NUEVO TESTAMENTO |
ADVERTENCIAS (DE LA VERSIÓN IMPRESA)
Entre las numerosas referencias a otros libros de la Sagrada Escritura,
v. g. los Salmos, etc., el lector hallará citas de
ciertos pasajes “y nota”. Estas notas son las que el
autor ha puesto en su edición completa de la Sagrada
Biblia.
Los versículos y números puestos entre corchetes [ ] se refieren a
textos que no se encuentran en los mejores manuscritos
griegos.
La rigurosa fidelidad al original griego obliga a poner, en contadas
ocasiones, alguna palabra entre paréntesis y en
bastardilla, para adaptar la versión a la sintaxis
castellana.
Está de más decir que los títulos y epígrafes no forman parte del texto
sagrado, sino que sólo han sido puestos para marcar la
división lógica y facilitar la lectura.
I
La munificencia del Padre Celestial que, a no dudarlo,
bendice muy particularmente la difusión de su Palabra,
que es el objeto del apostolado bíblico, incrementa, en
forma sorprendente, el deseo que le expresamos de servir
ese divino propósito de que la Escritura revelada sea
“el libro por excelencia de la espiritualidad
cristiana”.
Hemos traducido del original griego con la mayor
fidelidad posible y, aparece ahora con notas y
comentarios más extensos, merced a la amplitud mayor de
su formato. Contiene por una parte “las explicaciones de
los Santos Padres y comentarios de los diversos lugares,
atendiendo más al adelantamiento espiritual de los
lectores que a las discusiones científicas, sin que por
ello se dejen de anotar, cuando se presenta la ocasión,
las divergencias de los autores”, y por otra parte “gran
número de referencias a otros lugares de las Escrituras,
según la sabia y harto olvidada regla exegética de
comentar la Sagrada Escritura a la luz de la Sagrada
Escritura”.
La Iglesia Católica reconoce dos fuentes de doctrina
revelada: la Biblia y la Tradición. Al presentar aquí en
parte una de esas fuentes, hemos procurado, en efecto,
que el comentario no sólo ponga cada pasaje en relación
con la Biblia misma –mostrando que ella es un mundo de
armonía sobrenatural entre sus más diversas partes–,
sino también brinde al lector, junto a la cosecha de
autorizados estudiosos modernos, el contenido de esa
tradición en documentos pontificios, sentencias y
opiniones tomadas de la Patrística e ilustraciones de la
Liturgia, que muestran la aplicación y trascendencia que
en ella han tenido y tienen muchos textos de la
Revelación.
El grande y casi diría insospechado interés que esto
despierta en las almas, está explicado en las palabras
con que el Cardenal Arzobispo de Viena prologa una
edición de los Salmos semejante a ésta en sus
propósitos, señalando “en los círculos del laicado, y
aun entre los jóvenes, un deseo de conocer la fe en su
fuente y de vivir de la fuerza de esta fuente por el
contacto directo con ella”. Por eso, añade, “se ha
creado un interés vital por la Sagrada Escritura, ante
todo por el Nuevo Testamento, pero también por el
Antiguo, y el movimiento bíblico católico se ha hecho
como un río incontenible”.
Es que, como ha dicho Pío XII, Dios no es una verdad que
haya de encerrarse en el templo, sino la verdad que debe
iluminarnos y servirnos de guía en todas las
circunstancias de la vida. No ciertamente para ponerlo
al servicio de lo material y terreno, como si Cristo
fuese un pensador a la manera de los otros, venido para
ocuparse de cosas temporales o dar normas de prosperidad
mundana, sino, precisamente al revés, para no perder de
vista lo sobrenatural en medio de “este siglo malo” (Ga.
1, 4); lo cual no le impide por cierto al Padre dar
por añadidura cuantas prosperidades nos convengan, sea
en el orden individual o en el colectivo, a los que
antes que eso busquen vida eterna.
II
Un escritor francés refiere en forma impresionante la
lucha que en su infancia conmovía su espíritu cada vez
que veía el libro titulado
Santa Biblia y recordaba las prevenciones que se le habían hecho
acerca de la lectura de ese libro, ora por difícil e
impenetrable, ora por peligroso o heterodoxo. “Yo
recuerdo, dice, ese drama espiritual contradictorio de
quien, al ver una cosa santa, siente que debe buscarla,
y por otra parte abriga un temor indefinido y misterioso
de algún mal espíritu escondido allí... Era para mí como
si ese libro hubiera sido escrito a un tiempo por el
diablo y por Dios. Y aunque esa impresión infantil –que
veo es general en casos como el mío– se producía en la
subconciencia, ha sido tan intensa mi desolante duda,
que sólo en la madurez de mi vida un largo contacto con
la Palabra de Dios ha podido destruir este monstruoso
escándalo que produce el sembrar en la niñez el miedo de
nuestro Padre Celestial y de su Palabra vivificante”.
La meditación, sin palabras de Dios que le den sustancia
sobrenatural, se convierte en simple reflexión
–autocrítica en que el juez es tan falible como el reo–
cuando no termina por derivarse al terreno de la
imaginación, cayendo en pura cavilación o devaneo.
María guardaba las
Palabras repasándolas en su corazón (Lc.
2, 19 y 51): he aquí la mejor definición de lo que
es meditar. Y entonces, lejos de ser una divagación
propia, es un estudio, una noción, una contemplación que
nos une a Dios por su Palabra, que es el Verbo, que es
Jesús mismo, la Sabiduría con la cual nos vienen todos
los bienes (Sb. 7, 11).
Quien esto hace, pasa con la Biblia las horas más
felices e intensas de su vida. Entonces entiende cómo
puede hablarse de
meditar día y noche (Sal.
1, 2) y de orar siempre (Lc.
18, 1), sin
cesar (1 Ts. 5, 17); porque en cuanto él
permanece en la Palabra, las palabras de Dios comienzan a
permanecer en
él –que es lo que Jesús quiere para darnos cuanto le
pidamos (Jn.
15, 7) y para que conquistemos la libertad del espíritu
(Jn. 8, 31)– y
no permanecer de cualquier modo, sino
con opulencia,
según la bella expresión de San Pablo (Col. 3, 16).
Así van esas
palabras vivientes (1
Pe. 1, 23,
texto griego) formando el substrato de nuestra
personalidad, de modo tal que, a fuerza de admirarlas
cada día más, concluimos por no saber pensar sin ellas y
encontramos harto pobres las verdades relativas –si es
que no son mentiras humanas que se disfrazan de verdad y
virtud, como los sepulcros blanqueados (Mt.
23, 27)–. Entonces, así como hay una aristocracia
del pensamiento y del arte en el hombre de formación
clásica, habituado a lo superior en lo intelectual o
estético, así también en lo espiritual se forma el gusto
de lo auténticamente sobrenatural y divino, como lo
muestra Santa Teresa de Lisieux al confesar que cuando
descubrió el Evangelio, los demás libros ya no le decían
nada. ¿No es éste, acaso, uno de los privilegios que
promete Jesús en el texto antes citado, diciendo que la
verdad nos hará libres? Se ha recordado recientemente la
frase del Cardenal Mercier, antes lector insaciable: “No
soporto otra lectura que los Evangelios y las
Epístolas”.
III
Y aquí, para entrar de lleno a comprender la importancia
de conocer el Nuevo Testamento, tenemos que empezar por
hacernos a nosotros mismos una confesión muy íntima: a
todos nos parece raro Jesús. Nunca hemos llegado a
confesarnos esto, porque, por un cierto temor
instintivo, no nos hemos atrevido siquiera a plantearnos
semejante cuestión. Pero Él mismo nos anima a hacerlo
cuando dice: “Dichoso el que no se escandalizare de Mí”
(Mt. 11, 6;
Lc. 7, 23),
con lo cual se anticipa a declarar que, habiendo sido Él
anunciado como piedra de escándalo (Is.
8, 14 y 28, 16;
Rm. 9, 33; Mt. 21, 42-44),
lo natural en nosotros, hombres caídos, es
escandalizarnos de Él como lo hicieron sus discípulos
todos, según Él lo había anunciado (Mt.
26, 31 y 56). Entrados, pues, en este cómodo terreno
de íntima desnudez –podríamos decir de
psicoanálisis sobrenatural– en la presencia “del Padre que ve en lo
secreto” (Mt.
6, 6), podemos aclararnos a nosotros mismos ese punto
tan importante para nuestro interés, con la alegría
nueva de saber que Jesús no se sorprende ni se incomoda
de que lo encontremos raro, pues Él sabe bien lo que hay
dentro de cada hombre (Jn.
2, 24-25). Lo sorprendente sería que no lo
hallásemos raro, y podemos afirmar que nadie se libra de
comenzar por esa impresión, pues, como antes decíamos,
San Pablo nos revela que ningún hombre simplemente
natural (“psíquico”, dice él) percibe las cosas que son
del Espíritu de Dios (1
Co. 2, 14). Para esto es necesario “nacer de nuevo”,
es decir, “renacer de lo alto”, y tal es la obra que
hace en nosotros –no en los más sabios sino al contrario
en los más pequeños (Lc.
10, 21)– el Espíritu, mediante el cual podemos
“escrutar hasta las profundidades de Dios” (1
Co. 2, 10).
Jesús nos parece raro y paradójico en muchísimos pasajes
del Evangelio, empezando por el que acabamos de citar
sobre la comprensión que tienen los pequeños más que los
sabios. Él dice también que la parte de Marta, que se
movía mucho, vale menos que la de María que estaba
sentada escuchándolo; que ama menos aquel a quien menos
hay que perdonarle (Lc.
7, 47); que (quizá por esto) al obrero de la última
hora se le pagó antes que al de la primera (Mt.
20, 8); y, en fin, para no ser prolijo, recordemos
que Él proclama de un modo general que lo que es
altamente estimado entre los hombres es despreciable a
los ojos de Dios (Lc.
16, 15).
Esta impresión nuestra sobre Jesús es harto explicable.
No porque Él sea raro en sí, sino porque lo somos
nosotros a causa de nuestra naturaleza degenerada por la
caída original. Él pertenece a una normalidad, a una
realidad absoluta, que es la única normal, pero que a
nosotros nos parece todo lo contrario porque, como vimos
en el recordado texto de San Pablo, no podemos
comprenderlo naturalmente. “Yo soy de arriba y vosotros
sois de abajo”, dice el mismo Jesús (Jn.
8, 23), y nos pasa lo que a los nictálopes que, como
el murciélago, ven en la oscuridad y se ciegan en la
luz.
Hecha así esta palmaria confesión, todo se aclara y
facilita. Porque entonces reconocemos sin esfuerzo que
el conocimiento que teníamos de Jesús no era vivido,
propio, íntimo, sino de oídas y a través de libros o
definiciones más o menos generales y sintéticas, más o
menos ersatz;
no era ese conocimiento personal que sólo resulta de una
relación directa. Y es evidente que nadie se enamora ni
cobra amistad o afecto a otro por lo que le digan de él,
sino cuando lo ha tratado personalmente, es decir,
cuando lo ha oído hablar. El mismo Evangelio se encarga
de hacernos notar esto en forma llamativa en el episodio
de la Samaritana. Cuando la mujer, iluminada por Jesús,
fue a contar que había hallado a un hombre
extraordinario, los de aquel pueblo acudieron a escuchar
a Jesús y le rogaron que se quedase con ellos. Y una vez
que hubieron oído sus palabras durante dos días, ellos
dijeron a la mujer: “Ya no creemos a causa de tus
palabras: nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que Él
es verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn. 4, 42).
¿Podría expresarse con mayor elocuencia que lo hace aquí
el mismo Libro divino, lo que significa escuchar las
Palabras de Jesús para darnos el conocimiento directo de
su adorable Persona y descubrirnos ese sello de verdad
inconfundible (Jn.
3, 19; 17, 17) que arrebata a todo el que lo escucha
sin hipocresía, como Él mismo lo dice en
Jn. 7, 17?
El que así empiece a estudiar a Jesús en el Evangelio,
dejará cada vez más de encontrarlo raro. Entonces
experimentará, no sin sorpresa grande y creciente, lo
que es creer en Él con fe viva, como aquellos
samaritanos. Entonces querrá conocerlo más y mejor y
buscará los demás Libros del Nuevo Testamento y los
Salmos y los Profetas y la Biblia entera, para ver cómo
en toda ella el Espíritu Santo nos lleva y nos hace
admirar a Jesucristo como Maestro y Salvador, enviado
del Padre y Centro de las divinas Escrituras, en Quien
habrán de unirse todos los misterios revelados (Jn.
12, 32) y todo Io creado en el cielo y en la tierra
(Ef. 1, 10).
Es, como vemos, cuestión de hacer un descubrimiento
propio. Un fenómeno de experiencia y de admiración.
Todos cuantos han hecho ese descubrimiento, como dice
Dom Galliard, declaran que tal fue el más dichoso y
grande de sus pasos en la vida. Dichosos también los que
podamos, como la Samaritana, contribuir por el favor de
Dios a que nuestros hermanos reciban tan incomparable
bien.
IV
El amor lee entre líneas. Imaginemos que un extraño vio
en una carta ajena este párrafo: “Cuida tu salud, porque
si no, voy a castigarte”. El extraño puso los ojos en la
idea de este castigo y halló dura la carta. Mas vino
luego el destinatario de ella, que era el hijo a quien
su padre le escribía, y al leer esa amenaza de
castigarle si no se cuidaba, se puso a llorar de ternura
viendo que el alma de aquella carta no era la amenaza
sino el Amor siempre despierto que le tenía su padre,
pues si le hubiera sido indiferente no tendría ese deseo
apasionado de que estuviera bien de salud.
Nuestras notas y comentarios, después de dar la exégesis
necesaria para la inteligencia de los pasajes en el
cuadro general de la Escritura –como hizo Felipe con el
ministro de la reina pagana (Hch.
8, 30 s. y nota)– se proponen ayudar a que
descubramos (usando la visión de aquel hijo que se sabe
amado y no la desconfianza del extraño) los esplendores
del espíritu que a veces están como tesoros escondidos
en la letra. San Pablo, el más completo ejemplar en esa
tarea apostólica, decía, confiando en el fruto, estas
palabras que todo apóstol ha de hacer suyas: “Tal
confianza para con Dios la tenemos en Cristo; no porque
seamos capaces por nosotros mismos... sino que nuestra
capacidad viene de Dios..., pues la letra mata, mas el
espíritu da vida” (2
Co. 3, 4-6).
La bondad del divino Padre nos ha mostrado por
experiencia a muchas almas que así se han acercado a Él
mediante la miel escondida en su Palabra y que,
adquiriendo la inteligencia de la Biblia, han gustado el
sabor de la Sabiduría que es Jesús (Sb.
7, 26; Pr. 8, 22; Si. 1, 1), y
hallan cada día tesoros de paz, de felicidad y de
consuelo en este monumento –el único eterno (Sal. 118,
89)– de un amor compasivo e infinito (cf.
Sal. 102, 13;
Ef. 2, 4 y notas).
Para ello sólo se pide atención, pues claro está que el
que no lee no puede saber. Como cebo para esta
curiosidad perseverante, se nos brindan aquí todos los
misterios del tiempo y de la eternidad. ¿Hay algún libro
mágico que pretenda lo mismo?
Sólo quedarán excluidos de este banquete los que fuesen
tan sabios que no necesitasen aprender; tan buenos, que
no necesitasen mejorarse; tan fuertes, que no
necesitasen protección. Por eso los fariseos se
apartaron de Cristo, que buscaba a los pecadores. ¿Cómo
iban ellos a contarse entre las “ovejas perdidas”? Por
eso el Padre resolvió descubrir a los insignificantes
esos misterios que los importantes –así se creían ellos–
no quisieron aprender (Mt.
11, 25). Y así llenó de bienes a los hambrientos de
luz y dejó vacíos a aquellos “ricos” (Lc. 1, 53). Por eso se llamó a los lisiados al banquete que los
normales habían desairado (Lc.
14, 15-24). Y la Sabiduría, desde lo alto de su
torre, mandó su pregón diciendo: “El que sea pequeño que
venga a Mí”. Y a los que no tienen juicio les dijo:
“Venid a comer de mi pan y a beber el vino que os tengo
preparado” (Pr.
9, 3-5).
Dios es así; ama con predilección fortísima a los que
son pequeños, humildes, víctimas de la injusticia, como
fue Jesús: y entonces se explica que a éstos, que
perdonan sin vengarse y aman a los enemigos, Él les
perdone todo y los haga privilegiados. Dios es así;
inútil tratar de que Él se ajuste a los conceptos y
normas que nos hemos formado, aunque nos parezcan
lógicos, porque en el orden sobrenatural Él no admite
que nadie sepa nada si no lo ha enseñado Él (Jn. 6, 45; Hb. 1, 1 s.).
Dios es así; y por eso el mensaje que Él nos manda por
su Hijo Jesucristo en el Evangelio nos parece
paradójico. Pero Él es así; y hay que tomarlo como es, o
buscarse otro Dios, pero no creer que Él va a
modificarse según nuestro modo de juzgar. De ahí que,
como le decía San Agustín a San Jerónimo, la actitud de
un hombre recto está en creerle a Dios por su sola
Palabra, y no creer a hombre alguno sin averiguarlo.
Porque los hombres, como dice Hello, hablan siempre por
interés o teniendo presente alguna conveniencia o
prudencia humana que los hace medir el efecto que sus
palabras han de producir; en tanto que Dios, habla para
enseñar la verdad desnuda, purísima, santa, sin
desviarse un ápice por consideración alguna. Recuérdese
que así hablaba Jesús, y por eso lo condenaron, según lo
dijo Él mismo (Véase
Jn. 8, 37, 38,
40, 43, 45, 46 y 47;
Mt. 7, 29,
etc.). “Me atrevería a apostar –dice un místico– que
cuando Dios nos muestre sin velo todos los misterios de
las divinas Escrituras, descubriremos que si había
palabras que no habíamos entendido era simplemente
porque no fuimos capaces de creer sin dudar en el amor
sin límites que Dios nos tiene y de sacar las
consecuencias que de ello se deducían, como lo habría
hecho un niño”.
Vengamos, pues, a buscarlo en este mágico “receptor”
divino donde, para escuchar su voz, no tenemos más que
abrir como llave del dial la tapa del Libro eterno. Y
digámosle luego, como le decía un alma creyente:
“¡Maravilloso campeón de los pobres afligidos y más
maravilloso campeón de los pobres en el espíritu, de los
que no tenemos virtudes, de los que sabemos la
corrupción de nuestra naturaleza y vivimos sintiendo
nuestra incapacidad, temblando ante la idea de tener que
entrar, como agrada a los fariseos que Tú nos
denunciaste, en el «viscoso terreno de los méritos
propios»! Tú, que viniste para pecadores y no para
justos, para enfermos y no para sanos, no tienes asco de
mi debilidad, de mi impotencia, de mi incapacidad para
hacerte promesas que luego no sabría cumplir, y te
contentas con que yo te dé en esa forma el corazón,
reconociendo que soy la nada y Tú eres el todo, creyendo
y confiando en tu amor y en tu bondad hacia mí, y
entregándome a escucharte y a seguirte en el camino de
las alabanzas al Padre y del sincero amor a mis
hermanos, perdonándolos y sirviéndolos como Tú me
perdonas y me sirves a mí, ¡oh, Amor santísimo!”
V
Otra de las cosas que llaman la atención al que no está
familiarizado con el Nuevo Testamento es la notable
frecuencia con que, tanto los Evangelios como las
Epístolas y el Apocalipsis, hablan de la Parusía o
segunda venida del Señor, ese acontecimiento final y
definitivo, que puede llegar en cualquier momento, y que
“vendrá como un ladrón”, más de improviso que la propia
muerte (1 Ts.
5), presentándolo como una fuerza extraordinaria para
mantenernos con la mirada vuelta hacia lo sobrenatural,
tanto por el saludable temor con que hemos de vigilar
nuestra conducta en todo instante, ante la eventual
sorpresa de ver llegar al supremo Juez (Mc.
13, 33 ss.; Lc. 12, 35 ss.), cuanto por la amorosa esperanza de ver a Aquel que
nos amó y se entregó por nosotros (Ga.
2, 20); que traerá con Él su galardón
(Ap. 22, 12);
que nos transformará a semejanza de Él mismo (Flp. 3, 20 s.) y nos llamará a su encuentro en los aires (1
Ts. 4, 16 s.) y cuya glorificación quedará consumada
a la vista de todos los hombres (Mt. 26, 64; Ap. 1, 7),
junto con la nuestra (Col.
3, 4). ¿Por qué tanta insistencia en ese tema que
hoy casi hemos olvidado? Es que San Juan nos dice que el
que vive en esa esperanza se santifica como Él (1
Jn. 3, 3), y nos enseña que la plenitud del amor
consiste en la confianza con que esperamos ese día (1
Jn. 4, 17). De ahí que los comentadores atribuyan
especialmente la santidad de la primitiva Iglesia a esa
presentación del futuro que “mantenía la cristiandad
anhelante, y lo maravilloso es que muchas generaciones
cristianas después de la del 95 (la del Apocalipsis) han
vivido, merced a la vieja profecía, las mismas
esperanzas y la misma seguridad: el Reino está siempre
en el horizonte” (Pirot).
No queremos terminar sin dejar aquí un recuerdo
agradecido al que fue nuestro primero y querido mentor,
instrumento de los favores del divino Padre: Monseñor
doctor Paul W. von Keppler, Obispo de Rotemburgo, pío
exégeta y sabio profesor de Tubinga y Friburgo, que nos
guió en el estudio de las Sagradas Escrituras. De él
recibimos, durante muchos años, el estímulo de nuestra
temprana vocación bíblica con el creciente amor a la
divina Palabra y la orientación a buscar en ella, por
encima de todo, el tesoro escondido de la sabiduría
sobrenatural. A él pertenecen estas palabras, ya
célebres, que hacemos nuestras de todo corazón y que
caben aquí, más que en ninguna otra parte, como la mejor
introducción o “aperitivo” a la lectura del Nuevo
Testamento que él enseñó fervorosamente, tanto en la
cátedra, desde la edad de 31 años, como en toda su vida,
en la predicación, en la conversación íntima, en los
libros, en la literatura y en las artes, entre las
cuales él ponía una como previa a todas: “el arte de la
alegría”. “Podría escribirse, dice, una teología de la
alegría. No faltaría ciertamente material, pero el
capítulo más fundamental y más interesante sería el
bíblico. Basta tomar un libro de concordancia o índice
de la Biblia para ver la importancia que en ella tiene
la alegría: los nombres bíblicos que significan alegría
se repiten miles y miles de veces. Y ello es muy de
considerar en un libro que nunca emplea palabras vanas e
innecesarias. Y así la Sagrada Escritura se nos
convierte en un paraíso de delicias, «paradisus
voluptatis» (Gn.
3, 23) en el que podremos encontrar la alegría
cuando la hayamos buscado inútilmente en el mundo o
cuando la hayamos perdido”.
Hemos preferido en cuanto al texto la edición
crítica de Merk, que consideramos superior por muchos
conceptos, sin perjuicio de señalar en su caso las
variantes de alguna consideración, como también las
diferencias de la Vulgata.
Saulo, que después de
convertido se llamó Pablo –esto es, “pequeño”–, nació en
Tarso de Cilicia, tal vez en el mismo año que Jesús,
aunque no lo conoció mientras vivía el Señor. Sus
padres, judíos de la tribu de Benjamín (Rm. 11, 1; Fil.
3, 5), le educaron en la afición a la Ley, entregándolo
a uno de los más célebres doctores, Gamaliel, en cuya
escuela el fervoroso discípulo se compenetró de las
doctrinas de los escribas y fariseos, cuyos ideales
defendió con sincera pasión mientras ignoraba el
misterio de Cristo. No contento con su formación en las
disciplinas de la Ley, aprendió también el oficio de
tejedor, para ganarse la vida con sus propias manos. El
Libro de los “Hechos” relata cómo, durante sus viajes
apostólicos, trabajaba en eso “de día y de noche”, según
él mismo lo proclama varias veces como ejemplo y
constancia de que no era una carga para las iglesias
(véase Hch. 18, 3 y nota).
Las tradiciones humanas de
su casa y su escuela, y el celo farisaico por la Ley,
hicieron de Pablo un apasionado sectario, que se creía
obligado a entregarse en persona a perseguir a los
discípulos de Jesús. No sólo presenció activamente la
lapidación de San Esteban, sino que, ardiendo de
fanatismo, se encaminó a Damasco, para organizar allí la
persecución contra el nombre cristiano. Mas en el camino
de Damasco lo esperaba la gracia divina para convertirlo
en el más fiel campeón y doctor de esa gracia que de tal
modo había obrado en él. Fue Jesús mismo, el Perseguido,
quien –mostrándole que era más fuerte que él– domó su
celo desenfrenado y lo transformó en un instrumento sin
igual para la predicación del Evangelio y la propagación
del Reino de Dios como “Luz revelada a los gentiles”.
Desde Damasco fue Pablo al
desierto de Arabia (Ga. 1, 17) a fin de prepararse, en
la soledad, para esa misión apostólica. Volvió a
Damasco, y después de haber tomado contacto en Jerusalén
con el Príncipe de los Apóstoles, regresó a su patria
hasta que su compañero Bernabé le condujo a Antioquía,
donde tuvo oportunidad para mostrar su fervor en la
causa de los gentiles y la doctrina de la Nueva Ley “del
Espíritu de vida” que trajo Jesucristo para librarnos de
la esclavitud de la antigua Ley. Hizo en adelante tres
grandes viajes apostólicos, que su discípulo San Lucas
refiere en los “Hechos” y que sirvieron de base para la
conquista de todo un mundo.
Terminado el tercer viaje,
fue preso y conducido a Roma, donde sin duda recobró la
libertad hacia el año 63, aunque desde entonces los
últimos cuatro años de su vida están en la penumbra.
Según parece, viajó a España (Rm. 15, 24 y 28) e hizo
otro viaje a Oriente. Murió en Roma, decapitado por los
verdugos de Nerón, el año 67, en el mismo día del
martirio de San Pedro. Sus restos descansan en la
basílica de San Pablo en Roma.
Los escritos paulinos son
exclusivamente cartas, pero de tanto valor doctrinal y
tanta profundidad sobrenatural como un Evangelio. Las
enseñanzas de las Epístolas a los Romanos, a los
Corintios, a los Efesios, y otras, constituyen, como
dice San Juan Crisóstomo, una mina inagotable de oro, a
la cual hemos de acudir en todas las circunstancias de
la vida, debiendo frecuentarlas mucho hasta
familiarizarnos con su lenguaje, porque su lectura –como
dice San Jerónimo– nos recuerda más bien el trueno que
el sonido de palabras.
San Pablo nos da a través
de sus cartas un inmenso conocimiento de Cristo. No un
conocimiento sistemático, sino un conocimiento
espiritual que es lo que importa. Él es ante todo el
Doctor de la Gracia, el que trata los temas siempre
actuales del pecado y la justificación, del Cuerpo
Místico, de la Ley y de la libertad, de la fe y de las
obras, de la carne y del espíritu, de la predestinación
y de la reprobación, del Reino de Cristo y su segunda
Venida. Los escritores racionalistas o judíos como
Klausner, que de buena fe encuentran diferencia entre el
Mensaje del Maestro y la interpretación del apóstol, no
han visto bien la inmensa trascendencia del rechazo que
la sinagoga hizo de Cristo, enviado ante todo “a las
ovejas perdidas de Israel” (Mt. 15, 24), en el tiempo
del Evangelio, y del nuevo rechazo que el pueblo judío
de la dispersión hizo de la predicación apostólica que
les renovaba en Cristo resucitado las promesas de los
antiguos Profetas; rechazo que trajo la ruptura con
Israel y acarreó el paso de la salud a la gentilidad,
seguido muy pronto por la tremenda destrucción del
Templo, tal como lo había anunciado el Señor (Mt. 24).
No hemos de olvidar, pues,
que San Pablo fue elegido por Dios para Apóstol de los
gentiles (Hch. 13, 2 y 47; 26, 17 s.; Rm. 1, 5), es
decir, de nosotros, hijos de paganos, antes “separados
de la sociedad de Israel, extraños a las alianzas, sin
esperanza en la promesa y sin Dios en este mundo” (Ef.
2, 12), y que entramos en la salvación a causa de la
incredulidad de Israel (véase Rm. 11, 11 ss.; cf. Hch.
28, 23 ss. y notas), siendo llamados al nuevo y gran
misterio del Cuerpo Místico (Ef. 1, 22 s.; 3, 4-9; Col.
1, 26). De ahí que Pablo resulte también para nosotros,
el grande e infalible intérprete de las Escrituras
antiguas, principalmente de los Salmos y de los
Profetas, citados por él a cada paso. Hay Salmos cuyo
discutido significado se fija gracias a las citas que
San Pablo hace de ellos; por ejemplo, el Salmo 44, del
cual el apóstol nos enseña que es nada menos que el
elogio lírico de Cristo triunfante, hecho por boca del
divino Padre (véase Hb. 1, 8 s.). Lo mismo puede decirse
de Sal. 2, 7; 109, 4, etc.
El canon contiene 14
Epístolas que llevan el nombre del gran Apóstol de los
gentiles, incluso la destinada a los Hebreos. Algunas
otras parecen haberse perdido (1 Co. 5, 9; Col. 4, 16).
La sucesión de las
Epístolas paulinas en el canon, no obedece al orden
cronológico, sino más bien a la importancia y al
prestigio de sus destinatarios. La de los Hebreos, como
dice Chaine, si fue agregada al final de Pablo y no
entre las “católicas”, fue a causa de su origen, pero
ello no implica necesariamente que sea posterior a las
otras.
En cuanto a las fechas y
lugar de la composición de cada una, remitimos al lector
a las indicaciones que damos en las notas iniciales.
EPÍSTOLAS CATÓLICAS
La carta de Santiago es la
primera entre las siete Epístolas no paulinas que, por
no señalar varias de ellas un destinatario especial, han
sido llamadas genéricamente católicas o universales,
aunque en rigor la mayoría de ellas se dirige a la
cristiandad de origen judío, y las dos últimas de S.
Juan tienen un encabezamiento aún más limitado. S.
Jerónimo las caracteriza diciendo que “son tan ricas en
misterios como sucintas, tan breves en palabras como
largas en sentencias”.
El autor, que se da a sí
mismo el nombre de
“Santiago, siervo de Dios y
de nuestro Señor Jesucristo”,
es el Apóstol que
solemos llamar Santiago el Menor,
hijo de Alfeo o Cleofás (Mt. 10, 3) y de María (Mt. 27, 56), “hermana”
(o pariente) de la Virgen. Es, pues, de la familia de
Jesús y llamado “hermano del Señor”
(Ga. 1, 19; cf.
Mt. 13, 55 y Mc. 6, 3).
Santiago es mencionado por
S. Pablo entre las “columnas” o apóstoles que gozaban de
mayor autoridad en la Iglesia (Ga. 2, 9). Por su fiel
observancia de la Ley tuvo grandísima influencia,
especialmente sobre los judíos, pues entre ellos ejerció
el ministerio como Obispo de Jerusalén. Murió mártir el
año 62 d. C.
Escribió esta carta no
mucho antes de padecer el martirio y con el objeto
especial de fortalecer a los cristianos del judaísmo que
a causa de la persecución estaban en peligro de perder
la fe (cf. la introducción a la Epístola a los Hebreos).
Dirígese por tanto a “las doce tribus que están en la
dispersión” (cf. 1, 1 y nota), esto es, a todos los
hebreo-cristianos dentro y fuera de Palestina (cf. Rm.
10, 18 y nota).
Ellos son de profesión
cristiana, pues creen en el Señor Jesucristo de la
Gloria (2, 1), esperan la Parusía en que recibirán el
premio (5, 7-9), han sido engendrados a nueva vida (1,
18) bajo la nueva ley de libertad (1, 25; 2, 12), y se
les recomienda la unción de los enfermos (5, 14 ss.).
La no alusión a los paganos
se ve en que Santiago omite referirse a lo que S. Pablo
suele combatir en éstos: idolatría, impudicia, ebriedad
(cf. 1 Co. 6, 9 ss.; Ga. 5, 19 ss.). En cambio, la
Epístola insiste fuertemente contra la vana palabrería y
la fe de pura fórmula (1, 22 ss.; 2, 14 ss.), contra la
maledicencia y los estragos de la lengua (3, 2 ss.; 4, 2
ss.; 5, 9), contra los falsos doctores (3, 1), el celo
amargo (3, 13 ss.), los juramentos fáciles (5, 12).
El
estilo es conciso, sentencioso y
extraordinariamente rico en imágenes, siendo clásicas
por su elocuencia las que dedica a la lengua en el
capítulo 3 y a los ricos en el capítulo 5 y el paralelo
de éstos con los humildes en el capítulo 2. Más que en
los misterios sobrenaturales de la gracia con que suele
ilustrarnos S. Pablo, especialmente en las Epístolas de
la cautividad, la presente es una vigorosa meditación
sobre la conducta frente al prójimo y por eso se la ha
llamado a veces el Evangelio social.
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