1 JUAN 2 |
1 | 2 | 3 | 4 | 5 |
Tenemos por abogado a
Jesucristo.
1
Hijitos míos,
esto os escribo para que no cometáis pecado. Mas si alguno
hubiere pecado, abogado tenemos ante el Padre: a Jesucristo
el Justo*.
2
Él mismo es la
propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los
nuestros, sino también por los de todo el mundo.
El que conoce, ama.
3
Y en esto
sabemos si le conocemos: si guardamos sus mandamientos.
4 Quien dice que le ha conocido y no
guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no
está en él*;
5
mas quienquiera guarda su palabra, verdaderamente el
amor de Dios es en él perfecto. En esto conocemos que
estamos en Él.
6 Quien dice que permanece en Él
debe andar de la misma manera que Él anduvo*.
7
Amados, no os
escribo un mandamiento nuevo, sino un mandamiento antiguo
que teníais desde el principio. Este mandamiento antiguo es
la palabra que habéis oído*.
8
Por otra parte
lo que os escribo es también un mandamiento nuevo, que se ha
verificado en Él mismo y en vosotros; porque las tinieblas
van pasando, y ya luce la luz verdadera.
9
Quien dice que
está en la luz, y odia a su hermano, sigue hasta ahora en
tinieblas,
10 El que ama a su hermano, permanece
en la luz, y no hay en él tropiezo*.
11
Pero el que
odia a su hermano, está en las tinieblas, y camina en
tinieblas, y no sabe adónde va, por cuanto las tinieblas le
han cegado los ojos.
El amor del mundo.
12
Os escribo,
hijitos, que vuestros pecados os han sido perdonados por su
nombre*.
13
A vosotros, padres, os escribo que habéis conocido a
Aquel que es desde el principio. A vosotros, jóvenes, os
escribo que habéis vencido al maligno.
14
A vosotros,
niños, os escribo que habéis conocido al Padre. A vosotros,
padres, os escribo que habéis conocido a Aquel que es desde
el principio. A vosotros, jóvenes, os escribo que, morando
en vosotros la Palabra de Dios, sois fuertes y habéis
vencido al Maligno.
15
No améis al
mundo ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al
mundo, el amor del Padre no está en él*.
16 Porque todo lo que hay en el
mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de
los ojos y la soberbia de la vida, no es del Padre sino del
mundo*.
17
Y el mundo, con
su concupiscencia, pasa*,
mas el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.
El Anticristo.
18
Hijitos, es la
hora final y, según habéis oído que viene el Anticristo, así
ahora muchos se han hecho anticristos, por donde conocemos
que es la última hora*.
19
De entre nosotros han salido, mas no eran de los
nuestros, pues si de los nuestros fueran, habrían
permanecido con nosotros. Pero es para que se vea claro que
no todos son de los nuestros.
20 Mas vosotros tenéis la unción del
Santo y sabéis todo*.
21 No os escribo porque ignoréis la
verdad, sino porque la conocéis y porque de la verdad no
procede ninguna mentira*.
22
¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es
el Cristo? Ese es el Anticristo que niega al Padre y al
Hijo.
23 Quienquiera niega al Hijo tampoco
tiene al Padre; quien confiesa al Hijo tiene también al
Padre*.
Permaneced firmes en la
doctrina.
24
Lo que habéis oído desde el principio permanezca en
vosotros. Si en vosotros permanece lo que oísteis desde el
principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el
Padre*.
25
Y ésta es la
promesa que Él nos ha hecho: la vida eterna.
26
Esto os escribo respecto de los que quieren
extraviaros*.
27 En vosotros, empero, permanece la
unción que de Él habéis recibido, y no tenéis necesidad de
que nadie os enseñe. Mas como su unción os enseña todo, y es
verdad y no mentira, permaneced en Él, como ella os ha
instruido*.
28 Ahora, pues, hijitos, permaneced
en Él, para que cuando se manifestare tengamos confianza y
no seamos avergonzados delante de Él en su Parusía.
29
Si sabéis que
Él es justo, reconoced también que de Él ha nacido todo
aquel que obra justicia.
1. Obsérvese cómo la
Palabra de Dios preserva del pecado. Ya lo había
dicho el Espíritu Santo por la pluma del Salmista:
“Dentro de mi corazón deposito tus palabras para no
pecar contra Ti” (Sal. 118, 11). Jesús ha quedado
constituido Mediador entre el Padre y los hombres (1
Tm. 2, 5), único que puede salvar a los que se
acercan a Dios (Hch. 4, 12; Hb. 6, 20; 7, 25).
4. Sobre esta
admirable doctrina de la sabiduría que santifica por
el conocimiento espiritual de Dios, véase 3, 6; 4, 4
y 7-9; Jn.
17, 3 y 7; Tt. 1, 16; Sb. 7, 25, etc.
6. Obligación de
imitar a Jesucristo,
viva imagen del Padre. El pronombre Él con que se
designa antes al Padre lo emplea el Apóstol sin
transición alguna para designar al Hijo.
7. “Este mandamiento
de la
caridad
lo llamó
nuevo el divino Legislador, no porque hasta entonces no hubiese ley
alguna, divina o natural, que prescribiese el amor
entre los hombres, sino porque el modo de amarse
entre los cristianos era nuevo y hasta entonces
nunca oído. Porque la caridad con que Jesucristo es
amado de su Padre, y con la que Él ama a los
hombres, ésa consiguió Él para sus discípulos y
seguidores, a
fin de que sean en Él un corazón y una sola
alma, al modo que Él y el Padre son una sola cosa
por naturaleza” (León XIII, Encíclica “Sapientiae
Christianae”).
10.
No hay en él
tropiezo,
pues con ello cumple toda la Ley, según lo enseña
San Pablo en Rm. 13, 10. Cf. 3, 10 y 14.
12. La expresión
afectuosa
hijitos,
que aparece varias
veces en el curso de la Epístola, indica la
colectividad entera de los cristianos. Juan los
llama así porque él es su
pastor y padre espiritual, y porque es la voluntad
del Señor que todos los creyentes en Él nos volvamos
párvulos (Mt. 18, 3).
15. S. Juan
desenvuelve aquí, con toda su grave trascendencia,
la terminante enseñanza de Jesús (Mt. 6, 24 y nota; cf. St. 4, 4).
Sorprende que la Escritura sea siempre más severa
con el mundo que con el pecador: es porque éste no
presume ser bueno, mientras que aquél sí reclama una
patente de honorabilidad, pues, con la habilidad
consumada de su jefe (Jn. 14, 30), reviste el mal
con apariencia de bien (2 Tm. 3, 5). Y aunque carece
de todo espíritu sobrenatural (Jn. 14, 17; 1 Co. 2,
14), finge tenerlo (Mt. 15, 8) cultivando la gnosis
(cf. 2 Jn. 9; 3 Jn. 11 y notas; Col. 2, 8) y la
prudencia de la carne, que es muerte (Rm. 8, 6).
Refiriéndose al v. 16 decía un predicador: “No os
llamo pecadores, os llamo mundanos que es mucho
peor, porque a todas las concupiscencias el mundo
junta, como dice S. Juan, la soberbia que, lejos de
toda contrición, está satisfecha de sí misma y aun
cree merecer el elogio, que os prodigan otros tan
mundanos como vosotros”.
16.
La concupiscencia de
la carne
es la de los sentidos, que es enemiga del espíritu
(Ga. 5, 16-25; 1 Co. 2, 14);
la
concupiscencia de los ojos: es decir, el lujo
insaciable y la avaricia que es idolatría (Ef. 5, 5;
Col. 3, 5), pues ponemos en las cosas el corazón,
que pertenece a Dios (St. 4, 4);
la soberbia de
la vida, o sea, amor de los honores aquí abajo.
Esta es la más perversa porque justifica las otras y
ambiciona la gloria, usurpando lo que sólo a Dios
corresponde (Jn. 5, 44; Sal. 148, 13 y nota).
17.
Pasa:
véase 1 Co. 7, 31 y
nota.
18.
La última hora
es todo el
período de la dispensación
actual hasta la venida de Cristo (1 Pe. 4, 7; 1 Co.
10, 11). Para los apóstoles y los primeros
cristianos comienza este tiempo o “siglo” con
la Ascensión de Cristo y dura hasta “la consumación
del siglo” (Mt. 28, 20; Ga. 1, 4), o sea, hasta su
retorno para el juicio.
El Anticristo
(cf. 4, 3; 2 Jn. 7; St. 5, 3; Judas 18). Como S.
Pablo (2 Ts. 2, 3), así también Juan habla del
anunciado fenómeno diabólico en que el odio a Cristo
y la falsificación del Mismo por su imitación
aparente (2 Ts. 2, 9 s.)
tomará su forma corpórea quizá en un hombre, aunque
sea el exponente de todo un movimiento (Bonsirven,
Pirot, etc.). Sus precursores son los falsos
doctores y falsos cristianos, porque “de entre
nosotros” (v. 19) “han salido al mundo” (4, 1; 5,
16), pero no en forma visible sino espiritualmente,
mientras pretenden conservar la posición ortodoxa.
Es lo que S. Pablo llama “el misterio de la
iniquidad” que obra en este tiempo (2 Ts. 2, 6 y
nota) en que la cizaña está mezclada con el trigo
(Mt. 13). Véase 2 Tm. 3, 1; 2 Pe. 2, 1 ss.;
3, 3; Judas 4 s.; Ap. 2, 2 y nota. Tal es el “siglo
malo” en que vivimos (Ga. 1, 4) bajo la seducción de
Satanás, príncipe de este mundo (cf. Lc. 22, 31; Jn.
14, 30; 1 Pe. 5, 8; 2 Co. 2, 11; Ef. 6, 12, etc.),
esperando a nuestro Libertador Jesús. Cf. Lc. 18, 8;
2 Pe. cap. 3 y notas.
20.
Tenéis la unción:
“Aquí y en
el v. 27 esta palabra designa al Espíritu Santo que
los cristianos reciben del cielo para alumbrarlos y
dirigirlos. Cf. Hch. 4, 27 y 2 Co. 1, 21 donde el
mismo verbo
jrizein es usado en un sentido igual para Cristo
que para los cristianos. Sobre este Don divino del
Espíritu Santo, hecho por Dios
(del Santo)
a los fieles, véase también Jn. 16, 13; Rm. 8, 9
ss., etc. Y sabéis todo: La Vulgata ha seguido la mejor lección griega
(panta: todo
en vez de
pantes: todos vosotros). El Apóstol enuncia un
felicísimo efecto que produce la presencia del
Espíritu de Dios... ningún error puede seducirlos si
quieren ser fieles. Cf. Judas 5” (Fillion).
Bonsirven y Pirot prefieren la lección
sabéis todos,
considerando que S. Juan quiere oponerse aquí “a
las pretensiones aristocráticas de la gnosis” en
favor de los iniciados en la filosofía. Cf. Lc. 10,
21.
21.
De la verdad no
procede ninguna mentira:
esto es, no sólo
puedo hablaros abiertamente, como a quienes conocen
toda la verdad y no se escandalizan, sino que
tampoco podemos engañar ni engañarnos con disimulos
o mentiras los que estamos en la verdad. Cf. 1 Tm.
5, 20.
23. “El acto de la fe
cristiana implica, como cosa correlativa,
la filiación divina
(cf. 3, 1) y comporta
el amor a Dios, autor de esa generación espiritual.
S. Juan concibe también la fe como una fe viva,
animada por la caridad, y que entraña la vida de la
gracia” (Bonsirven). Cf. Ef. 1, 5 y nota.
24.
Desde el principio:
“Se ha de
mantener aquello que la Iglesia recibió de los
apóstoles y los apóstoles recibieron de Cristo”
(Tertuliano). Cf. v. 27; 1
Tm. 6, 20 y notas.
27.
No es ciertamente que ahora el hombre nazca sabiendo
(cf. Jr. 31, 34), sino que S. Juan se refiere a los
del v. 24, que han conocido la palabra de Dios tal
como la dieron los apóstoles y recibido la sabiduría
del Espíritu (v. 20 s.; cf. 5, 20 y nota). S.
Agustín lo explica diciendo: “He aquí, hermanos, el
gran misterio que debéis considerar: el sonido de
nuestras palabras golpea los oídos, pero el Maestro
está adentro. No penséis que un hombre pueda
aprender de otro hombre cosa alguna... ¿No es cierto
que todos vosotros escucháis este discurso? ¿Y
cuántos se retirarán sin haber aprendido nada?...
Es, pues, el Maestro interior el que instruye, es su
inspiración la que instruye”. Cf. Jn. 6, 44 ss.; 14,
26.
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