Antiguo Testamento |
El Antiguo Testamento es el conjunto de la primera parte de los libros canónicos de la Santa Biblia. Abarca tanto el Pentateuco (Génesis, Exodo, levítico, Numeros y Deuteronomio) como libros históricos, proféticos y sapienciales.
A los libros históricos sigue, en el Canon del
Antiguo Testamento, el grupo de los libros llamados
didácticos (por
su enseñanza) o poéticos
(por su forma)
o sapienciales
(por su
contenido espiritual), que abarca los siguientes libros:
Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los
Cantares, Sabiduría, Eclesiástico. Todos éstos son
principalmente denominados libros sapienciales, porque
las enseñanzas e instrucciones que Dios nos ofrece en
ellos, forman lo que en el Antiguo Testamento se llama
Sabiduría, que es el fundamento de la piedad. Temer
ofender a Dios nuestro Padre, y guardar sus mandamientos
con amor filial, esto es el fruto de la verdadera
sabiduría. Es decir, que si la moral es la ciencia de lo
que debemos hacer, la sabiduría es el arte de hacerlo
con agrado y con fruto. Porque ella fructifica como el
rosal junto a las aguas (Eclesiástico 39, 11).
Bien se ve cuán lejos estamos de la falsa concepción
moderna que confunde sabiduría con el saber muchas
cosas, siendo más bien ella un sabor de lo divino, que
se concede gratuitamente a todo el que lo quiere
(Sabiduría 6, 12 ss.), como un don del Espíritu Santo, y
que en vano pretendería el hombre adquirir por sí mismo.
Cf. Job 28, 12 ss. La Liturgia cita todos estos libros,
con excepción del de Job y el de los Salmos, bajo el
nombre genérico de
Libro de la Sabiduría, nombre
con que el Targum judío designaba el Libro de los
Proverbios (Séfer Hokmah).
Los libros sapienciales, en cuanto a su forma,
pertenecen al
género poético.
La poesía hebrea no tiene rima, ni ritmo cuantitativo,
ni metro en el sentido de las lenguas clásicas y
modernas. Lo único que la distingue de la prosa, es el
acento (no siempre claro), y el ritmo de los
pensamientos, llamado comúnmente paralelismo de
los miembros.
Este último consiste en que el mismo pensamiento se
expresa dos veces, sea con vocablos sinónimos
(paralelismo sinónimo), sea en forma de tesis y
antítesis (paralelismo antitético), o aun ampliándolo
por una u otra adición (paralelismo sintético). Pueden
distinguirse, a veces, estrofas.
Al género poético pertenece también la mayor parte
de los libros proféticos y algunos capítulos de los
libros históricos, por ejemplo la bendición de Jacob
(Génesis 49), el cántico de Débora (Jueces 5), el
cántico de Ana (1 Reyes 2), etc.
Profeta
es una voz griega, y designa al que habla por otro, o
sea en lugar de otro; equivale por ende, en cierto
sentido, a la voz “intérprete” o vocero. Pero poco
importa el significado de la voz griega; debemos
recurrir a las fuentes, a la lengua hebrea misma. En el
hebreo se designa al profeta con dos nombres muy
significativos: El primero es “nabí” que significa
“extático”, “inspirado”, a saber por Dios. El otro
nombre es “roéh” o “choséh” que quiere decir “el
vidente”, el que ve lo que Dios le muestra en forma de
visiones, ensueños, etc., ambos nombres expresan la idea
de que el profeta es instrumento de Dios, hombre de Dios
que no ha de anunciar su propia palabra sino la que el
Espíritu de Dios le sopla e inspira.
Según I Reyes 9, 9, el “vidente” es el precursor de los
otros profetas; y efectivamente, en la época de los
patriarcas, el proceso profético se desarrolla en forma
de “visión” e iluminación interna, mientras que más
tarde, ante todo en las “escuelas de profetas” se
cultivaba el éxtasis, señal característica de los
profetas posteriores que precisamente por eso son
llamados “nabí”.
Otras denominaciones, pero metafóricas, son: vigía,
atalaya, centinela, pastor, siervo de Dios, ángel de
Dios (Isaías 21, 1; S2, 8; Ezequiel 3, 11; Jeremías 17,
16; IV Reyes 4, 25; S, 8; Isaías 20, 3; Amós 3, 7; Ageo
1, 13).
El concepto de profeta se desprende de esos nombres. Él
es vidente u hombre inspirado por Dios. De lo cual no se
sigue que el predecir las cosas futuras haya sido la
única tarea del profeta; ni siquiera la principal. Había
profetas que no dejaban vaticinios sobre el porvenir,
sino que se ocupaban exclusivamente del tiempo en que
les tocaba vivir. Pero todos —y en esto estriba su
valor— eran voceros del Altísimo, portadores de un
mensaje del Señor, predicadores de penitencia,
anunciadores de los secretos de Yahvé, como lo expresa
Amos: “El Señor no hace estas cosas sin revelar sus
secretos a los profetas siervos suyos” (3, 7). El
Espíritu del Señor los arrebataba, irrumpía sobre ellos
y los empujaba a predicar aún contra la propia voluntad
(Isaías capítulo 6; Jeremías 1, 6). Tomaba a uno que iba
detrás del ganado y le decía: “Ve, profetiza a mi pueblo
Israel” (Amós 7, 15); sacaba a otro de detrás del arado
(III Reyes 19,19 ss.), o le colocaba sus palabras en la
boca y tocaba sus labios (Jeremías 1, 9), o le daba sus
palabras literalmente a comer (Ezequiel 3, 3). El
mensaje profético no es otra cosa que “Palabra de
Yahvé”, “oráculo de Yahvé”, “carga de Yahvé”', un “así
dijo el Señor”. La Ley divina, las verdades eternas, la
revelación de los designios del Señor, la gloria de Dios
y de su Reino, la venida del Mesías, la misión del
pueblo de Dios entre las naciones, he aquí los temas
principales de los profetas de Israel.
En cuanto al modo en que se producían las profecías, hay
que notar que la luz profética no residía en el profeta
en forma permanente (II Pedro 1, 20 ss.) sino a manera
de cierta pasión o impresión pasajera (Santo Tomás).
Consistía, en general, en una iluminación interna o en
visiones, a veces ocasionadas por algún hecho presentado
a los sentidos (por ejemplo en Daniel 5, 25 por palabras
escritas en la pared); en la mayoría de los casos,
empero, solamente puestas ante la vista espiritual del
profeta, por ejemplo, una olla colocada al fuego
(Ezequiel 24, 1 ss.), los huesos secos que se cubren de
piel (Ezequiel 37, 1 ss.); el gancho que sirve para
recoger fruta (Amós 8, 1), la vara de almendro (Jeremías
1, 11), los dos canastos de higos (Jeremías 24,1 ss.),
etc., símbolos todos éstos que manifestaban la voluntad
de Dios.
Pero no siempre ilustraba Dios al profeta por medio de
actos o símbolos, sino que a menudo le iluminaba
directamente por la luz sobrenatural de tal manera que
podía conocer por su inteligencia lo que Dios quería
decirle (por ejemplo, Isaías 7, 14).
A veces el mismo profeta encarnaba una profecía. Así,
por ejemplo, Oseas debió por orden de Dios casarse con
una mala mujer que representaba a Israel, simbolizando
de este modo la infidelidad que el pueblo mostraba para
con Dios. Y sus tres hijos llevan nombres que asimismo
encierran una profecía: “Jezrael”, “No más
misericordia”, “No mi pueblo” (Oseas 1).
El profeta auténtico subraya el sentido de la profecía
mediante su manera de vivir, llevando una vida austera,
un vestido áspero, un saco de pelo con cinturón de cuero
(IV Reyes 1, 8; 4, 38 ss.; Isaías 20, 2; Zacarías 13, 4;
Mateo 3, 4), viviendo solo y aun célibe, como Elías,
Elíseo y Jeremías.
No faltaba en Israel la peste de los falsos profetas. El
profeta de Dios se distingue del falso por la veracidad
y por la fidelidad con que transmite la Palabra del
Señor. Aunque tiene que anunciar a veces cosas duras:
“cargas”; está lleno del espíritu del Señor, de justicia
y de constancia, para decir a Jacob sus maldades y a
Israel su pecado (Miqueas 3, 8). El falso, al revés, se
acomoda al gusto de su auditorio, habla de “paz”, es
decir, anuncia cosas agradables, y adula a la mayoría,
porque esto se paga bien. El profeta auténtico es
universal, predica a todos, hasta a los sacerdotes; el
falso, en cambio, no se atreve a decir la verdad a los
poderosos, es muy nacionalista, por lo cual no profetisa
contra su propio pueblo ni lo exhorta al
arrepentimiento.
Por eso los verdaderos profetas tenían adversarios que
los perseguían y martirizaban (véase lo que el mismo Rey
Profeta dice a Dios en el salmo 16, 4); los falsos, al
contrario, se veían rodeados de amigos, protegidos por
los reyes y obsequiados con enjundiosos regalos. Siempre
será así: el que predica los juicios de Dios, puede
estar seguro de encontrar resistencia y contradicción,
mientras aquel que predica “lo que gusta a los oídos”
(II Timoteo 4, 3) puede dormir tranquilo; nadie le
molesta; es un orador famoso. Tal es lo que está
tremendamente anunciado para los últimos tiempos, los
nuestros (I Timoteo 4. 1 ss.; II Timoteo 3. 1 ss.: II
Pedro 3, 3 s.; Judas 18; Mateo 24,11).
Jesús nos previene amorosamente, como Buen Pastor, para
que nos guardemos de tales falsos profetas y falsos
pastores, advirtiéndonos que los conoceremos por sus
frutos (Mateo 7, 16). Para ello los desenmascara en el
almuerzo del fariseo (Lucas 11, 37-54) y en el gran
discurso del Templo (Mateo 23), y señala como su
característica la hipocresía (Lucas 12, 1), esto es, que
se presentarán no como revolucionarios antirreligiosos,
sino como “lobos con piel de oveja” (Mateo 7, 15). Su
sello será el aplauso con que serán recibidos (Lucas 6,
26), así como la persecución será el sello de los
profetas verdaderos (ibíd. 22 ss.)
En general los profetas preferían el lenguaje poético.
Los vaticinios propiamente dichos son, por regla
general, poesía elevadísima, y se puede suponer que, por
lo menos algunos profetas los promulgaban cantando para
revestirlos de mayor solemnidad. Se nota en ellos la
forma característica de la poesía hebrea, la
coordinación sintáctica (“parallelismus membrorum”), el
ritmo, la división en estrofas. Sólo en Jeremías,
Ezequiel y Daniel se encuentran considerables trozos de
prosa, debido a los temas históricos que tratan. El
estilo poético no sólo ha proporcionado a los videntes
del Antiguo Testamento la facultad de expresarse en
imágenes rebosantes de esplendor y originalidad, sino
que también les ha merecido el lugar privilegiado que
disfrutan en la literatura mundial.
No es, pues, de extrañar que su interpretación tropiece
con oscuridades. Es un hecho histórico que los escribas
y doctores de la Sinagoga, a pesar de conocer de memoria
casi toda la Escritura, no supieron explicarse las
profecías mesiánicas, ni menos aplicarlas a Jesús. Otro
hecho, igualmente relatado por los evangelistas, es la
ceguedad de los mismos discípulos del Señor ante las
profecías. ¡Cuántas veces Jesús tuvo que explicárselas!
Lo vemos aún en los discípulos de Emaús, a los cuales
dice Él, ya resucitado: “¡Oh necios y tardos de corazón
para creer todo lo que anunciaron los profetas!” (Lucas
24, 25). “Y empezando por Moisés, y discurriendo por
todos los profetas, Él les interpretaba en todas las
Escrituras los lugares que hablaban de Él” (Lucas 24,
21). Y aquí el Evangelista nos agrega que esta lección
de exégesis fue tan íntima y ardorosa, que los
discípulos sentían abrasarse sus corazones (Lucas 24,
32).
Las oscuridades, propias de las profecías, se aumentan
por el gran número de alusiones a personas, lugares,
acontecimientos, usos y costumbres desconocidos, y
también por la falta de precisión de los tiempos en que
han de cumplirse los vaticinios, que Dios quiso dejar en
el arcano hasta el tiempo conveniente (véase Jeremías
30, 24; Isaías 60, 22; Daniel 12, 4).
En lo tocante a las alusiones, el exégeta dispone hoy
día, como observa la nueva Encíclica bíblica “Divino
Afflante Spiritu”, de un conjunto muy vasto de
conocimientos recién adquiridos por las investigaciones
y excavaciones, respecto del antiguo mundo oriental, de
manera que para nosotros no es ya tan difícil comprender
el modo de pensar o de expresarse que tenían los
profetas de Israel.
Con todo, las profecías están envueltas en el misterio,
salvo las que ya se han cumplido; y aun en éstas hay que
advertir que a veces abarcan dos o más sentidos. Así,
por ejemplo, el vaticinio de Jesucristo en Mateo 24,
tiene, dos modos de cumplirse, siendo el primero (la
destrucción de Jerusalén) la figura del segundo (el fin
del siglo). Muchas profecías resultan puros enigmas, si
el expositor no se atiene a esta regla hermenéutica que
le permite ver en el cumplimiento de una profecía la
figura de un suceso futuro.
Sería, como decíamos más arriba, erróneo, considerar a
los profetas sólo como portadores de predicciones
referentes a lo por venir; fueron en primer lugar
misioneros de su propio pueblo. Si Israel guardó su
religión y fe y se mantuvo firme en medio de un mundo
idólatra, no fue el mérito de la sinagoga oficial, sino
de los profetas, que a pesar de las persecuciones que
padecieron no desistieron de ser predicadores del
Altísimo.
Nosotros que gozamos de la luz del Evangelio,
“edificados en Cristo sobre el fundamento de los,
Apóstoles y los Profetas” (Efesios 2, 20), no hemos de
menospreciar a los voceros de Dios en el Antiguo
Testamento, ya que muchas profecías han de cumplirse
aún, y sobre todo porque San Pablo nos dice
expresamente: “No queráis despreciar las profecías” (I
Tesalonicenses 5, 20). En la primera Carta a los
Corintios, da a la profecía un lugar privilegiado,
diciendo: “Codiciad los dones espirituales, mayormente
el de la profecía” (1 Corintios 14, 1); pues “el que
hace oficio de profeta, habla con los hombres para
edificarlos y para consolarlos” (1 Corintios 14, 3).
Abreviaturas del Antiguo Testamento
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