Salmo 12 |
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Recurso del alma apremiada
1Al maestro de coro. Salmo de David.
2*¿Hasta
cuándo, Yahvé?
¿Me tendrás olvidado constantemente?
¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro?
3¿Hasta
cuándo fatigaré
mi alma con cavilaciones
y mi corazón con tristezas cada día?
¿Hasta cuándo habrá de prevalecer
sobre mí el enemigo?
4Mira
y respóndeme, Yahvé, Dios mío;
alumbra mis ojos
para que no me duerma en la muerte,
5*y
no diga el adversario:
“Lo he vencido.”
Los que me afligen
saltarían de gozo si yo cayera,
6*después
de haber puesto
mi confianza en tu misericordia.
Sea mi corazón
el que se alegre por tu socorro;
cante yo a Yahvé
por su bondad para conmigo.
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2.
“Esconder el rostro” o hacerse sordo es como
estar ausente. David sabe que su Dios lo está
oyendo, y por eso, aun en medio de la extrema
impotencia y aparente abandono en que se halla
—probablemente durante la persecución de Saúl—
no vacila en presentar al Señor, con audacia
filial, su apremiante queja. Confortado luego su
espíritu con esta oración, no tarda en abrirse a
la gozosa perspectiva que vemos al final. Este
Salmo nos estimula así, como muchos otros, a
seguir ese mismo camino de oración que David,
inspirado por el Espíritu Santo, enseña aquí con
su palabra y con su ejemplo; y es un precioso
exorcismo contra el pérfido enemigo que intenta
sembrar en nuestra alma el desaliento y la
tristeza, inevitables siempre que falta la
esperanza.
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5. Es frecuente en la Escritura este pensamiento
contra la arrogancia de los enemigos soberbios
(cf. Deuteronomio 32, 27; Salmo 24, 3).
Espiritualmente puede aplicarse al peor enemigo,
Satanás, cuya fuerza es mayor que la nuestra
propia (Salmo 58, 4), pero es siempre vencida
por la gracia (I Juan 2, 13-14), si tenemos fe
(I Pedro 5, 8-9; Romanos 1, 17, etc.).
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6. Otros vierten con la Vulgata:
mas yo tengo mi confianza, etc., lo cual da también un matiz de
hermosa piedad. La versión del nuevo Salterio
Romano que aquí seguimos, parece más apremiante
al presentar crudamente, al Dios que tanto
ostenta sus atributos de misericordia y
fidelidad, esa idea de que pueda quedar
confundido quien ha confiado en Él. Bien sabe
David que esto es imposible (cf. Salmos 24, 2;
30, 6; 124, 1, etc.), y por eso, como Jesús en
Juan 11, 41 s., anticipa a Dios la gratitud y la
alabanza, como si ya hubiese recibido lo que
espera de ese “Padre de las misericordias y Dios
de toda consolación” (II Corintios 1, 3).
También la Virgen nos muestra su corazón
“exultante” a causa de la salud que viene de
Dios (Lucas 1, 47).
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