1 JUAN 4 |
1 | 2 | 3 | 4 | 5 |
Examinad los espíritus.
1
Carísimos, no creáis a todo espíritu,
sino poned a prueba los espíritus si son de Dios; porque
muchos falsos profetas han salido al mundo*.
2 Conoced el Espíritu de Dios en
esto: todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en
carne, es de Dios;
3
y todo espíritu
que no confiesa a Jesús, no es de Dios, sino que es el
espíritu del Anticristo. Habéis oído que viene ese espíritu,
y ahora está ya en el mundo*.
4
Vosotros, hijitos, sois de Dios, y los habéis
vencido, porque el que está en vosotros es mayor que el que
está en el mundo.
5 Ellos son del mundo; por eso
hablan según el mundo, y el mundo los escucha*.
6
Nosotros somos
de Dios. El que conoce a Dios nos escucha a nosotros; el que
no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el Espíritu
de la verdad y el espíritu del error*.
Amor por amor.
7
Carísimos,
amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el
que ama es nacido de Dios y conoce a Dios*.
8 El que no ama, no ha aprendido a
conocer a Dios, porque Dios es amor*.
9 Y el amor de Dios se ha
manifestado en nosotros en que Dios envió al mundo su Hijo
Unigénito, para que nosotros vivamos por Él*.
10 En esto está el amor: no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a
nosotros y envió su Hijo como propiciación por nuestros
pecados*.
11
Amados, si de
tal manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos
mutuamente*.
12
A Dios nadie lo ha visto jamás; mas si nos amamos
unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor llega en
nosotros a la perfección*.
13 En esto conocemos que permanecemos
en Él y Él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu.
14 Y nosotros vimos y testificamos
que el Padre envió al Hijo como Salvador del mundo.
15
Quienquiera confiesa que Jesús es el Hijo de Dios,
Dios permanece en él y él en Dios.
16
En cuanto a
nosotros, hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos
creído en ese amor. Dios es amor; y el que permanece en el
amor, en Dios permanece y Dios permanece en él*.
17
En esto es perfecto el amor en nosotros –de modo que
tengamos confianza segura en el día del juicio– porque tal
como es Él somos también nosotros en este mundo*.
18 En el amor no hay temor; al
contrario, el amor perfecto echa fuera el temor, pues el
temor supone castigo. El que teme no es perfecto en el amor*.
19
Nosotros amamos
porque Él nos amó primero*.
El amor al prójimo como fruto
del amor a Dios.
20
Si alguno dice: “Yo amo a Dios”, y odia a su hermano,
es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano a quien ve,
no puede amar a Dios, a quien nunca ha visto.
21
Y éste es el mandamiento que tenemos de Él: que quien
ama a Dios ame también a su hermano.
1 s. S. Pablo nos da
también esta sabia norma de libertad espiritual en 1
Ts. 5, 21; y más tarde, en 1 Co. 12, 2 ss., nos da
elementos para usarla. Véase
el ejemplo de los cristianos de Berea en Hch. 17,
11. Entre los pocos “Agrafa”, palabras del Señor no
escritas, que se dicen conservadas fuera del
Evangelio, hay una que traen muchos antiguos desde
Orígenes, repitiéndola como auténtica S. Crisóstomo
y S. Jerónimo y que dice: “Sed probados cambistas”,
o sea, sabed distinguir en materia espiritual la
moneda auténtica de la adulterada. El sentido sería
el mismo de este pasaje de S. Juan y de los citados
de S. Pablo, como también de la advertencia de Jesús
en Mt. 7, 15.
6. Preciosa regla
para
el discernimiento del
espíritu:
los discípulos del Anticristo no quieren oír las
palabras apostólicas. El que es de Dios escucha a
sus heraldos. Véase Jn.
18, 37.
7. “En el nombre de
Dios, que
es amor, y en el de Cristo, que nos ha enseñado a
vencer y a extinguir en el amor las devastadoras
llamas de los odios y de las venganzas, no se cansen
los corazones católicos de oponer a tantos males la
cruzada de la caridad; y en el amor, más fuerte que
la muerte, su devoción por la causa del bien
reivindique el verdadero nombre de cristiano” (Pío
XI).
8.
Dios es amor:
Hallamos aquí la
más alta definición de Dios. El Padre es el Amor
infinito, el Hijo es el Verbo Amor, la Palabra de
Amor del Padre (Jn. 17,
26), unidos Ambos por el divino Espíritu de Amor. El
Padre siendo el Amor es lo contrario al egoísmo, es
decir, algo que difícilmente imaginamos sin honda
meditación espiritual. Porque solemos imaginarlo
como el infinito omnipotente vuelto hacia Sí mismo,
contemplándose y amándose por no existir nada más
digno de ello que Él mismo. Pero olvidamos que el
Padre tiene un Hijo, eterno como Él, y que su amor
está puesto en Él, de modo que el amor infinito, que
es la sustancia del Padre, no se detiene en Sí
mismo, en su Persona, sino que sale hacia Jesús, y
en Él hacia nosotros.
10. Dios no nos amó
por méritos o atractivos nuestros, ni siquiera
porque nosotros nos hubiésemos arrepentido de
nuestros pecados, sino que Él se adelantó
a ofrecernos la gracia para que pudiéramos
arrepentirnos: “La causa meritoria de nuestra
justificación, declara el Concilio de Trento, es el
Hijo Unigénito de Dios, nuestro Señor Jesucristo, el
cual, cuando éramos enemigos, movido del excesivo
amor con que nos amó, por su santísima Pasión en el
leño de la Cruz nos mereció la justificación y
satisfizo por nosotros a Dios Padre” (Denz. 799).
Cf. Rm. 5, 10; 11, 35; Ef. 2, 4; Col. 2, 14.
11. He aquí el
supremo fundamento
para el amor fraterno. Véase v. 19; Jn. 15, 2 y su
sanción en Mt. 7, 2 y nota.
12 s. Es decir, que
la caridad para con el prójimo nos proporciona una
piedra de toque sobre el estado de nuestra amistad
con Dios (cf. v. 20). La explicación está en el v.
13: si estamos con Dios Él nos da su propio
Espíritu, que es todo amor (v. 8).
16.
Permanecer en el amor
no
significa (como muchos pensarán), permanecer
amando,
sino
sintiéndose amado, según vemos al principio de
este v.: hemos
creído en ese amor. S. Juan que acaba de
revelarnos que
Dios nos amó primero (v. 10), nos confirma ahora esa verdad con las
propias palabras de Jesús que el mismo Juan nos
conservó en su Evangelio: “Permaneced en mi amor”
(Jn. 15, 9). También allí
nos muestra el Salvador este sentido inequívoco de
sus palabras, admitido por todos los intérpretes: no
quiere Él decir: permaneced amándome, sino que dice:
Yo os amo como mi Padre me ama a Mí; permaneced en
mi amor, es decir, en este amor que os tengo y que
ahora os declaro (cf. Ef. 3, 17 y nota). Lo que aquí
descubrimos es, sin duda alguna, la más grande y
eficaz de todas las luces que puede tener un hombre
para la vida espiritual, como lo expresa muy bien S.
Tomás diciendo: “Nada es más adecuado para mover al
amor, que la conciencia que se tiene de ser amado”
(cf. Os. 2, 23 y nota). No se me pide, pues, que yo
ame directamente, sino que yo
crea que
soy amado. ¿Y qué puede haber más agradable que ser
amado? ¿No es eso lo que más busca y necesita el
corazón del hombre? Lo asombroso es que el creer, el
creerse
que Dios nos ama, no sea una insolencia, una audacia
pecaminosa y soberbia, sino que Dios nos pida esa
creencia tan audaz, y aun nos la indique como la más
alta virtud. Feliz el que recoja esta incomparable
perla espiritual que el divino Espíritu nos ofrece
por boca del discípulo amado; donde hay alguien que
se cree amado por Dios, allí está Él, pues que Él es
ese mismo amor. La liturgia del Jueves Santo
(lavatorio de los pies) aplica acertadamente este
concepto a la caridad fraterna, diciendo: “Donde hay
caridad y amor, allí está Dios”, lo cual también es
exacto porque ambos amores son inseparables (v.
20-21), y Jesús dijo también que Él está en medio de
los que se reúnen en su Nombre (Mt. 18, 20). Fácil
es por lo demás explicarse la indivisibilidad de
ambos amores si se piensa que yo no puedo dejar de
tener sentimientos de caridad y misericordia en mi
corazón mientras estoy creyendo que Dios me ama
hasta perdonarme toda mi vida y dar por mí su Hijo
para que yo pueda ser tan glorioso como Él. Por eso
es que no podría decirse “peca fuerte y cree más
fuerte”, según la célebre fórmula, pues cuando
pecamos lo primero que falla es la fe (cf. 5, 4; 1
Pe. 5, 9).
17.
Tal como es Él somos
también nosotros:
Se ha buscado muchas
explicaciones a estas palabras a primera vista
sorprendentes. El sentido, sin embargo, es sencillo
según el contexto: Él es amor y por lo tanto, si
nosotros permanecemos en el amor (v. 16)
somos como Él,
puesto que hacemos lo mismo que Él. En igual
sentido dice Jesús: “Sed vosotros perfectos como
vuestro Padre Celestial es perfecto” (Mt. 5, 48); y
“sed misericordiosos como es misericordioso vuestro
Padre” (Lc. 6, 36). Así también aquí, habiéndonos
mostrado (de muchos modos desde el v. 9) cómo el
Padre es amante, se nos dice luego: sed amantes como
es Él, y entonces seréis semejantes a Él aun desde
este mundo, puesto que haréis lo mismo que Él hace:
amar. Y en tal caso claro está que el amor en
nosotros es perfecto en todo sentido como lo
anticipó el v. 12:
perfecto
en cuanto a Él, porque en la mutua permanencia (v.
13) nos da Él la plenitud de su Santo Espíritu que
es quien derrama en nosotros su caridad (Rm. 5, 5);
y perfecto
en sí mismo, pues como vimos, se inspira en el
modelo sumo del amor y de la misericordia (cf. Ef.
2, 4 y nota). Y entonces claro es también que
tenemos confianza segura en el día del juicio, pues ese pleno amor excluye
el miedo (v. 18) y ya se dijo que “si el corazón no
nos reprocha, tenemos confianza delante de Dios” (3,
21), Por donde vemos la dependencia entre la caridad
y la esperanza, que de ella viene (cf. 3, 3 y nota;
Lc. 21, 28 y 36). En otro sentido puede también
decirse que somos ya desde ahora semejantes a Cristo
nuestro hermano, puesto que, si nos hemos “revestido
del hombre nuevo en la justicia y santidad que viene
de la verdad” (Ef. 4, 24), el Padre nos ha reservado
ya un asiento a su diestra en lo más alto de los
cielos (Ef. 2, 6), de modo que nuestra verdadera
morada es el cielo (Fil. 3, 20) y nuestra vida está
escondida en Dios con Cristo (Col. 3, 1-3). Sólo
esperamos el día en que cese el provisorio estado
actual en este siglo malo (Ga. 1, 4) y aparezca la
realidad de nuestra posición. Tal es lo que Juan nos
dijo en 3, 2, y S. Pablo en Col. 3, 4 y Fil. 3, 21.
Es como si un hijo que está en la guerra recibiese
cartas de su padre el Rey sobre el modo como le ha
preparado un cuarto precioso en el hogar. El cuarto
ya es suyo y sólo espera con ansia que termine
aquella guerra larga y cruel; pues ¿cómo podría amar
ese destierro que le impide tomar posesión de su
casa? (Sal. 119, 5). Bien se explica así que los que
viven tan prodigiosa expectativa se consideren aquí
abajo como “separados” (Jn. 17, 16) y aun odiados
(Jn. 17, 14; 15, 18 s.; Lc. 6, 22 ss.), pues ya
vimos que el amor del mundo excluye de este banquete
(2, 15-17). Cf. Lc. 14, 24; Jn. 14, 30 y nota.
18.
El amor perfecto echa
fuera el temor:
Vemos así claramente
que ese temor de Dios, de que tan a menudo habla la
Sagrada Escritura no puede ser el miedo, porque si
éste es excluido por el amor, resulta evidente que
si tenemos miedo es porque no tenemos amor, y en tal
caso nada valen nuestras obras (cf. 1 Co. 13). El
temer a Dios está usado en la Biblia como sinónimo
de reverenciarlo y no prescindir de Él; de tomarlo
en cuenta para confiar y esperar en Él; de no
olvidarse de que Él es la suprema Realidad. “Soy Yo,
no temáis... ¿por qué teméis?... no se turbe vuestro
corazón; la paz sea con vosotros; os doy la paz
mía”. ¿Puede ser éste el lenguaje del miedo? Cf.
Sal. 85, 11; 110, 10 y notas. Hay, sin embargo, un
temor y
temblor de que habla S. Pablo, pero no por falta
de confianza en Dios, sino en nosotros mismos (Fil.
2, 12), “porque es Él quien obra en nosotros, tanto
el querer como el obrar” (Fil. 2, 13). El soberbio,
el que se cree capaz de salvarse por sus propios
méritos, ése debe temblar
y temer, más aún que a los que matan el cuerpo, al
Amor despreciado de un Dios que “puede perder cuerpo
y alma en la gehena” (Mt. 10, 28). Cf. Ct. 8, 6 y
nota.
19. “De todas las
invitaciones a amar, la más poderosa es la de
prevenir amando... He aquí,
pues, por qué vino
principalmente Cristo: a fin de que el hombre
aprenda hasta qué punto es amado de Dios y que,
habiendo aprendido, se inflame de amor hacia Aquel
de quien ha sido eternamente amado” (S. Agustín).
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