Salmo 38 |
|
* (Alef 1-8) (Bet 9-16) (Guimel 17-24) (Dalet 25-32) (He 33-40) (Vau 41-48) (Zain 49-56) (Het 57-64) (Tet 65-72) (Yod 73-80) (Caf 81-88) (Lamed 89-96) (Mem 97-104) (Nun 105-112) (Samec 113-120) (Ayin 121-128) (Pe 129-136) (Sade 137-144) (Qof 145-152) (Resch 153-160) (Sin 161-168) (Tau 169-176)
Oración en tiempo de aflicción
1*Al maestro de coro, a Iditún. Salmo de David.
2*Yo
me dije: “Atenderé a mis caminos,
para no pecar con mi lengua;
pondré un freno a mi boca
mientras el impío esté frente a mí.”
3*Y
quedé silencioso, mudo;
calle aún el bien;
pero mi dolor se exasperaba.
4*El
corazón ardía en mi pecho;
cuando reflexionaba, el fuego se encendía;
entonces solté mi lengua diciendo:
5*
“Hazme saber, Yahvé, cuál es mi fin,
y cuál el número de mis días,
para que entienda cuan caduco soy.
6Tú
diste a mis días un largo de pocos palmos,
y mi vida es como nada ante Ti.
Un mero soplo es todo hombre.
7*Como
una sombra, pasa el mortal,
y vanamente se inquieta;
atesora, y no sabe quién recogerá.”
8Así
pues ¿qué espero yo ahora, Señor?
Toda mi esperanza está en Ti.
9Sálvame
Tú de todas mis iniquidades;
no me entregues al escarnio del necio.
10*Enmudezco
y no abro más mi boca;
porque todo lo haces Tú.
11Sólo
aparta de mí tu azote,
pues ante el poder de tu mano desfallezco.
12*Tú
castigas al hombre por su culpa;
destruyes, como la polilla,
lo que él más aprecia.
En verdad, todo hombre
no es más que un soplo.
13*
Escucha, Yahvé, mi ruego,
presta oído a mis clamores,
no te hagas sordo a mis lágrimas;
porque frente a Ti yo soy un peregrino,
un transeúnte, como fueron todos mis padres.
14Deja
de castigarme para que respire,
antes que parta y ya no esté.
*
1. Iditún,
jefe de coro, contemporáneo de David, uno de los
músicos del Santuario (I Paralipómenos 23, 1; II
Paralipómenos 5, 12), tal vez el mismo que Etán
(I Paralipómenos 15, 17).
*
2. Sobre esta sabiduría de ver en todo los
designios de Dios y callarse aunque prospere el
enemigo, véase Salmo 36, 7 s. y nota. San
Ambrosio lo aplica al silencio de Jesús ante sus
jueces y traidores movidos por Satanás (Mateo
26, 63; Marcos 14, 61; Juan 19, 9; Salmo 37, 14
y nota).
*
3. ¡Aun el
bien! Muchas veces el silencio tiene un
valor supremo y ninguna elocuencia puede
aventajarlo. Tal vez no está en ese momento a
nuestro alcance “le mot qu'il fallait dire”,
mostrándonos así que Dios no nos mueve a hablar
(cf. Mateo 10, 19), sin duda por la inutilidad e
inconveniencia de dar “el pan a los perros o las
perlas a los cerdos” (Mateo 7, 6). Cf. Salmo 18,
1 y nota.
*
4. Suele citarse esto como elogio de la
meditación que enciende el amor. La idea es muy
exacta, pero el sentido aquí es más bien de
dolor (Cardenal Gomá). Es en efecto esa
desesperación que nos invade, no sólo cuando
somos personalmente víctimas de la injusticia
(porque entonces quizá es más fácil perdonar
sabiendo que tal es la obligación fundamental
que nos impone el Sermón de la Montaña [cf.
Mateo 7, 2 y nota]), sino sobre todo cuando
vemos algo que se está haciendo mal y ansiamos
protestar y rectificarlo. Pero sabemos que todo
es inútil, que no escucharán o probablemente se
burlarán de nuestra evidente razón, porque no
verán o no querrán ver esa razón. Para esos
casos en que parece que la indignación va a
estallar en nosotros, es este Salmo un remedio
heroico. Apenas entramos a entenderlo vemos que,
suceda lo que sucediere (cf. Mateo 24, 6), no
hay motivo para alterarse. No somos tan
importantes como para que de nosotros dependa el
destino del mundo ni su responsabilidad. Dios
está por encima de todo, y todo lo ve. Si Él lo
permite (versículo 10), sabe bien por qué lo
hace. Callémonos tranquilos, confiando sólo a Él
(versículo 9) nuestra salvación y justificación
frente a la iniquidad. Cf. Salmo 36, 1 y nota.
*
5. Cf. Salmos 9a, 21; 89, 12 y nota. Mudo frente
a la iniquidad de los hombres, el salmista
estalla en un desahogo frente a Dios, semejante
al del Salmo 31, 4 s. Con Él no necesitamos usar
de esa prudencia de la serpiente, sino, al
contrario, se nos permite y se nos manda tener
la sencillez de la paloma (Mateo 10, 16). Véase
II Corintios 5, 13 y nota sobre ese desahogo sin
límites que podemos disfrutar a solas con
nuestro Padre divino, como un niñito que aún no
conoce la vergüenza en brazos de su madre
(Isaías 66, 13 y nota). ¿Qué nos importa ser
débiles y aun sucios, feos, antipáticos, si
sabemos que Él nos ama lo mismo? No habría un
suicida más si se le hiciese conocer cómo es el
corazón de Dios.
*
7. Es el destino de los avaros: trabajar toda la
vida y no saber para quién ni por qué. Cf. Salmo
48, 11; Eclesiastés 4, 7 ss.; Eclesiástico 11,
20; Lucas 12, 20; I Timoteo 6, 17 ss.
*
10. Es decir, ya vuelvo a mi silencio (versículo
3; cf. 5. 37, 14-s.), porque eres Tú quien todo
la gobierna y sabes mejor que yo lo que me
conviene. Bellísima prueba del amor (cf. Salmo
118, 102; Mateo 26, 39).
*
12. Plausiblemente opinan varios autores que
aquí se trata, como en Génesis 3. de la caída
del hombre en general, a causa de la culpa de
Adán, que lo ha reducido a un estado sumamente
miserable (cf. Sabiduría 2, 24 y nota; Denz. 174
ss.) del cual sólo la Redención de Cristo puede
sacar, mediante un nuevo nacimiento
sobrenatural, a los que creen en ella (Juan 1,
12 s.; 3, 3). No se trata, pues, de cada hombre
individualmente, pues en tal caso no es ésta la
regla, como lo pretendían los amigos de Job,
sino que Dios suele esperar al pecador con
indecible longanimidad y misericordia (cf.
Sabiduría 11, 24 ss. y notas), porque su
justicia no es de este mundo, según lo vemos en
los Salmos 36, 48, 72, 93, etc.
*
13. Al revés de lo que hace el mundo, el
salmista no se recomienda por sus méritos o
abolengo sino por su miseria (cf. Salmo 50, 5 s.
y notas) y la de sus padres, pobres peregrinos
en este destierro. Cf. I Pedro 2, 11; Hebreos
11, 13-16. Notemos la lección de humildad que a
este respecto nos da el salmista. El amor al
propio padre y madre es la primera regla de la
caridad y también de la justicia en el sentido
equitativo, pues en el orden natural les debemos
cuanto somos, y también porque son para nosotros
verdaderos representantes de Dios, de donde les
viene la inmensa autoridad que tienen sobre los
hijos, como nos lo muestra la divina Escritura
en la época de los patriarcas. Pero es muy
distinto el caso de los antepasados como solían
invocarlos los fariseos ante Jesús, y también
los mundanos de todos los tiempos, con orgullo
de raza, de patria, de familia (cf. I Timoteo 1,
4). Para reducir a su justo límite lo que
debemos a esos antepasados, basta pensar que el
primero de ellos, el fundador de la estirpe, se
entregó a Satanás con toda su descendencia
(véase Salmo 39, 13; Sabiduría 2, 24 y notas).
Gracias a nuestro padre Adán nacemos de derecho
propiedad del diablo y sólo nuestro Salvador
Jesucristo pudo otorgarnos el nuevo nacimiento
en el bautismo, mediante la fe, que necesitamos
para salir de ese dominio, cuyos lazos nos
persiguen hasta el fin de esta vida. ¿Podrá
alguien con esto sentirse orgulloso de su
nacimiento e invocar como ilustre tan humillante
ascendencia? Cf. Salmo 78, 8.
|