Primera Epístola de Juan |
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CARTAS DE SAN JUAN
Nota introductoria
Las tres Cartas que llevan
el nombre de San Juan –una más general, importantísima, y
las otras muy breves– han sido escritas por el mismo autor
del cuarto Evangelio (véase su nota introductoria). Éste es,
dice el Oficio de San Juan, aquel discípulo que Jesús amaba
(Jn. 21, 7) y al que fueron revelados los secretos del
cielo; aquel que se reclinó en la Cena sobre el pecho del
Señor (Jn. 21, 20) y que allí bebió, en la fuente del
sagrado Pecho, raudales de sabiduría que encerró en su
Evangelio.
La primera Epístola carece
de encabezamiento, lo que dio lugar a que algunos dudasen de
su autenticidad. Mas, a pesar de faltar el nombre del autor,
existe una unánime y constante tradición en el sentido de
que esta Carta incomparablemente sublime ha de atribuirse,
como las dos que le siguen y el Apocalipsis, al Apóstol San
Juan, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, y así
lo confirmó el Concilio Tridentino al señalar el canon de
las Sagradas Escrituras. La falta de título al comienzo y de
saludo al final se explicaría, según la opinión común, por
su íntima relación con el cuarto Evangelio, al cual sirve de
introducción (cf. 1, 3), y también de corolario, pues se ha
dicho con razón que si el Evangelio de San Juan nos hace
franquear los umbrales de la casa del Padre, esta Epístola
íntimamente familiar hace que nos sintamos allí como
“hijitos” en la propia casa.
Según lo dicho se calcula
que data de fines del primer siglo y se la considera
dirigida, como el Apocalipsis, a las iglesias del Asia
proconsular –y no sólo a aquellas siete del Apocalipsis (cf.
1, 4 y nota)– de las cuales, aunque no eran fundadas por él
se habría hecho cargo el Apóstol después de su destierro en
Patmos, donde escribiera su gran visión profética. El motivo
de esta Carta fue adoctrinar a los fieles en los secretos de
la vida espiritual para prevenirlos principalmente contra el
pregnosticismo y los avances de los nicolaítas que
contaminaban la viña de Cristo. Y así la ocasión de
escribirla fue probablemente la que el mismo autor señala en
2, 18 s., como sucedió también con la de Judas (Judas 3 s.).
Veríamos así a Juan, aunque
“Apóstol de la circuncisión” (Ga. 2, 9), instalado en Éfeso
y aleccionando –treinta años después del Apóstol de los
gentiles y casi otro tanto después de la destrucción de
Jerusalén– no sólo a los cristianos de origen israelita sino
también a aquellos mismos gentiles a quienes San Pablo había
escrito las más altas Epístolas de su cautividad en Roma.
Pablo señalaba la posición doctrinal de hijos del Padre.
Juan les muestra la íntima vida espiritual como tales.
No se nota en la Epístola
división marcada; pero sí, como en el Evangelio de San Juan,
las grandes ideas directrices: “luz, vida y amor”,
presentadas una y otra vez bajo los más nuevos y ricos
aspectos, constituyendo sin duda el documento más alto de
espiritualidad sobrenatural que ha sido dado a los hombres.
Insiste sobre la divinidad de Jesucristo como Hijo del Padre
y sobre la realidad de la Redención y de la Parusía, atacada
por los herejes. Previene además contra esos “anticristos” e
inculca de una manera singular la distinción entre las
divinas Personas, la filiación divina del creyente, la vida
de fe y confianza fundada en el amor con que Dios nos ama, y
la caridad fraterna como inseparable del amor de Dios.
En las otras dos Epístolas
San Juan se llama a sí mismo “el anciano” (en griego
presbítero), título que se da también San Pedro haciéndolo
extensivo a los jefes de las comunidades cristianas (1 Pe.
5, 1) y que se daba sin duda a los apóstoles, según lo hace
presumir la declaración de Papías, obispo de Hierápolis, al
referir cómo él se había informado de lo que habían dicho
“los ancianos Andrés, Pedro, Felipe, Tomás, Juan”. El padre
Bonsirven, que trae estos datos, nos dice también que las
dudas sobre la autenticidad de estas dos Cartas de San Juan
“comenzaron a suscitarse a fines del siglo II cuando
diversos autores se pusieron a condenar el milenarismo;
descubriendo milenarismo en el Apocalipsis, se resistían a
atribuirlo al Apóstol Juan y lo declararon, en consecuencia,
obra de ese presbítero Juan de que habla Papías, y así, por
contragolpe, el presbítero Juan fue puesto por varios en
posesión de las dos pequeñas Epístolas”. Pirot anota
asimismo que “para poder negar al Apocalipsis la
autenticidad joanea, Dionisio de Alejandría la niega también
a nuestras dos pequeñas cartas”. La Epístola segunda va
dirigida “a la señora Electa y a sus hijos”, es decir, según
lo entienden los citados y otros comentadores modernos, a
una comunidad o Iglesia y no a una dama (cf. II Jn. 1, 13 y
notas), a las cuales, por lo demás, en el lenguaje cristiano
no se solía llamarlas señoras (Ef. 5, 22 ss.; cf. Jn. 2, 4;
19, 26).
La tercera Carta es más de
carácter personal, pero en ambas nos muestra el santo
apóstol, como en la primera, tanto la importancia y valor
del amor fraterno –que constituían, según una conocida
tradición, el tema permanente de sus exhortaciones hasta su
más avanzada ancianidad– cuanto la necesidad de atenerse a
las primitivas enseñanzas para defenderse contra todos los
que querían ir “más allá” de las Palabras de Jesucristo (2
Jn. 9), ya sea añadiéndoles o quitándoles algo (Ap. 22, 18),
ya queriendo obsequiar a Dios de otro modo que como Él había
enseñado (cf. Sb. 9, 10; Is. 1, 11 ss.), ya abusando del
cargo pastoral en provecho propio como Diótrefes (3 Jn. 9).
Pirot hace notar que “el Apocalipsis denunciaba la presencia
en Pérgamo de nicolaítas contra los cuales la resistencia
era peligrosamente insuficiente (Ap. 2, 14-16)” por lo cual,
dado que las Constituciones Apostólicas mencionan a Gayo el
destinatario de esta Carta, al frente de dicha iglesia (como
a Demetrio en la de Filadelfia), sería procedente suponer
que aquélla fuese la iglesia confiada a Diótrefes y que éste
hubiese sido reemplazado poco más tarde por aquel fiel amigo
de Juan.
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