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Introducción
El nombre de este libro: “El Eclesiástico”, es debido al
constante uso que de él se hacía en la Iglesia,
especialmente en la instrucción del pueblo y de los
catecúmenos que iban a ser bautizados. Basta este nombre
para mostrarnos el aprecio que la Iglesia tenía de su
utilidad como arsenal de doctrina y de piedad; y para
darnos idea de lo familiarizados que estaban los fieles
en los tiempos de fe, con el conocimiento de este divino
tesoro de sabiduría. El nombre de “Libro de Jesús, hijo
de Sirac”, o “Sabiduría de Sirac”, le viene de su autor
Jesús (Josué), descendiente de un cierto Sirac (50, 29)
que vivía en Palestina al comienzo del siglo II a. C.
El libro fue escrito por los años 200-170 a. C.
El autor se sirvió de la lengua hebrea, de la cual el
libro fue traducido al griego, en Egipto, por su nieto,
que llevaba el mismo nombre que el abuelo. La traducción
se emprendió en el año 38 del rey Ptolomeo Evergetes II,
es decir, en 132 a. C.
San Jerónimo conocía todavía el texto hebreo, pero poco
después éste se perdió. Recién en nuestros días, en
1896-1900, fue hallado en una sinagoga de El Cairo un
manuscrito que contiene más de la mitad del texto
hebreo. Ello muestra, por otra parte, que este Libro
deuterocanónico, aunque no forma parte del canon judío,
fue tenido siempre en grande estima por Israel, cuyos
maestros lo citan hasta hoy como fuente de suma
autoridad. Las diferencias textuales de las versiones
antiguas son muy numerosas y hemos procurado señalarlas
brevemente en lo posible.
El objeto del Eclesiástico es enseñar la sabiduría, es
decir, las reglas para hallar la felicidad en la vida de
amistad con Dios. De ahí que se le ha llamado “tratado
de ética a lo divino”, es decir, expuesto no en forma
sistemática sino con esa pedagogía sobrenatural que San
Pablo llama “mostrar el espíritu y la virtud” de Dios (I
Corintios 2, 4), siendo de notar que la palabra “moral”
(del latín mores: costumbres), tan usada posteriormente,
no figura en la Sagrada Escritura. Para ilustrar su
doctrina, recorre finalmente el autor en los capítulos
44-50 la historia del pueblo escogido, presentándonos
con elogio los varones sabios y justos desde Abrahán
hasta Simón, hijo de Onías. Termina con una oración y
una maravillosa exhortación para que todos aprendan y
aprovechen de la sabiduría que a todos se brinda
gratuitamente para saciar la sed del corazón.
El libro no está compuesto según un plan lógico, por lo
cual su división no puede hacerse rigurosamente. Ello no
obstante, señalamos aproximativamente como útil
orientación para el lector, las diez secciones que
propone Peten:
I) 1, 1-4, 11: Elogio de la Sabiduría; deberes para con
Dios, para con los padres, para con el prójimo, para con
los pobres y oprimidos.
II) 4, 12-6, 17: Ventajas de la sabiduría; prudencia y
sinceridad en el obrar. La amistad.
III) 6, 18-14, 21: Ventajas de la sabiduría. Contra la
ambición. Reglas de conducta acerca de varias categorías
de hombres. Confianza en Dios. Hombres de los que hay
que desconfiar. Contra la avaricia.
IV) 14, 22-16, 23: Frutos de la sabiduría. El pecado y
su castigo.
V) 16, 24-23, 38: Himno al Creador. Templanza en el
hablar y disciplina de la lengua. Diferencia entre el
necio y el sabio.
VI) 24, 1-33, 19: Himno a la Sabiduría. Las mujeres.
Honestidad en los negocios. Educación de los hijos.
Salud y templanza. El temor de Dios.
VII) 33, 20-36, 19: Los esclavos. La superstición. Culto
falso y verdadero. Oración por la salvación de Israel.
VIII) 36, 20-39, 15: Elección de los mejores. Templanza.
Relaciones con el médico. Culto de los muertos. Estudio
de la Sabiduría.
IX) 39, 16-43, 37: Loa de la Divina Providencia. La vida
humana, sus penas y alegrías. Castigos de los impíos.
Verdadera y falsa vergüenza. Himno a Dios Creador.
X) 44, 1-50, 23: Elogio de los Padres.
Sigue un apéndice que comprende dos partes: a) la
oración de gratitud del autor (51, 1-17); b) un poema
alfabético de invitación a la busca de la sabiduría (51,
18-38).
No hay palabras con qué expresar el bien que pueden
hacernos, para la prosperidad de nuestra vida, estas
enseñanzas cuya inspirada omnisciencia prevé todos los
casos y resuelve todas las dificultades que nos puedan
ocurrir.
Junto a estos libros sapienciales, palidece y aparece
superficial y a menudo vacía y falsa toda la psicología
de los moralistas clásicos, griegos y romanos. Con
respecto a las características propias de cada uno de
estos santos Libros, conviene ver las Introducciones a
los Proverbios, al Eclesiastés y a la Sabiduría. En el
presente Libro se nos dan gratuitamente consejos que
pagaríamos a peso de oro si vinieran de un maestro
famoso.
El Sabio va escrutando, como en un laboratorio, todos
los problemas de la vida humana, y ofreciéndonos su
solución. ¿Puede haber favor más grande? Porque no se
trata de esas soluciones de la pura razón, o de la
ciencia positiva que cada época y cada autor han ido
proponiendo, o imponiendo orgullosamente, como
definitivas conquistas de la filosofía... hasta que
llegaba otro que las destruyese y las negase para
proclamar las suyas, tan relativas o deleznables como
aquéllas.
No; el laboratorio del moralista que aquí nos alecciona,
está iluminado por un foco nuevo. Los pensadores de hoy
lo llamarían intuición. Para los felices creyentes
(Lucas 1, 45) hay un nombre más claro, un nombre divino:
el Espíritu Santo, que habló por los profetas, “qui
locutus est per Prophetas”.
La intuición, que ahora se propone como una fuga ante el
fracaso del racionalismo, ¿qué es, que puede ser, sino
un modo disimulado de admitir que Dios obra en nosotros,
por encima de nosotros y sin necesidad de nosotros, así
como no nos necesitó para crearnos. ¿O acaso esa
intuición —reconocida superior al raciocinio porque éste
muchas veces es falaz y deformado por las pasiones— no
sería sino un instinto puramente humano y biológico? En
tal caso, habremos de reconocer a los animales como los
modelos del hombre en sabiduría… (y a fe que bien
podrían ser nuestros maestros en cuanto se refiere a la
ordenación de sus apetitos, que en el hombre están en
rebeldía). Si nuestro ideal en cuanto a espíritu se
contenta con tal instinto de intuición es que los
“post-cristianos” de hoy están muy por debajo de la
intuición del pagano Sócrates que al menos reconocía en
su interior el soplo de un “demonio”, en griego:
espíritu, como agente de sus inspiraciones.
En vano David nos lo advertía hace tres mil años,
hablando por su boca el mismo Dios: “Yo te daré la
inteligencia. Yo te enseñaré el camino que debes
seguir... no queráis haceros semejantes al caballo y al
mulo, los cuales no tienen entendimiento” (Salmo 31, 8
s.). En vano, decimos, porque los hombres no aceptaron
ese magisterio de nuestro Creador, y prefirieron el de
las bestias, como lo expresa también otro Salmo de los
hijos de Coré, diciendo: “El hombre, constituido en
honor, no lo entendió. Se ha igualado a los insensatos
jumentos y se ha hecho como uno de ellos” (Salmos 48, 13
y 21).
Estas reflexiones pueden servirnos como claroscuro para
apreciar mejor, frente a nuestra triste indigencia
propia, el tesoro de verdad, de enseñanzas, de
soluciones infalibles, que la bondad de Nuestro Padre
Dios pone en nuestras manos con este Libro, tan poco
leído y meditado en los tiempos modernos. Agreguemos que
esta sabiduría práctica del Eclesiástico, no es como un
tónico o néctar de excepción, reservado sólo para los
que aspiran a lo exquisito. Es un alimento cotidiano, al
que hemos de recurrir sistemáticamente los que vivimos
“en este siglo malo” (Gálatas 1, 4), los que creemos que
San Juan no miente al decir que “el mundo todo está
poseído del maligno” (1 Juan 5, 19). Jesús confirma esto
en forma tremendamente absoluta, diciendo que a ese
Espíritu Santo, que “enseña toda verdad” (Juan 16, 13)
porque es “el Espíritu de la Verdad” (ibíd. 14, 17), “el
mundo no lo puede recibir porque no lo ve, ni lo conoce”
(ibíd.).
Siendo el Eclesiástico uno de los libros
deuterocanónicos, nos hemos servido del texto
(corregido) de nuestra edición de la Vulgata, añadiendo
en las notas las variantes más importantes del griego y
hebreo.
Prólogo
del traductor griego*
Muchas y grandes cosas se nos han enseñado en la Ley, y
por medio de los Profetas, y de otros que vinieron
después de ellos; de donde con razón merecen ser
alabados los israelitas por su erudición y doctrina;
puesto que no solamente los mismos que escribieron estos
discursos hubieron de ser muy instruidos, sino que
también los extranjeros pueden, asimismo, llegar a ser
muy hábiles, tanto para hablar como para escribir. De
aquí es que mi abuelo Jesús, después de haberse aplicado
con el mayor empeño a la lectura de la Ley y de los
Profetas, y de otros Libros que nos dejaron nuestros
padres, quiso él también escribir algo de estas cosas
tocantes a la doctrina y a la sabiduría, a fin de que
los deseosos de aprender, bien instruidos en ellas,
atiendan más y más a su deber, y se mantengan firmes en
vivir conforme a la Ley.
Os exhorto, pues, a que acudáis con benevolencia, y con
el más atento estudio, a emprender esta lectura, y que
nos perdonéis si algunas veces os pareciere que al
copiar este retrato de la sabiduría, flaqueamos en la
composición de las palabras; porque las palabras hebreas
pierden mucho de su fuerza trasladadas a otra lengua. Ni
es sólo este libro, sino que la misma Ley y los
Profetas, y el contexto de los demás Libros son no poco
diferentes de cuando se anuncian en su lengua original.
Después que yo llegué a Egipto en el año treinta y ocho
del reinado del rey Ptolomeo Evergetes, habiéndome
detenido allí mucho tiempo, encontré los libros que se
habían dejado, de no poca ni despreciable doctrina. Por
lo cual juzgué útil y necesario emplear mi diligencia y
trabajo en traducir este libro, y así en todo aquel
espacio de tiempo, empleé muchas vigilias y no pequeño
estudio en concluir y dar a luz este libro, para
utilidad de aquellos que desean aplicarse, y aprender de
qué manera deben arreglar sus costumbres los que se han
propuesto vivir según la Ley del Señor.
*
* El prólogo no forma parte del libro inspirado,
sino que fue compuesto y añadido por el
traductor. Es de notar la observación de éste
sobre lo difícil que es traducir con exactitud
los libros santos. De ahí la gran conveniencia
de recurrir a los textos originales, según lo
señala Pío XII en la magistral Encíclica “Divino
Afflante Spiritu” del 30 de setiembre de 1944.
El rey Ptolomeo Evergetes es el segundo de este
nombre que reinó de 145 a 117 a. C. (con su
padre ya desde 170).
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