1
CORINTIOS |
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San Pablo no predica sino a
Cristo, y Éste crucificado.
1
Yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no llegué
anunciándoos el testimonio de Dios con superioridad de
palabra o de sabiduría*,
2
porque me
propuse no saber entre vosotros otra cosa sino a Jesucristo,
y Éste crucificado.
3
Y, efectivamente, llegué a vosotros con debilidad,
con temor, y con mucho temblor*.
4
Y mi lenguaje y mi predicación no consistieron en
discursos persuasivos de
sabiduría (humana),
sino en manifestación de Espíritu
y de poder*;
5 para que vuestra
fe no se funde en sabiduría de hombres, sino en una fuerza
divina.
La verdadera sabiduría es
sobrenatural.
6
Predicamos, sí, sabiduría entre los
perfectos*;
pero no sabiduría de este siglo, ni de los príncipes de este
siglo, los cuales caducan,
7
sino que
predicamos sabiduría de Dios en misterio, aquella que estaba
escondida y que predestinó Dios antes de los siglos para
gloria nuestra*;
8 aquella que ninguno de los príncipes de este siglo
ha conocido, pues si la hubiesen conocido no habrían
crucificado al Señor de la gloria*.
9 Pero, según
está escrito: “Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni entró en
pensamiento humano, esto tiene Dios preparado para los que
le aman”*.
10 Mas a nosotros nos lo reveló Dios por medio del
Espíritu, pues el Espíritu escudriña todas las cosas, aun
las profundidades de Dios.
11 ¿Quién de entre los hombres conoce lo que hay en un
hombre sino el espíritu de ese hombre que está en él? Así
también las cosas de Dios nadie llegó a conocerlas sino el
Espíritu de Dios*.
12 Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo,
sino el Espíritu que es de Dios; para que apreciemos las
cosas que Dios nos ha dado gratuitamente.
13 Estas las predicamos, no con palabras enseñadas por
la sabiduría humana, sino con las aprendidas del Espíritu
Santo,
interpretando las (enseñanzas)
espirituales para (hombres)
espirituales*,
14
porque el hombre natural no acepta las cosas del Espíritu de
Dios, como que para él son una insensatez; ni las puede
entender, por cuanto hay que juzgar de ellas espiritualmente*.
15
El (hombre)
espiritual, al contrario, lo juzga
todo, en tanto que él mismo de nadie es juzgado*.
16
Pues “¿quién ha conocido jamás el pensamiento del Señor para
darle instrucciones?” Nosotros, en cambio, tenemos el
sentido de Cristo*.
1. Es imposible poner
mayor elocuencia sobrenatural que en estas líneas donde se niega la elocuencia. En lugar de
testimonio de Dios dice la Vulgata:
testimonio de Cristo. En vez de
testimonio,
la última edición de Merk señala que el reciente
P. 46 (Papyrus Chester Beatty, 1936) cuya antigüedad
remonta al siglo II dice
misterio. Esta palabra parece corresponder mejor aún al pensamiento
del Apóstol, pues él nos dice en el v. 7 que la
sabiduría de Dios se predica en misterio. Tal es
también lo que Jesús nos enseña al decir
que ella se oculta a los sabios y se revela a los
niños de lenguaje sencillo (Lc. 10, 21). Véase v. 7
y nota.
3. Pablo no era
persona de prestancia. Al contrario, su pequeña
estatura y su falta de postura académica le quitaban
todo prestigio externo como orador, de manera que se
apoyaba únicamente en la
virtud de la Palabra de Dios, y no en recursos
humanos. Nada prueba mejor que su propio ejemplo la
verdad aparentemente paradojal que aquí nos enseña:
pues no ha habido desde él, en casi veinte siglos,
palabra que arrastre tanto como la de este tímido.
4.
Discursos
persuasivos: Pío IX exhorta a los predicadores
a no ejercer el ministerio evangélico en forma
elegante de humana sabiduría, ni con el aparato y
encanto profanos de vana y ambiciosa elocuencia,
sino en la manifestación del espíritu y la virtud de
Dios con fervor religioso, para que, exponiendo la
palabra de la verdad, y no predicándose a sí mismo,
sino a Cristo crucificado, anuncien con
claridad y abiertamente los dogmas de nuestra
santísima religión (Encíclica “Qui pluribus”).
6.
Entre los perfectos:
Véase el sentido de esta expresión en los vv. 13-14
y sus notas.
7.
En misterio:
cf. v. 1 y nota.
La que estaba
escondida: aquellas cosas “que desde todos los
siglos habían estado en el secreto de Dios” (Ef. 3,
9); especialmente el misterio de la Redención y de
la gracia, que comprende el misterio de la Iglesia.
Cf. Rm. 16, 15; Col. 1, 25-27.
8. Satanás nunca
habría inspirado la traición de Judas (Jn. 13, 27),
ni la condenación de Cristo, si hubiera podido
conocer su divinidad y el valor de Redención
que había de tener su muerte. De ahí que Jesús le
ocultase siempre su carácter de Hijo de Dios (Lc. 4,
1 ss.).
9. Cf. Is. 64, 4 y
nota.
Tiene Dios preparado
para los que le aman:
Es característico del
hombre el hastío o el aburrimiento ante la monotonía
o repetición de las mismas cosas. Y es que el hombre
fue hecho a imagen de Dios. Bien podría Él desafiar
a cualquiera a que encontrara dos crepúsculos
iguales. No hay panorama en la creación que no
cambie de aspecto con la mañana y con la tarde; con
la luna o el sol; con las cuatro estaciones del año.
El hombre también cambia con la edad como cambia el
día según las horas, y cambian los climas, y las
flores se renuevan como los frutos. Y como todas
estas cosas de la naturaleza no son sino imágenes de
las realidades espirituales (Rm. 1, 20), al mismo
tiempo que vemos en su variedad un recuerdo de su
fugacidad (7, 31; 2 Co. 4, 18) y una advertencia de
que nuestro estado no es normal sino transitorio
(Fil. 3, 20; Hb. 13, 14; 1 Jn. 3, 2; Is. 11, 1 ss.;
Col. 3, 2), vemos también en ello una figura y una
prenda que el divino Padre nos da de la infinita
variedad y riqueza de que Él mismo se jacta para
colmar, sin hastío, nuestro corazón por todas las
edades de la eternidad (Is. 48, 6 ss. y nota). De la
misma manera también su Palabra (que es su mismo
Verbo o Sabiduría) colma sin medida el corazón de
los que cada día buscan en ella su felicidad (Sb. 8,
16; Is. 48, 17; Sal. 36, 4; Si. 24, 38 s. y
notas).
11 s.
Nadie llegó a
conocerlas:
Sólo Dios, por su
naturaleza, puede conocerse a Sí mismo; sólo su hijo
Unigénito, “que es en el seno del Padre” (Jn. 1, 18)
lo ve cara a cara; sólo el Espíritu que escudriña
las cosas más íntimas de Dios (v. 10) penetra y
sondea su naturaleza. Ahora bien, ese mismo Espíritu
que dentro de Dios conoce las cosas de Dios, es el
que nos es dado (v. 12 y 16). Se explica, pues, que
ese mismo Espíritu, dentro de nosotros, nos haga
conocer también las profundidades de Dios (v. 10).
He aquí revelado en uno de sus admirables aspectos,
el del conocimiento, el Misterio del Espíritu Santo
en nosotros (Jn. 14, 17; Lc. 11, 13 y notas). De Él
nos dice Jesús que “nos lo enseñará todo” (Jn. 14,
26). El espíritu de este mundo es, según S. Tomás, la sabiduría del mundo y
el amor al mundo, el cual incita al hombre a hacer y
gustar lo que es del mundo (Mc. 8, 33). Según otros,
es el mismo Satanás príncipe y animador del mundo
(Jn. 14, 30). Notemos que ese espíritu sobrenatural
se nos da para que apreciemos la gratuidad del don
de Dios, pues el criterio de
la lógica humana no nos dejaría comprender (v. 14)
que Dios puede amarnos hasta tal punto.
13. S. Pablo insiste
siempre sobre el origen y valor divino de su
predicación. Véase Ga. 1, 1 y 11 s.; Ef. 3, 3.
Destacando esta doctrina de que hemos de
espiritualizarnos
para entender las cosas espirituales –lo cual no
significa ser eruditos sino ser niños (Lc. 10, 21)–
dice Fillion: “San Pablo va a explicar aquí las
palabras entre
los perfectos del v. 6. Acaba de decir que en la
predicación de los apóstoles todo es espiritual,
tanto las palabras como los pensamientos”.
14.
El hombre natural:
Literalmente,
el hombre psíquico. Buzy traduce:
el hombre
simplemente razonable. No se refiere, pues, al
hombre entregado a los vicios, sino a todo hombre
natural, a toda naturaleza caída que no haya nacido
de nuevo por el Espíritu (Jn. 3, 5 y nota), es
decir, a todo el que no es
espiritual y no vive la vida sobrenatural de la fe,
aunque pueda haber sido bautizado, pues esto le
quitó el pecado original, mas no la depravación
natural (cf. 1, 19 y nota). Así también los sabios
del paganismo, sin la luz de la revelación bíblica,
sólo llegaron a ver la virtud como la concibe
tristemente Horacio: “Virtus est medium vitiorum
utrimque reductum”, es decir, como la simple
resultante de los vicios opuestos entre sí y
limitados unos por otros. Sólo nuestro Dios se nos
revela como el Maestro de la virtud positiva, de la
cual Él mismo es la fuente, y que Él comunica
mediante su propio Espíritu a los que, dejando de
ser siervos, se hacen hijos de Él, como vemos
en Jn. 1, 12 s. Cf. Rm. 8, 6; Judas 19.
15.
El hombre espiritual
es capaz
de valorar las cosas profanas y las espirituales; el
hombre carnal, empero, sólo puede discernir las
cosas materiales; porque le falta el espíritu, la
luz del Espíritu Santo. Véase 12, 3; Jn. 14, 26; Rm.
15, 13. De
nadie es juzgado: es decir, que los hombres en
general, simplemente naturales (v. 14 y nota), no
son capaces de comprenderlo ni de apreciarlo
rectamente. De ahí las persecuciones que Jesús
anuncia a todos sus discípulos, no obstante tratarse
de hombres benéficos que, en lógica humana, debieran
ser amados de todos.
16.
¿Quién ha conocido?
etc.:
Véase Is. 40, 13; 55, 8 s.; Rm. 11, 34.
Nosotros:
es decir, los hombres espirituales, a que se refiere
el v. 15 (cf. 7, 40). Ésos tienen el instinto
sobrenatural que les hace entender las cosas de
Dios, porque se las muestra el Espíritu Santo que
está en ellos (v. 12 y nota). No son así los
corintios, aún carnales, como va a decírselo el
Apóstol en 3, 1. Esta
permanencia
en nosotros del Espíritu Santo, que nos da
el sentido de
Cristo, es, pues, un punto de suma importancia,
y está fundada en la Palabra de Jesús que nos lo
prometió para “que
quede siempre
con vosotros el Espíritu de verdad” (Jn. 14,
16). Observa un autor que ésta ha de ser en el
cristiano una situación
permanente
y, puesto que ya se nos ha dado (Rm. 5, 5), está
cumplida la promesa de Lc. 11, 13, y hemos de creer
en la ayuda del Espíritu Santo y que en esa fe ha de
estar el íntimo resorte de nuestra rectitud, pues,
sabiendo que a Dios no podríamos engañarlo, el
aceptar esta situación creyendo ingenuamente a la
promesa, lejos de ser presunción (como sería si
creyésemos tener alguna capacidad propia), nos
obliga a mantener nuestra alma bien desnuda en la
presencia de Dios “como el que vuela en avión y sabe
que la caída sería mortal”.
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