pero “entendida a
la manera oriental, es decir, mucho más en el
pensamiento inspirador que en la ejecución de la obra”.
Intervienen en el “Cantar de los Cantares”, mediante
diálogos y a veces en forma dramática, la Esposa
(Sulamita) y el Esposo, denominados también en ocasiones
hermano y hermana. Aparecen además otros personajes: los
“hermanos”, las “hijas de Jerusalén”, etc., que forman
algo así como el coro de la antigua tragedia griega. La
manera en que se tratan el Amado y la Amada muestra
claramente que no son simples amantes, porque entre los
israelitas solamente los esposos podían tratarse tan
estrechamente.
No se exhibe, pues, aquí un amor prohibido o culpable,
sino una relación legítima entre esposos. A este
respecto debe advertirse desde luego que el lenguaje del
Cántico es el de un amor entre los sexos. No creemos que
esto haya de explicarse solamente porque se trata de un
poema de costumbres orientales, sino también porque la
Biblia es siempre así: “plata probada por el fuego,
purificada de escoria, siete veces depurada” (Salmo 11,
7). Ella dice todo lo que debe decir, sin el menor
disimulo (cf. Génesis 19, 30 y nota), es decir, como muy
bien observa Hello, sin revestir la verdad con
apariencias que atraigan el aplauso de los demás, según
suelen hacer los hombres. Dios quiere aplicar aquí, a
los grandes misterios de su amor con la humanidad —ya se
trate de Israel, de la Iglesia o de cada alma— la más
vigorosa de las imágenes: la atracción de los sexos.
Sabe que todos la comprenderán, porque todos la sienten.
Y en ello no ha de verse lo prohibido, sino lo legítimo
del amor matrimonial, instituido por Dios mismo, a la
manera como el vino sólo sería malo en el ebrio que lo
bebiera pecaminosamente. De ahí que, como muy bien se ha
dicho de este sublime poema, “el que vea mal en ello, no
hará sino poner su propia malicia. Y el que sin malicia
lo lea buscando su alimento espiritual, hallará el más
precioso antídoto contra la carne”.
Los expositores antiguos miraron siempre como autor del
libro al rey Salomón cuyo nombre figura en el título:
“Cantar de los Cantares de Salomón” y fue respetado por
el traductor griego. La Vulgata no pone nombre de autor,
y diversos exégetas católicos remiten la composición del
Cantar a tiempos posteriores a Salomón (Joüon, Holzhey,
Ricciotti, Zapletal, etc.). Otros empero, entre ellos
Fillion, lo atribuyen al mismo rey sabio, que en el
poema figura con toda su opulencia. A este respecto no
podemos dejar de señalar, entre las muchas
interpretaciones (que hacen variar de mil maneras el
diálogo y el sentido, según que pongan cada versículo en
boca de uno u otro de los personajes), la que adopta un
estudioso tan autorizado como Vaccari presentándola como
“la que mejor corresponde, tanto a los datos intrínsecos
del Libro, cuanto a las condiciones históricas del
antiguo Israel”. Según esta interpretación, el Esposo a
quien ama la Sulamita, no es la misma persona que el
rey, sino un joven pastor que la celebra en un lenguaje
idílico y agreste, contrastando precisamente con la
fastuosidad del rey cuyas atracciones desprecia la
Esposa que prefiere a su Amado. En este contraste, la
paz del campo simboliza la Religión de Israel, tan
sencilla como verdadera, y los esplendores de la Corte
figuran los de la civilización pagana, que humanamente
hablando parece tan superior a la hebrea. Tendríamos
así, como en las dos Ciudades de San Agustín, el eterno
contraste entre Dios y el mundo, entre lo espiritual y
lo temporal. El valor de esta interpretación que permite
entender muchos pasajes antes obscuros, podrá juzgarse a
medida que la señalemos en las notas. Entretanto ella
explicaría que Salomón, siendo el autor del Poema (como
lo sostiene también Vigouroux con sólidas razones) se
haya puesto él mismo como personaje del drama, pues que,
siendo así, ya no aparecería como figura del divino
Esposo, sino que, lejos de ello, se presenta
modestamente con su persona y su proverbial opulencia,
como un ejemplo de la vanidad de todo lo terreno, cosa
muy propia de la sabiduría de aquel gran Rey.
Agreguemos que esta manera de entender el Cantar según
lo propone Vaccari no se opone en modo alguno al
aprovechamiento de su riquísima doctrina mística, pues
nada más congruente que aplicar las relaciones de Yahvé
con su esposa Israel, a las de su Hijo Jesús, espejo
perfectísimo del Padre (Hebreos 1, 3), con la Iglesia
que Él fundó, y con cada una de las almas que la forman,
en su peregrinación actual en busca del Esposo (cf. 4,
7; 3, 3; 5, 6 y notas); en la misteriosa unión
anticipada de la vida eucarística (cf. 2, 6 y nota); y
finalmente en su bienaventurada esperanza (cf. 1, 1; 8,
13 s. y notas; Tito 2, 13), cuya realización anhela ella
desde el principio con un suspiro que no es sino el que
repetimos cada día en el Padre Nuestro enseñado por el
mismo Cristo: “Adveniat Regnum tuum”, y el que los
primeros cristianos exhalaban en su oración que desde el
siglo primero nos ha conservado la “Didajé” o “Doctrina
de los doce Apóstoles”: “Así como este pan fraccionado
estuvo disperso sobre las colinas y fue recogido para
formar un todo, así también, de todos los confines de la
tierra, sea tu Iglesia reunida para el Reino tuyo...
líbrala de todo mal, consúmala en tu caridad, y de los
cuatro vientos reúnela, santificada, en tu reino que
para ella preparaste, porque tuyo es el poder y la
gloria en los siglos. ¡Venga ¡a gracia! ¡Pase este
mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! Acérquese el que sea
santo; arrepiéntase el que no lo sea. Maranatha (Ven
Señor). Amén.”
Para facilitar la lectura, orientando al lector,
señalamos aquí la división en seis escenas que propone
Vaccari y sintetizamos brevemente el contenido de cada
una de ellas:
ESCENA I (1, 1-2, 7): a)
El anhelo de la
Esposa (1, 1-14): Ella busca al Amado y él le indica
el campo. El rey la solicita. Ella prefiere al pastor,
b) El primer
encuentro (1,15-2, 7): Dialogo y unión de los dos
esposos.
ESCENA II (2, 8-3, 5): a)
En el campo
(2, 8-17): Invitación del Esposo y paseo campestre. b)
Búsqueda nocturna del Esposo (3, 1-5): .Ella recorre en vano la
ciudad. Lo encuentra afuera.
ESCENA III (3, 6-5, 1): a)
“Salomón en todo
su esplendor” (3, 6-11): Coro sobre la opulencia del
rey (tentación), b) Retrato de la Esposa (4, 1-6). c)
El místico jardín
(4, 7-5, 1): El Amado le hace el gran elogio. Ella se
goza. Él invita a los amigos.
ESCENA IV (5, 2-6, 3): a)
Visita nocturna
(5, 2-9): La Esposa no abre al Amado. Luego lo busca en
vano, b) Ella hace
la semblanza del Esposo ante el coro (5, 10-6, 3).
ESCENA V, (6, 4-8, 4): a)
Nuevas loas de la
Esposa (6, 4-7, 1). b)
Justa de
requiebros, en que parecen rivalizar el rey y el
pastor (7, 2-10). c)
Fidelidad de la
Esposa (7, 11-8, 4).
ESCENA VI (8, 5-14): a)
El triunfo del
amor (8, 5-7): La Esposa descansa en el Amado. El
fuego divino. Unión transformante. b)
Parábolas de la
hermanita y de la viña (8, 8-12). c)
Idilio (8, 13)
y llamado final (8, 14).
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