HECHOS DE LOS APÓSTOLES |
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LOS HECHOS DE LOS APÓSTOLES
El libro de los Hechos no
pretende narrar lo que hizo cada uno de los apóstoles, sino
que toma, como lo hicieron los evangelistas, los hechos
principales que el Espíritu Santo ha sugerido al autor para
alimento de nuestra fe (cf. Lc. 1, 4; Jn. 20, 31). Dios nos
muestra aquí, con un interés histórico y dramático
incomparable, lo que fue la vida y el apostolado de la
Iglesia en los primeros decenios (años 30-63 del nacimiento
de Cristo), y el papel que en ellos desempeñaron los
Príncipes de los Apóstoles,
San Pedro
(cap. 1-12) y San
Pablo (cap. 13-28). La
parte más extensa se dedica, pues, a los viajes, trabajos y
triunfos de este Apóstol de los gentiles, hasta su primer
cautiverio en Roma. Con esto se detiene el autor casi
inopinadamente, dando la impresión de que pensaba escribir
más adelante otro tratado.
No hay duda de que ese
autor es la misma persona que
escribió el tercer Evangelio. Terminado este, San Lucas
retoma el hilo de la narración y compone el libro de los
Hechos (véase 1, 1), que dedica al mismo Teófilo (Lc. 1, 1
ss.). Los santos Padres, principalmente S. Policarpo, S.
Clemente Romano, S. Ignacio Mártir, S. Ireneo, S. Justino,
etc., como también la crítica moderna, atestiguan y
reconocen unánimemente que se trata de una obra de Lucas,
nativo sirio antioqueno, médico, compañero y colaborador de
S. Pablo, con quien se presenta él mismo en muchos pasajes
de su relato (16, 10-17; 20, 5-15; 21, 1-18; 27, 1- 28, 16).
Escribió, en griego, el idioma corriente entonces, de cuyo
original procede la presente versión; pero su lenguaje
contiene también aramaísmos que denuncian la nacionalidad
del autor.
La composición data de
Roma hacia el año 63, poco antes
del fin de la primera prisión romana de S. Pablo, es decir,
cinco años antes de su muerte y también antes de la terrible
destrucción de Jerusalén (70 d. C.), o sea, cuando la vida y
el culto de Israel continuaban normalmente.
El objeto de S. Lucas en este
escrito es, como en su Evangelio (Lc. 1, 4), confirmarnos en
la fe y enseñar la universalidad de la salud traída por
Cristo, la cual se manifiesta primero entre los judíos de
Jerusalén, después de Palestina y por fin entre los
gentiles.
El cristiano de hoy, a
menudo ignorante en esta materia, comprende así mucho mejor,
gracias a este Libro, el verdadero carácter de la Iglesia y
su íntima vinculación con el Antiguo Testamento y con el
pueblo escogido de Israel, al ver que, como observa Fillion,
antes de llegar a Roma con los apóstoles, la Iglesia tuvo su
primer estadio en Jerusalén, donde había nacido (1, 1-8, 3);
en su segundo estadio se extendió de Jerusalén a Judea y
Samaria (8, 4-11, 18); tuvo un tercer estadio en Oriente con
sede en Antioquía de Siria (11, 19-13, 35), y finalmente se
estableció en el mundo pagano y en su capital Roma (13,
1-28, 31), cumpliéndose así las palabras de Jesús a los
apóstoles, cuando éstos reunidos lo interrogaron creyendo
que iba a restituir inmediatamente el reino a Israel: “No os
corresponde a vosotros saber los tiempos ni momentos que ha
fijado el Padre con su potestad. Pero cuando descienda sobre
vosotros el Espíritu Santo recibiréis virtud y me seréis
testigos en Jerusalén y en toda la Judea y Samaria y hasta
los extremos de la tierra” (1, 7 s.). Este testimonio del
Espíritu Santo y de los apóstoles lo había anunciado Jesús
(Jn. 15, 26 s.) y lo ratifica S. Pedro (1, 22; 2, 32; 5, 32,
etc.).
El admirable Libro, cuya
perfecta unidad reconoce aún la crítica más adversa, podría
llamarse también de los “Hechos de Cristo Resucitado”. “Sin
él, fuera de algunos rasgos esparcidos en las Epístolas de
S. Pablo, en las Epístolas Católicas y en los raros
fragmentos que nos restan de los primeros escritores
eclesiásticos, no conoceríamos nada del origen de la
Iglesia” (Fillion).
S. Jerónimo resume, en la
carta al presbítero Paulino, su juicio sobre este divino
Libro en las siguientes palabras: “El Libro de los Hechos de
los Apóstoles parece contar una sencilla historia, y tejer
la infancia de la Iglesia naciente. Mas, sabiendo que su
autor es Lucas, el médico, “cuya alabanza está en el
Evangelio” (2 Co. 8, 18), echaremos de ver que todas sus
palabras son, a la vez que historia, medicina para el alma
enferma”.
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