Daniel |
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Daniel,
a quien la misma Biblia cita como prototipo de
santidad (Ezequiel 14, 14 y 20) y de sabiduría
(Ezequiel 28, 3), vivió, como Ezequiel, en Babilonia
durante el cautiverio, pero no fue sacerdote que
adoctrinase al pueblo como aquél, y como Jeremías en
Jerusalén, sino un alto personaje en la corte de un
rey pagano, como fueron José en Egipto y Ester y
Mardoqueo en Persia. De ahí sin duda que la Biblia
hebrea lo colocase más bien entre los hagiógrafos
(aunque no siempre) y que el Talmud viese en él una
figura del Mesías por su fidelidad en las
persecuciones.
Su libro, último de los cuatro Profetas Mayores en
el orden cronológico y también por su menor
extensión, reviste, sin embargo, importancia
extraordinaria debido al carácter mesiánico y
escatológico de sus revelaciones, “como que en él se
contienen admirables y especialísimos vaticinios del
estado político del mundo, y también del de la
Iglesia, desde su tiempo hasta la Encarnación del
Verbo eterno, y después, hasta la consumación del
siglo, según el pensamiento de San Jerónimo” (Scío).
Precisamente por ello, el Libro de Daniel es uno de
los más misteriosos del Antiguo Testamento, el
primer Apocalipsis, cuyas visiones quedarían en gran
parte incomprensibles, si no tuviéramos en el Nuevo
Testamento un libro paralelo, el Apocalipsis de San
Juan. Es, por lo tanto, muy provechoso leer los dos
juntos, para no perder una gota de su admirable
doctrina. Algunas de las revelaciones sólo se
entenderán en los últimos tiempos, dice el mismo
Daniel en 10, 14; y esos tiempos bien pueden ser los
que vivimos nosotros.
El Libro de Daniel se divide en dos partes
principales. La primera (capítulos 1-6) se refiere a
acontecimientos relacionados principalmente con el
Profeta y sus compañeros, menos el capítulo segundo
que, como observa Nácar-Colunga, es una visión
profética dentro de la parte histórica. La segunda
(capítulos 7-12) contiene exclusivamente visiones
proféticas. “Anuncia, en cuatro visiones notables,
los destinos sucesivos de los grandes imperios
paganos, contemplados, sea en ellos mismos, sea en
sus relaciones con el pueblo de Dios: 1°, las cuatro
bestias, que simbolizan la sucesión de las
monarquías paganas y el advenimiento del reino de
Dios (capítulo 7); 2°, el carnero y el macho cabrío
(capítulo 8); 3°, las setenta semanas de años
(capítulo 9); 4°, las calamidades que el pueblo de
Yahvé deberá sufrir de parte de los paganos hasta su
glorioso restablecimiento (capítulos 10-12). El
orden seguido en cada una de estas dos partes es el
cronológico” (Fillion).
Un apéndice de dos capítulos (13 y 14) cierra el
Libro, que está escrito, como lo fue el de Esdras,
en dos idiomas entremezclados: parte en hebreo (1,
1-2, 4a; capítulos 8-12) y parte en arameo (2, 4b-7,
28) y cuya traducción por los Setenta ofrece tan
notables divergencias con el texto masorético que ha
sido adoptada en su lugar para la Biblia griega la
de Teodoción; de la que San Jerónimo tomó los
fragmentos deuterocanónicos (3, 24-90 y los
capítulos 13-14) para su versión latina. El empleo
de dos lenguas se explica por la diferencia de los
temas y destinatarios. Los capítulos escritos en
arameo, que en aquel tiempo era el idioma de los
principales reinos orientales, se dirigen a éstos
(véase 2, 4 y nota), mientras que los escritos en
hebreo, que era el idioma sagrado de los judíos,
contienen lo tocante al pueblo escogido, y en sus
últimas consecuencias, a nosotros.
Muchos se preguntan si los sucesos históricos que
sirven de marco para las visiones y profecías, han
de tomarse en sentido literal e histórico, o si se
trata sólo de tradiciones legendarias y creaciones
de la fantasía del hagiógrafo, “que, bajo forma y
apariencia de relato histórico o de visión
profética, nos hubiera transmitido, inspirado por
Dios, sus concepciones sobre la intervención de Dios
en el gobierno de los imperios y el advenimiento de
su Reino” (Prado). San Jerónimo aboga por el sentido
literal e histórico, con algunas reservas respecto a
los dos últimos capítulos, y su ejemplo han seguido,
con algunas excepciones, todos los exégetas
católicos, de modo que las dificultades que se
oponen al carácter histórico de los relatos
daniélicos, han de solucionarse en el campo de la
historia y de la arqueología bíblicas, así como
muchas de sus profecías iluminan los datos de la
historia profana y se aclaran recíprocamente a la
luz de otros vaticinios de ambos Testamentos.
También contra la autenticidad del Libro de Daniel
se han levantado voces que pretenden atribuirlo en
su totalidad o al menos en algunos capítulos, a un
autor más reciente. Felizmente existen no pocos
argumentos a favor de la autenticidad, especialmente
el testimonio de Ezequiel (14, 14 ss.; 28, 3), del
primer Libro de los Macabeos (1, 51) y del mismo
Jesús quien habla del “profeta Daniel” (Mateo 24,
15), citando un pasaje de su libro (Daniel 9, 21).
Poseemos, además, una referencia en el historiador
judío Flavio Josefo, quien nos dice que el Sumo
Sacerdote Jaddua mostró las profecías de Daniel a
Alejandro Magno, lo que significa que este Libro
debe ser anterior a la época del gran conquistador
del siglo IV, es decir, que no puede atribuirse al
período de los Macabeos, como sostienen aquellos
críticos. Lo mismo se deduce de la incorporación del
Libro de Daniel en la versión griega de los Setenta,
la cual se hizo en el siglo III o II antes de
Cristo.
No obstante los problemas históricos planteados en
este libro divino, sus profecías fueron de amplia y
profunda influencia, particularmente durante las
persecuciones en el tiempo de los Macabeos. “En los
relatos y en las revelaciones de Daniel el pueblo de
Jehovah poseía un documento auténtico que le
prometía claramente la liberación final gracias al
Mesías” (Fillion). En ellas encontraron los judíos
perseguidos por el tirano Antíoco Epífanes el mejor
consuelo y la seguridad de que, como dice el mismo
Fillion, “los reinos paganos, por más poderosos que
fuesen, no conseguirían destruirlo” y que, pasado el
tiempo de los gentiles, vendrá el reino de Dios que
el Profeta anuncia en términos tan magníficos (cf.
2, 44; 7, 13 ss.; 9, 24 ss.). Para nosotros, los
cristianos, no es menor la importancia del Libro de
Daniel, siendo, como es, un libro de consoladora
esperanza y una llave de inapreciable valor para el
Apocalipsis de San Juan. Un estudio detenido y
reverente de las profecías de Daniel nos proporciona
no solamente claros conceptos acerca de los
acontecimientos del fin, sino también la fortaleza
para mantenernos fieles hasta el día en que se
cumpla nuestra “bienaventurada esperanza” (Tito 2,
13).
En esta versión los fragmentos deuterocanónicos han
sido tomados de la Vulgata.
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