Isaías |
|
No todos los profetas nos han dejado sus visiones en
forma de escritos. De Elías y Elíseo, por ejemplo,
sólo sabemos lo que nos narran los libros históricos
del Antiguo Testamento, principalmente los libros de
los Reyes.
Entre los vates cuyos escritos poseemos es sin duda
el mayor Isaías, hijo de Amos, de la tierra de Judá,
quien fue llamado al duro cargo de profeta en el año
738 a. C, y cuya muerte ocurrió probablemente bajo
el rey Manasés (693-639). Según una antigua
tradición judía, murió aserrado por la mitad a manos
de los verdugos de este impío rey. En 442 d. C. sus
restos fueron transportados a Constantinopla. La
Iglesia celebra su memoria el 6 de julio.
Isaías es el primero de los profetas del Antiguo
Testamento, desde luego por lo acabado de su
lenguaje, que representa el siglo de oro de la
literatura hebrea, mas sobre todo por la importancia
de los vaticinios que se refieren al pueblo de
Israel, los pueblos paganos y los tiempos mesiánicos
y escatológicos. Ningún otro profeta vio con tanta
claridad al futuro Redentor, y nadie, como él,
recibió tantas ilustraciones acerca de la salud
mesiánica, de manera que San Jerónimo no vacila, en
llamarlo “el Evangelista entre los profetas”.
Se distinguen en el libro de Isaías un Prólogo
(capítulo 1) y dos partes principales. La primera
(capítulos 2-35) es una colección de profecías,
exhortaciones y amonestaciones, que tienen como
punto de partida el peligro asirio, y contiene
vaticinios sobre Judá e Israel (2, 1 - 12, 6),
oráculos contra las naciones paganas (13, 1 - 23,
18); profecías escatológicas (24, 1 - 27, 13);
amenazas contra la falsa seguridad (28, 1-33, 24), y
la promesa de la salvación de Israel (34, 1 - 35,
10). Entre las profecías descuellan las consignadas
en los capítulos 7-12. Fueron pronunciadas en tiempo
de Acaz y tienen por tema la Encarnación del Hijo de
Dios, por lo cual son también llamadas “El Libro de
Emmanuel”.
Entre la primera y segunda parte media un trozo de
cuatro capítulos (36-39) que forma algo así como un
bosquejo histórico.
El capítulo 40 da comienzo a la parte segunda del
Libro (capítulos 40-66), que trae veintisiete
discursos cuyo fin inmediato es consolar con las
promesas divinas a los que iban a ser desterrados a
Babilonia, como expresa el Eclesiástico (48, 27 s.).
Fuera de eso, su objeto principal es anunciar el
misterio de la Redención y de la salud mesiánica, a
la cual precede la Pasión del “Siervo de Dios”, que
se describe proféticamente con la más sorprendente
claridad.
No es de extrañar que la crítica racionalista haya
atacado la autenticidad de esta segunda parte,
atribuyéndola a otro autor posterior al cautiverio
babilónico. Contra tal teoría que se apoya casi
exclusivamente en criterios internos y lingüísticos,
se levanta no sólo la tradición judía, cuyo primer
testigo es Jesús, hijo de Sirac (Eclesiastés 48, 25
ss.), sino también toda la tradición cristiana.
Para la interpretación de Isaías hay que tener
presente lo dicho en la Introducción general.
|