EL APOCALIPSIS |
1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | 7 |
8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 | 14 |
15 | 16 | 17 | 18 | 19 | 20 | 21 |
22 |
Apocalipsis, esto es,
Revelación de
Jesucristo, se llama este misterioso Libro, porque en él
domina la idea de la segunda Venida de Cristo (cf. 1, 1 y 7;
1 Pe. 1, 7 y 13). Es el último de toda la Biblia y su
lectura es objeto de una bienaventuranza especial y de ahí
la gran veneración en que lo tuvo la Iglesia (cf. 1, 3 y
nota), no menos que las tremendas conminaciones que él mismo
fulmina contra quien se atreva a deformar la sagrada
profecía agregando o quitando a sus propias palabras (cf.
22, 18).
Su autor es
Juan, siervo de Dios (1, 2) y
desterrado por causa del Evangelio a la isla de Patmos (1,
9). No existe hoy duda alguna de que este Juan es el mismo
que nos dejó también el Cuarto Evangelio y las tres Cartas
que en el Canon llevan su nombre. “La antigua tradición
cristiana (Papías, Justino, Ireneo, Teófilo, Cipriano,
Tertuliano, Hipólito, Clemente Alejandrino, Orígenes, etc.)
reconoce por autor del Apocalipsis al Apóstol San Juan”
(Schuster-Holzammer).
Vigouroux, al refutar a la
crítica racionalista, hace notar cómo este reconocimiento
del Apocalipsis como obra del discípulo amado fue unánime
hasta la mitad del siglo III, y sólo entonces “empezó a
hacerse sospechoso” el divino Libro a causa de los escritos
de su primer opositor Dionisio de Alejandría, que dedicó
todo el capítulo 25 de su obra contra Nepos a sostener su
opinión de que el Apocalipsis no era de S. Juan “alegando
las diferencias de estilo que señalaba con su sutileza de
alejandrino entre los Evangelios y Epístolas por una parte y
el Apocalipsis por la otra”. Por entonces “la opinión de
Dionisio era tan contraria a la creencia general que no pudo
tomar pie ni aun en la Iglesia de Alejandría, y S. Atanasio,
en 367, señala la necesidad de incluir entre los Libros
santos al Apocalipsis, añadiendo que “allí están las fuentes
de la salvación”. Pero la influencia de aquella opinión,
apoyada y difundida por el historiador Eusebio, fue grande
en lo sucesivo y a ella se debe el que autores de la
importancia de Teodoreto, S. Cirilo de Jerusalén y S. Juan
Crisóstomo en todas sus obras no hayan tomado en cuenta ni
una sola vez el Apocalipsis (véase en la nota a 1, 3 la
queja del 4º Concilio de Toledo). La debilidad de esa
posición de Dionisio Alejandrino la señala el mismo autor
citado mostrando no sólo la “flaca” obra exegética de aquél,
que cayó en el alegorismo de Orígenes después de haberlo
combatido, sino también que, cuando el cisma de Novaciano
abusó de la Epístola a los Hebreos, los obispos de África
adoptaron igualmente como solución el rechazar la
autenticidad de todo ese Libro y Dionisio estaba entre ellos
(cf. Introducción a las Epístolas de S. Juan). “S. Epifanio,
dice el P. Durand, había de llamarlos sarcásticamente (a
esos impugnadores) los
Alogos, para expresar, en una
sola palabra, que rechazaban el Logos (razón divina) ellos
que estaban privados de razón humana (a-logos)”. Añade el
mismo autor que el santo les reprochó también haber
atribuido el cuarto Evangelio al hereje Cerinto (como habían
hecho con el Apocalipsis), y que más tarde su maniobra fue
repetida por el presbítero romano Cayo, “pero el ataque fue
pronto rechazado con ventaja por otro presbítero romano
mucho más competente, el célebre S. Hipólito mártir”.
S. Juan escribió el
Apocalipsis en
Patmos,
una de las islas del
mar Egeo que forman parte del Dodecaneso, durante el
destierro que sufrió bajo el emperador Domiciano,
probablemente hacia el año 96. Las destinatarias fueron “las
siete Iglesias de Asia” (Menor), cuyos nombres se mencionan
en 1, 11 (cf. nota) y cuya existencia, dice Gelin, podría
explicarse por la irradiación de los judíos cristianos de
Pentecostés (Hch. 2, 9), así como Pablo halló en Éfeso
algunos discípulos del Bautista (Hch. 19, 2).
El objeto de este Libro, el
único profético del Nuevo Testamento, es consolar a los
cristianos en las continuas persecuciones que los
amenazaban, despertar en ellos “la bienaventurada esperanza”
(Tt. 2, 13) y a la vez preservarlos de las doctrinas falsas
de varios herejes que se habían introducido en el rebaño de
Cristo. En segundo lugar el Apocalipsis tiende a presentar
un cuadro de las espantosas catástrofes y luchas que han de
conmover al mundo antes del triunfo de Cristo en su Parusía
y la derrota definitiva de sus enemigos, que el Padre le
pondrá por escabel de sus pies (Hb. 10, 13). Ello no impide
que, como en los vaticinios del Antiguo Testamento y aun en
los de Jesús (cf. p. ej. Mt. 24 y paralelos), el profeta
pueda haber pensado también en acontecimientos
contemporáneos suyos y los tome como figuras de lo que ha de
venir, si bien nos parece inaceptable la tendencia a ver en
estos anuncios, cuya inspiración sobrenatural y alcance
profético reconoce la Iglesia, una simple expresión de los
anhelos de una lejana época histórica o un eco del odio
contra el imperio romano que pudiera haber expresado la
literatura apocalíptica judía posterior a la caída de
Jerusalén. A este respecto la reciente Biblia de Pirot, en
su introducción al Apocalipsis, nos previene acertadamente
que “autores católicos lo han presentado como la obra de un
genio contrariado... a quien circunstancias exteriores han
obligado a librar a la publicidad por decirlo así su
borrador” y que en Patmos faltaba a Juan “un secretario cuyo
cálamo hubiese corregido las principales incorrecciones que
salían de la boca del maestro que dictaba”. ¿No es esto
poner aun más a prueba la fe de los creyentes sinceros ante
visiones de suyo oscuras y misteriosas por voluntad de Dios
y que han sido además objeto de interpretaciones tan
diversas, históricas y escatológicas, literales y alegóricas
pero cuya lectura es una bienaventuranza (1, 3) y cuyo
sentido, no cerrado en lo principal (10, 3 y nota), se
aclarará del todo cuando lo quiera el Dios que revela a los
pequeños lo que oculta a los sabios? (Lc. 10, 21). Para el
alma “cuya fe es también esperanza” (1 Pe. 1, 21), tales
dificultades, lejos de ser un motivo de desaliento en el
estudio de las profecías bíblicas, muestran al contrario
que, como dice Pío XII, deben redoblarse tanto más los
esfuerzos cuanto más intrincadas aparezcan las cuestiones y
especialmente en tiempos como los actuales, que los Sumos
Pontífices han comparado tantas veces con los anuncios
apocalípticos (cf. 3, 15 s. y nota) y en que las almas,
necesitadas más que nunca de la Palabra de Dios (cf. Am. 8,
11 y nota), sienten el ansia del misterio y buscan como por
instinto refugiarse en los consuelos espirituales de las
profecías divinas (cf. Si. 39, 1 y nota), a falta de las
cuales están expuestas a caer en las fáciles seducciones del
espiritismo, de las sectas, la teosofía y toda clase de
magia y ocultismo diabólico. “Si no le creemos a Dios, dice
S. Ambrosio, ¿a quién le creemos?”
Tres son los
sistemas principales para interpretar el Apocalipsis.
El primero lo toma
como historia contemporánea del autor, expuesta con colores
apocalípticos. Esta interpretación quitaría a los anuncios
de S. Juan toda su trascendencia profética y en consecuencia
su valor espiritual para el creyente. La segunda teoría,
llamada de recapitulación, busca en el libro de S. Juan las
diversas fases de la historia eclesiástica, pasadas y
futuras, o por lo menos de la historia primera de la Iglesia
hasta los siglos IV y V, sin excluir el final de los
tiempos. La tercera interpretación ve en el Apocalipsis
exclusivamente un libro profético escatológico, como lo
hicieron sus primeros comentadores e intérpretes, es decir
S. Ireneo, S. Hipólito, S. Victorino, S. Gregorio Magno y,
entre los posteriores modernos, Ribera, Cornelio a Lapide,
Fillion, etc. Este concepto, que no excluye, como antes
dijimos, la posibilidad de las alusiones y referencias a los
acontecimientos históricos de los primeros tiempos de la
Iglesia, se ha impuesto hoy sobre los demás, como que, al
decir de Sickenberger, la profecía que Jesús revela a S.
Juan “es una explanación de los conceptos principales del
discurso escatológico de Jesús, llamado el pequeño
Apocalipsis”.
Debemos además tener
presente que este sagrado vaticinio significa también una
exhortación a estar firmes en la fe y gozosos en la
esperanza, aspirando a los misterios de la felicidad
prometida para las Bodas del Cordero. Sobre ellos dice S.
Jerónimo: “el Apocalipsis de S. Juan contiene tantos
misterios como palabras; y digo poco con esto, pues ningún
elogio puede alcanzar el valor de este Libro, donde cada
palabra de por sí abarca muchos sentidos”. En cuanto a la
importancia del estudio de tan alta y definitiva profecía,
nos convence ella misma al decirnos, tanto en su prólogo
como en su epílogo, que hemos de conservar las cosas
escritas en ella porque “el momento está cerca” (1, 3; 22,
7). Cf. 1 Ts. 5, 20; Hb. 10, 37 y notas. “No sea que
volviendo de improviso os halle dormidos. Lo que os digo a
vosotros lo digo a todos: ¡Velad!” (Mc. 13, 36 s.). A “esta
vela que espera y a esta esperanza que vela” se ha atribuido
la riqueza de la vida sobrenatural de la primitiva
cristiandad (cf. St. 5, 8 y nota).
En los 404 versículos del
Apocalipsis se encuentran 518 citas del Antiguo Testamento,
de las cuales 88 tomadas de Daniel. Ello muestra
sobradamente que en la misma Biblia es donde han de buscarse
luces para la interpretación de esta divina profecía, y no
es fácil entender cómo en visiones que S. Juan recibió
transportado al cielo (4, 1 s.) pueda suponerse que nos haya
ya dejado, en los 24 ancianos, “una transposición angélica
de las 24 divinidades babilónicas de las constelaciones que
presidían a las épocas del año”, ni cómo, en las langostas
de la 5ª trompeta, podría estar presente “la imaginería de
los centauros” etc. Confesamos que, estimando sin
restricciones la labor científica y crítica en todo cuanto
pueda allegar elementos de interpretación al servicio de la
Palabra divina, no entendemos cómo la respetuosa veneración
que se le debe pueda ser compatible con los juicios que
atribuyen al autor incoherencias, exageraciones, artificios
y fallas de estilo y de método, como si la inspiración no le
hubiese asistido también en la redacción, si es verdad que,
como lo declara el Concilio Vaticano, confirmando el de
Trento, la Biblia toda debe atribuirse a Dios como primer
autor.
|