LUCAS 1 |
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PRÓLOGO
(1, 1-4)
1 Habiendo muchos tratado de
componer una narración de las cosas plenamente
confirmadas entre nosotros,
2
según lo que nos han transmitido aquellos que fueron,
desde el comienzo*,
testigos oculares y ministros de la palabra;
3
me ha parecido
conveniente, también a mí, que desde hace mucho tiempo
he seguido todo exactamente, escribirlo todo en forma
ordenada, óptimo Teófilo*,
4
a fin de que
conozcas bien la certidumbre de las palabras en que
fuiste instruido.
I. INFANCIA DE JESÚS
(1, 5 - 2, 52)
Anunciación del nacimiento del
Precursor.
5
Hubo en tiempo
de Herodes, rey de Judea, un sacerdote llamado Zacarías,
de la clase de Abía*.
Su mujer, que descendía de Aarón, se llamaba Isabel.
6
Ambos eran justos delante de Dios, siguiendo todos
los mandamientos y justificaciones*
del Señor de manera irreprensible.
7
Mas no tenían hijos, porque Isabel era
estéril, y ambos eran de edad avanzada*.
8
Un día que estaba de servicio delante de Dios, en el
turno de su clase,
9
fue designado, según la usanza sacerdotal para entrar
en el Santuario del Señor y ofrecer el incienso.
10
Y toda la multitud del pueblo estaba en oración
afuera. Era la hora del incienso.
11
Apareciósele, entonces, un ángel del
Señor, de pie, a la derecha del altar de los perfumes.
12
Al verle, Zacarías se turbó, y lo invadió el temor.
13
Pero el ángel le dijo: “No temas, Zacarías, pues tu
súplica ha sido escuchada: Isabel, tu mujer, te dará un
hijo, al que pondrás por nombre Juan.
14
Te traerá gozo y alegría y muchos se regocijarán con
su nacimiento.
15
Porque será grande delante del Señor; nunca beberá
vino ni bebida embriagante, y será colmado del Espíritu
Santo ya desde el seno de su madre;
16
y convertirá a muchos de los hijos de Israel al Señor
su Dios.
17 Caminará delante de Él con el espíritu y el poder de
Elías, para convertir los
corazones de los padres hacia los hijos, y los rebeldes
a la sabiduría de los justos, y preparar al Señor un
pueblo bien dispuesto”*.
18 Zacarías dijo al
ángel: “¿En qué conoceré esto? Porque yo soy viejo, y mi
mujer ha pasado los días”.
19
El ángel le respondió:
“Yo soy Gabriel, el que asisto a la vista de Dios; y he
sido enviado para hablarte y traerte esta feliz nueva.
20 He aquí que
quedarás mudo, sin poder hablar hasta el día en que esto
suceda, porque no creíste a mis palabras, que se
cumplirán a su tiempo”.
21 El pueblo estaba
esperando a Zacarías, y se extrañaba de que tardase en
el santuario*.
22
Cuando salió por fin,
no podía hablarles, y comprendieron que había tenido
alguna visión en el santuario; les hacía señas con la
cabeza y permaneció sin decir palabra.
23
Y cuando se cumplió el
tiempo de su ministerio, se volvió a su casa.
24
Después de aquel
tiempo, Isabel, su mujer, concibió, y se mantuvo
escondida durante cinco meses, diciendo:
25 “He ahí lo que el
Señor ha hecho por mí, en los días en que me ha mirado
para quitar mi oprobio entre los hombres”.
El ángel Gabriel anuncia a
María la Encarnación del Verbo.
26
Al sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a
una ciudad de Galilea llamada Nazaret,
27
a una virgen
prometida en matrimonio a un varón, de nombre José, de
la casa de David*;
y el nombre de la virgen era María.
28
Y entrado donde ella estaba, le dijo: “Salve, llena
de gracia; el Señor es contigo”*.
29
Al oír estas palabras, se turbó, y se preguntaba qué
podría significar este saludo.
30
Mas el ángel le dijo: “No temas, María,
porque has hallado gracia cerca de Dios.
31
He aquí que vas
a concebir en tu seno, y darás a luz un hijo, y le
pondrás por nombre Jesús.
32
El será grande y será llamado el Hijo del Altísimo; y
el Señor Dios le dará el trono de David su padre*,
33
y reinará sobre
la casa de Jacob por los siglos, y su reinado no tendrá
fin”.
34
Entonces María dijo al ángel: “¿Cómo será eso, pues
no conozco varón?”*
35
El ángel le respondió y dijo: “El Espíritu Santo
vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá;
por eso el santo Ser que nacerá será llamado Hijo de
Dios.
36
Y he aquí que tu parienta Isabel, en su
vejez también ha concebido un hijo, y está en su sexto
mes la que era llamada estéril;
37
porque no hay nada imposible para Dios”.
38
Entonces María dijo: “He aquí la esclava del Señor:
Séame hecho según tu palabra”*.
Y el ángel la dejó.
Visita de María a Isabel. El
Magnificat.
39
En aquellos
días, María se levantó y fue apresuradamente a la
montaña, a una ciudad de Judá*;
40
y entró en la
casa de Zacarías y saludó a Isabel.
41
Y sucedió cuando Isabel oyó el saludo de
María, que el niño dio saltos en su seno e Isabel quedó
llena del Espíritu Santo.
42
Y exclamó en alta voz y dijo: “¡Bendita tú entre las
mujeres, y bendito el fruto de tu seno!
43
¿Y de dónde me
viene, que la madre de mi Señor venga a mí?
44
Pues, desde el
mismo instante en que tu saludo sonó en mis oídos, el
hijo saltó de gozo en mi seno.
45
Y dichosa la que creyó, porque tendrá cumplimiento lo
que se le dijo de parte del Señor”.
46
Y María dijo:
“Glorifica mi alma al Señor*,
47
y mi espíritu se goza en Dios mi Salvador,
48
porque ha mirado la pequeñez de su esclava. Y he aquí
que desde ahora me felicitarán todas las generaciones;
49
porque en mí obró grandezas el Poderoso. Santo es su
nombre*,
50
y su
misericordia, para los que le temen va de generación en
generación.
51
Desplegó el poder de su brazo; dispersó a los que se
engrieron en los pensamientos de su corazón*.
52
Bajó del trono a los poderosos, y levantó a los
pequeños;
53
llenó de bienes a los hambrientos, y a los ricos
despidió vacíos*.
54
Acogió a Israel su siervo*,
recordando la misericordia,
55
conforme lo dijera a nuestros padres en favor de
Abrahán y su posteridad para siempre”*.
56
Y quedóse María con ella como tres meses, y después
se volvió a su casa.
Nacimiento del Precursor. El
Benedictus.
57
Y a Isabel le
llegó el tiempo de su alumbramiento, y dio a luz un
hijo.
58
Al oír los vecinos y los parientes la gran
misericordia que con ella había usado el Señor, se
regocijaron con ella.
59
Y, al octavo día vinieron para circuncidar al niño, y
querían darle el nombre de su padre: Zacarías.
60
Entonces la
madre dijo: “No, su nombre ha de ser Juan”*.
61
Le dijeron: “Pero nadie hay en tu parentela que lleve
ese nombre”.
62
Preguntaron, pues, por señas, al padre cómo quería
que se llamase.
63
El pidió una tablilla y escribió: “Juan es su
nombre”. Y todos quedaron admirados.
64
Y al punto le fue abierta la boca y
lengua, y se puso a hablar y a bendecir a Dios.
65
Y sobrecogió el
temor a todos sus vecinos, y en toda la montaña de Judea
se hablaba de todas estas cosas;
66
y todos los que las oían las grababan en sus
corazones, diciendo: “¿Qué será este niño?”, pues la
mano del Señor estaba con él.
67
Y Zacarías su padre fue colmado del Espíritu Santo, y
profetizó así*:
68 Bendito sea el Señor, el Dios de
Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo,
69
al suscitarnos
un poderoso Salvador, en la casa de David, su siervo,
70
como lo había
anunciado por boca de sus santos profetas, que han sido
desde los tiempos antiguos:
71
un Salvador para librarnos de nuestros enemigos, y de
las manos de todos los que nos aborrecen;
72
usando de
misericordia con nuestros padres, y acordándose de su
santa alianza*,
73
según el
juramento, hecho a Abrahán nuestro padre, de concedernos
74
que librados de la mano de nuestros enemigos, le
sirvamos sin temor
75
en santidad y justicia, en su presencia, todos
nuestros días.
76
Y tú, pequeñuelo, serás llamado profeta del Altísimo,
porque irás delante del Señor para preparar sus caminos,
77
para dar a su pueblo el conocimiento de la salvación,
en la remisión de sus pecados,
78
gracias a las entrañas misericordiosas de
nuestro Dios, por las que nos visitará desde lo alto el
Oriente*,
79
para iluminar a
los que en tinieblas y en sombra de muerte yacen, y
dirigir nuestros pies por el camino de la paz”.
80 Y el niño crecía y se fortalecía
en espíritu, y habitó en los desiertos hasta el día de
darse a conocer a Israel.
2.
Desde el
comienzo:
Tal es la esencia
de la tradición, y lo que hace su eficacia: no
el que se haya trasmitido por mucho o poco
tiempo, sino el que arranque de la fuente
originaria y conserve sin ninguna variación el
primitivo depósito. Cf. 1 Tm. 6, 20.
3.
Teófilo,
a quien
dedica el Evangelista su libro, es un noble
amigo de San Lucas, convertido al cristianismo,
o un seudónimo que designa a todos los
cristianos. Prefieren algunos exégetas esta
interpretación no sólo por ser desconocida dicha
personalidad en la literatura evangélica, sino
también por el nombre que significa: “el que ama
a Dios”.
5. De las 24
familias o grupos sacerdotales que se turnaban
en el servicio del Templo,
la familia de “Abía” era la octava (1 Cro. 24,
10).
6.
Mandamientos y
justificaciones.
No son dos
términos sinónimos; de lo contrario, el segundo
sería redundante. La Palabra de Dios no contiene
exclusivamente preceptos, como un tratado de
obligaciones, sino que está llena de
revelaciones de amor y secretos de santidad, por
lo cual Jesús llama a su Evangelio la Buena
Nueva. Sobre el sentido de esas
“justificaciones” en el Antiguo Testamento,
puede verse especialmente el Sal. 118 y sus
notas. En el Nuevo Testamento, S. Pablo enseña
que nuestra justificación es la sangre de Cristo
y la Resurrección del Redentor, el cual nos dejó
como fruto la gracia del Espíritu Santo que se
nos da mediante la fe. Cf. Rm. 3, 24 ss.; 4, 25;
5, 16 ss.; 8, 10 s., etc.
7 ss.
No tener
hijos se consideraba entre los judíos como
un castigo de Dios. Por tanto pedía Zacarías que
se quitase a él y a su mujer el oprobio de la
esterilidad. Véase 1 Sam. 1, 11.
17. Véase Mal. 3,
1; 4, 6; Mt. 11, 11 y nota.
Juan
tendrá que
preparar el camino para la primera venida de
Cristo como Elías lo hará cuando se acerque la
segunda (Mt. 17, 11 s. y nota).
21. Después del
sacrificio el sacerdote tenía que bendecir al
pueblo con la fórmula de Nm. 6, 23 ss.
27.
De la casa de
David:
Aquí parece
referirse más bien a José, que sin duda lo era
(cf. Mt. 1, 6 y 16). Pero lo mismo se deduce de
María en el v. 32 y 3, 23 ss. (véase allí la
nota). La diferencia entre ambos esposos está en
que María descendía de David por Natán (línea no
real) y José por la línea real de Salomón. Para
que se cumpliese el anuncio del v. 32, Jesús
debía reunir en Él la sangre de David, que
recibió de su Madre, y el derecho a la corona,
que recibió de su padre adoptivo. Bien lo sabían
los judíos, pues de lo contrario los enemigos de
Cristo lo habrían acusado de impostor cuando fue
aclamado como “Hijo de David” (Mt. 21, 9-11).
28. He aquí la
fórmula original del
Ave María,
que se
completa con las palabras de Isabel en el v. 42.
El ángel la saludó sin duda en lenguaje arameo
(el hebreo de entonces, con influencias de Siria
y Caldea) con la fórmula
“Shalom
lak”, o sea literalmente: “Paz sobre ti”
(10, 6; Mt. 10, 12 y nota). La fórmula griega
“jaíre”,
usada para ese saludo, significa
literalmente “alégrate” y ha sido traducida al
latín por la fórmula equivalente de salutación
“Ave”.
Las lenguas modernas han conservado a veces la
palabra latina, como hace también el español al
designar la oración
Ave María,
o la han traducido diciendo simplemente: “Yo
te saludo”, o bien usando expresiones
semejantes, por ejemplo: “Salve”. La fórmula
“Dios te salve”, que es sin duda la más hermosa
para saludar al común de los mortales, no puede
evidentemente ser entendida en forma literal,
como si la Virgen aun tuviera que ser salvada.
“Llena de
gracia” (en griego
kejaritomene) es también sin duda la
grecización de una expresión aramea que algunos
traducen por: “objeto del favor divino”, según
lo que el ángel agrega en el v. 30. De todas
maneras hay una admirable lección de humildad en
ese elogio que, sin perjuicio de establecer la
más alta santidad en María (habiéndose fundado
principalmente en ello el dogma de la Inmaculada
Concepción), no alaba en la Virgen ninguna
cualidad o virtud como propia de Ella, sino la
obra de la divina predilección, como Ella misma
lo había de proclamar en el Magnificat (v. 48
s). Bendita tú entre las mujeres: estas palabras faltan aquí en muchos
códices. Son las que Isabel dijo a María en el
v. 42, donde se completa la primera parte del
Ave María. La segunda parte fue añadida
posteriormente.
32 s. Véase 2, 50
y nota;
Dn. 7, 14 y 27; Mi. 4, 7; Mt. 1, 18 ss.; Is. 9,
7; 22, 22; etc.
34. Véase Mt. 1,
19 y nota. De derecho María
era esposa de San José. Así la sabiduría de Dios
lo había dispuesto para guardar la honestidad de
la Virgen a los ojos de la gente. De las
palabras: “No conozco varón” se deduce que María
había hecho voto de guardar la virginidad. En
las pocas veces que habla María, su corazón
exquisito nos enseña siempre no sólo la más
perfecta fidelidad sino también la más plena
libertad de espíritu. No pregunta Ella cómo
podrá ser esto, sino:
cómo será,
es decir que desde el primer momento está
bien segura de que el anuncio del Mensajero se
cumplirá, por asombroso que sea, y de que Ella
lo aceptará íntegramente, cualesquiera fuesen
las condiciones. Pero no quiere quedarse con una
duda de conciencia, por lo cual no vacila en
preguntar si su voto será o no un obstáculo al
plan de Dios, y no tarda en recibir la respuesta
sobre el prodigio portentoso de su Maternidad
virginal. La pregunta de María, sin disminuir en
nada su docilidad (v. 38), la perfecciona,
mostrándonos que nuestra obediencia no ha de ser
la de un autómata, sino dada con plena
conciencia, es decir, de modo que la voluntad
pueda ser movida por el espíritu. De ahí que
Cristo se presente como la luz, la cual no
quiere que la sigamos ciegamente. Véase Jn. 12,
46; 1 Co. 12, 2 y notas.
38. La respuesta
de
María manifiesta, más aún su incomparable
humildad y obediencia, la
grandeza
de su fe que la hace entregarse enteramente
a la acción divina, sin pretender penetrar el
misterio ni las consecuencias que para Ella
pudiera tener.
39.
Una ciudad de
Judá:
Según unos
Ain Carim, a una legua y media al oeste de Jerusalén; según otros,
una ciudad en la comarca de Hebrón, lo que es
más probable.
46 ss. Este
himno, el
Magnificat,
está
empapado de textos de la Sagrada Escritura,
especialmente del cántico de Ana (1 Sam. 2,
1-10) y de los Salmos, lo que nos enseña hasta
qué punto la Virgen se había familiarizado con
los Sagrados Libros que meditaba desde su
infancia. El Magnificat es el canto lírico por
excelencia, y más que nada en su comienzo. Toda
su segunda parte lo es también, porque canta la
alabanza del Dios asombrosamente paradojal que
prefiere a los pequeños y a los vacíos. De ahí
que esa segunda parte esté llena de doctrina al
mismo tiempo que de poesía. Y otro tanto puede
decirse de la tercera o final, donde “aquella
niña hebrea” (como la llama el Dante), que había
empezado un cántico individual, lo extiende
(como el Salmista en el Sal. 101), a todo su
pueblo, que Ella esperaba recibiría entonces las
bendiciones prometidas por los profetas, porque
Ella ignoraba aún el misterio del rechazo de
Cristo por Israel. Pero el lirismo del
Magnificat desborda sobre todo en sus primeras
líneas, no sólo porque empieza cantando y
alabando, que es lo propio de la lira y el arpa,
como hizo el Rey David poeta y profeta, sino
también y esencialmente porque es Ella misma la
que se pone en juego toda entera como heroína
del poema. Es decir que, además de expresar los
sentimientos más íntimos de su ser, se apresura
a revelarnos, con el alborozo de la enamorada
feliz de sentirse amada, que ese gran Dios puso
los ojos en Ella, y que, por esa grandeza que Él
hizo en Ella, la felicitarán todas las
generaciones. Una mirada superficial podría
sorprenderse de este “egoísmo” con que María, la
incomparablemente humilde y silenciosa, empieza
así hablando de sí misma, cuando pareciera que
pudo ser más generoso y más perfecto hablar de
los demás, o limitarse a glorificar al Padre
como lo hace en la segunda parte. Pero si lo
miramos a la luz del amor, comprendemos que nada
pudo ser más grato al divino Amante, ni más
comprensivo de parte de la que se sabe amada,
que pregonar así el éxtasis de la felicidad que
siente al verse elegida, porque esa confesión
ingenua de su gozo es lo que más puede agradar y
recompensar al magnánimo Corazón de Dios. A
nadie se le ocurriría que una novia, al recibir
la declaración de amor, debiese pedir que esa
elección no recayese en ella sino en otra.
Porque esto, so capa de humildad, le sabría muy
mal al enamorado, y no podría concebirse
sinceramente sino como indiferencia por parte de
ella. Porque el amor es un bien incomparable
–como que es Dios mismo (1 Jn. 4, 16)– y no
podría, por tanto, concebirse ningún bien mayor
que justificase la renuncia al amor. De ahí que
ese “egoísmo” lírico de María sea la lección más
alta que un alma puede recibir sobre el modo de
corresponder al amor de Dios. Y no es otro el
sentido del Salmo que nos dice: “Deléitate en el
Señor y te dará cuanto desee tu corazón” (Sal.
36, 4). Ojalá tuviésemos un poco de este egoísmo
que nos hiciese desear con gula el amor que Él
nos prodiga, en vez de volverle la espalda con
indiferencia, como solemos hacer a fuerza de
mirarlo, con ojos carnales, como a un gendarme
con el cual no es posible deleitarse en esta
vida.
49 ss. Véase Sal.
110, 9; 102, 13 y 17; 88, 11; 2 Sam.
22, 28. A la confesión de la humildad, sucede la
grandiosa
alabanza de Dios. Es muy de admirar, y de meditar, el hecho de que
toda esta serie de alabanzas, que podrían haber
celebrado tantas otras de las divinas grandezas,
se refieran insistentemente a un solo punto: la
exaltación de los pequeños y la confusión de los
grandes, como para mostrarnos que esta paradoja,
sobre la cual tanto había de insistir el mismo
Jesús, es el más importante de los misterios que
el plan divino presenta a nuestra consideración.
En efecto, la síntesis del espíritu evangélico
se encuentra en esa pequeñez o infancia
espiritual que es la gran bienaventuranza de los
pobres en espíritu, y según la cual los que se
hacen como niños, no sólo son los grandes en el
Reino, sino también los únicos que entran en él
(Mt. 3, 2 nota).
54.
Acogió a Israel
su siervo:
otros traducen
“su hijo”. El griego “paidós” y el latín
“puerum”, admiten ambas traducciones. ¿Alude
aquí la Virgen al Mesías, Hijo de Dios, a quien
le llegaban los tiempos de su Encarnación, o al
pueblo de Israel, a quien Dios acogía enviándole
al Mesías prometido? Fillion expone como
evidente esta última solución, señalando además
el sentido de protección que tiene el término
griego “antelábeto” (acogió). Algunos –como
Zorell– se inclinan a la primera solución,
señalando como fuente de este texto el de Is.
42, 1 ss., en el cual se alude indiscutiblemente
al Mesías como lo atestigua S. Mateo (12, 18
ss.). Pero no parece ser ésa la fuente; la
Biblia de Gramática ni siquiera la cita entre
los lugares paralelos de nuestro texto. En
realidad caben ambas interpretaciones del nombre
de Israel. Vemos, por ejemplo, que el texto de
Is. 41, 8 se refiere evidentemente a Israel y no
a Jesús, pues en el v. 16 le anuncia que se
glorificará en el Santo de Israel o sea en el
Mesías. En el mismo Isaías Dios vuelve a
referirse a Israel como siervo, llamándole
sordo, con relación a su rechazo del Mesías (42,
19), y también en 44, 21 ss., donde le dice que
vuelva a Él porque ha borrado sus iniquidades.
En cambio, en la gran profecía del Redentor
humillado y glorioso (Is. 49, 3 ss.), el Padre
habla al “Siervo de Yahvé” y le llama “Israel”
(si no es interpolación) dirigiéndose claramente
al Mesías, pues le dice que será su servidor
para conducir hacia Él las tribus de Jacob, y no
sólo para esto, sino también para ser luz de las
naciones, tal como la profecía de Simeón llama a
Cristo en Lc. 2, 32.
55.
En favor de
Abrahán,
etc. Como se ve,
este texto, no sólo en el griego sino también en
la Vulgata, según lo hace notar Fillion, no dice
que Dios se acordó de su misericordia, como lo
hubiese anunciado a los patriarcas incluso
Abrahán y su descendencia hasta ese momento,
sino que Dios, según lo había anunciado a los
patriarcas, recordó la misericordia prometida a
Abrahán, a quien había dicho que su descendencia
duraría para siempre. Lo cual concordaría
también con el hecho de que la Virgen ignoraba
el misterio del rechazo del Mesías en su primera
venida, por parte del pueblo escogido, y creía,
como los Reyes Magos (Mt. 2, 2-6), Zacarías (v.
69 ss.), Simeón (2, 32), los apóstoles (Hch. 1,
6) y todos los piadosos israelitas que aclamaron
a Jesús el Domingo de Ramos, que el Mesías-Rey
sería reconocido por su pueblo, según la promesa
que María había recibido del ángel con respecto
a su Hijo en el v. 32: “el Señor Dios le dará el
trono de David su padre y reinará en la casa de
Jacob para siempre, y su reinado no tendrá fin”.
Véase 2, 35; 2, 50; Mi. 7, 20 y notas.
60.
Juan
significa “Dios
es bondadoso”. Zacarías le da este nombre como
se lo había ordenado el ángel en el v. 13.
67.
El cántico de Zacarías es el
Benedictus de la Liturgia. Así como el Magníficat, es rezado cada
día en el Oficio divino, y contiene también, en
primer lugar, una acción de gracias al
Todopoderoso, y luego una grandiosa profecía de
la Redención y del reino de Jesucristo, cuyo
precursor será el recién nacido Juan.
72 ss. Véase Sal.
104, 8 s.; 105, 45 s.; Gn. 17, 6
s.; 22, 16-18;
26, 3.
78 s.
El Oriente
es
Jesucristo, la verdadera luz (2, 32; Jn. 1, 4;
3, 19; 8, 12; 12, 35; Ap. 21, 23), que vino al
mundo e ilumina a todo hombre (Jn. 1, 9) como
“Sol de justicia” (Mal. 4, 2). Cf. Jn. 9, 5; Is.
60, 2 s.; Za. 3, 8.
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