Proverbios |
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Introducción
El Libro de los Proverbios no es un código de
obligaciones, sino un tratado de felicidad. Dios no
habla para ser obedecido como déspota, sino para que le
creamos cuando nos entrega, por boca del más sabio de
los hombres, los más altos secretos de la Sabiduría (en
hebreo jokmah). Se trata de una sabiduría eminentemente
práctica, que desciende a veces a los detalles,
enseñándonos aún, por ejemplo, a evitar las fianzas
imprudentes (cf. 6, 1 y nota; 17, 18 y los pasajes
concordantes que allí señalamos); a desconfiar de las
fortunas improvisadas (13, 11; 20, 21); del crédito (22,
7) y de los hombres que adulan o prometen grandes cosas
(20, 19); a no frecuentar demasiado la casa del amigo,
porque es propio de la naturaleza humana que él se harte
de nosotros y nos cobre aversión (25, 17). Otras veces
nos descubre las más escondidas miserias del corazón
humano (verbigracia, 28, 13; 29, 19, etc.), y no vacila
en usar expresiones cuya exactitud va acompañada de un
exquisito humorismo; verbigracia, el comparar la belleza
en una mujer insensata, con un anillo de oro en el
hocico de un cerdo (11, 22).
Casi todos los pueblos antiguos han tenido su sabiduría,
distinta de la ciencia, y síntesis de la experiencia que
enseña a vivir con provecho para ser feliz. Aun hoy se
escriben tratados sobre el secreto del triunfo en la
vida, del éxito en los negocios, etc. Son sabidurías
psicológicas, humanistas, y como tales harto falibles.
La sabiduría de la Sagrada Escritura es toda divina, es
decir, inspirada por Dios, lo cual implica su inmenso
valor. Porque no es ya sólo dar fórmulas verdaderas en
sí mismas, que pueden hacer del hombre el autor de su
propia felicidad, a la manera estoica; sino que es como
decir: si tú me crees y te atienes a mis palabras, Yo tu
Dios, que soy también tu amantísimo Padre, me obligo a
hacerte feliz, comprometiendo en ello toda mi
omnipotencia. De ahí el carácter y el valor
eminentemente religiosos de este Libro, aun cuando no
habla de la vida futura sino de la presente, ni trata de
sanciones o premios eternos sino temporales.
El Libro de los Proverbios debe su nombre al versículo
1,1, donde se dice que su contenido constituyen las
“parábolas” o “proverbios” de Salomón. Sin embargo, ni
el nombre de parábola, ni el de proverbio, corresponde
al hebreo “maschal” (plural meschalim). La Sagrada
Escritura llama maschal no sólo a las parábolas o
semejanzas, sino más bien a todos los poemas didácticos,
y en particular a las sentencias y máximas que encierran
una enseñanza. Muchas veces el maschal se acerca, por su
oscuridad, al enigma.
En el título se expresa el objeto del Libro (ver 1,
1-6). Los primeros nueve capítulos se leen como una
introducción que contiene avisos y enseñanzas generales,
mientras los capítulos 10-22, forman un cuerpo de cortas
sentencias de Salomón, que versan sobre temas
variadísimos, no teniendo conexión unas con otras. A
ellas se añade un apéndice que trae “las palabras de los
sabios” (22,17-24, 34). Un segundo cuerpo de sentencias
salomónicas, compiladas por los varones de Ezequías, se
presenta en los capítulos 25-29, a los cuales se agregan
tres colecciones: los proverbios de Agur (30, 1-22), los
de la madre de Lamuel (31,1-9) y el elogio de la mujer
fuerte (31, 10-31).
El autor del Libro, con excepción de los apéndices, es,
según los títulos (1, 1; 10, 1; 25, 1), el rey Salomón,
quien en sabiduría no tuvo igual (III Reyes 5, 9 s.),
atribuyéndole la Sagrada Escritura “3.000 sentencias y
1.005 canciones” (III Reyes 4, 32). El presente libro de
los Proverbios contiene solamente 550, cuarenta de las
cuales repetidas casi textualmente.
Los exégetas creen que la última redacción del libro se
hizo en tiempos de Esdras.
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