Salmo 150 |
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* (Alef 1-8) (Bet 9-16) (Guimel 17-24) (Dalet 25-32) (He 33-40) (Vau 41-48) (Zain 49-56) (Het 57-64) (Tet 65-72) (Yod 73-80) (Caf 81-88) (Lamed 89-96) (Mem 97-104) (Nun 105-112) (Samec 113-120) (Ayin 121-128) (Pe 129-136) (Sade 137-144) (Qof 145-152) (Resch 153-160) (Sin 161-168) (Tau 169-176)
Sinfonía de alabanzas
1*¡Hallelú
Yah!
Alabad al Señor en su Santuario,
alabadlo en la sede de su majestad.
2*Alabadlo
por las obras de su poder,
alabadlo según su inmensa grandeza.
3*Alabadlo
al son de trompeta,
alabadlo con salterio y cítara.
4Alabadlo
con tamboril y danza,
alabadlo con cuerdas y flautas.
5*Alabadlo
con címbalos sonoros,
alabadlo con címbalos que atruenen.
6*¡Todo
lo que respira alabe al Señor!
¡Hallelú Yah!
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1. En su
Santuario: Cf. Salmo 64, 2 y nota; 67, 18 y
36; 137, 2; Hebreos capítulos 8-10. Calès
considera que el salmista se refiere al
Santuario terrestre. Mas a las alabanzas que
resuenan en la tierra y en el Santuario, hacen
coro las de la Jerusalén celestial (Apocalipsis
4, 8 y 11; 14, 3; 19, 5 ss.). Cf. Efesios 1, 10
y nota.
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2. Según
su inmensa grandeza: Se trata de alabar a
Dios no según lo muy limitado de nuestro
alcance, sino también como Él lo merece, lo cual
conseguimos alabando al Padre por el Hijo en el
Espíritu Santo. “Por Él (por Jesús) y con Él y
en Él” se tributa al Padre “todo honor y
gloria”, pues sabemos que todas las
complacencias del Padre están en Él (Mateo 3,
17; 17, 5). Y si desde ahora podemos hacer a
Dios, siendo tan pobres, esa ofrenda de valor
infinito, es porque Jesús es propiedad nuestra
desde que el Padre nos lo dio (Juan 3, 16). Toda
la religión, más aún, toda la espiritualidad,
consiste en recibirlo y ofrecerlo constantemente
“en espíritu y en verdad” (Juan 4, 23), como en
un movimiento de aspiración y espiración del
alma, uniéndonos, según enseña San Pablo, con
toda la Iglesia, al ofrecimiento de Sí mismo que
Él hace por nosotros al Padre en el Santuario
celestial (Hebreos 7, 24 s.). Cf. Salmo 109, 4 y
nota.
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3 ss. “Hay que cantar desde ahora, dice San
Agustín, porque la alabanza de Dios hará nuestra
dicha durante la eternidad, y nadie sería apto
para esta ocupación futura si no se ejercitara
alabando en las condiciones de la vida presente.
Cantamos el Aleluya, diciéndonos unos a otros:
«Alabad al Señor; y así preparamos el tiempo de
la alabanza que seguirá a la resurrección.»”
Recordemos, con todo, el Salmo 136 (cf. Gálatas
1, 4 y nota) y “notemos bien que para poder
alabar hay que ser admirador, pues Jesús rechazó
los homenajes que no brotaban del corazón”
(Mateo 15, 8; Isaías 29, 13). Nada despierta
tanto esa admiración de Dios como el estudiar
sus palabras (cf. Juan 7, 46), pensando que,
como en la reciente edición de la Sagrada
Escritura emprendida por el Pontificio Instituto
Bíblico en Roma bajo la dirección del P.
Vaccari, se dice con arreglo al Concilio
Vaticano: “La singular e incomunicable
prerrogativa de la Biblia no le viene de la
aprobación de la Iglesia, ni —hablando en
absoluto— del argumento sacro e inmune de todo
error, sino de una acción divina que ayuda y
acompaña al autor humano en el escribir de modo
que lo escrito resulta también, y en primer
lugar, obra de Dios, palabra de Dios… Sabed ante
todo, escribe San Pedro en su 2ª
Carta (1, 20-21) que ninguna página de la
Escritura viene de invención privada porque no
por arbitrio humano fue nunca proferida una
profecía (aquí en sentido general significando
todo discurso del autor inspirado) sino que por
el Espíritu Santo fueron movidos a hablar los
santos hombres de Dios.” Esto nos trae el
pensamiento fundamental con que conviene
terminar el comentario de este libro
esencialmente bíblico y esencialmente de
oración. La fe, como lo reconocen todos los
autores y todas las escuelas, no consiste en
creer simplemente que hay un Dios, porque el
mundo no pudo crearse a sí mismo. Eso, dice
Santiago, también lo creen los demonios
(Santiago 2, 19). La fe consiste en creer a todo
lo que ha dicho ese Dios al hablarnos primero
por los profetas de Israel y luego por su propio
Hijo (Hebreos 1, 1 ss.). Cf. Romanos 1, 20;
Hebreos 11, 1 ss. y notas.
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5. Cf. Salmos 32, 3; 88, 16.
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6. Todo lo
que respira: “Toda creatura, libre ya de la
división y de las miserias creadas por el
pecado, se une armoniosamente al coro único de
hombres y ángeles, convertida en un címbalo para
celebrar la gloria de Dios triunfador con el
cántico final de la victoria” (San Gregorio
Niseno).
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