Jeremías
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Entre
las grandes figuras del Antiguo Testamento, ninguna tiene una
personalidad tan atrayente y conmovedora como JEREMÍAS. Los
demás profetas nos han dejado un mensaje, sin decirnos nada, o muy
poco, acerca de sí mismos. Él, en cambio, nos abre su alma en varios
poemas de una sinceridad estremecedora, que nos hacen penetrar en el
drama de su existencia.
Jeremías era miembro de una familia sacerdotal de Anatot, un pequeño
pueblo de la tribu de Benjamín, situado a unos pocos kilómetros al
norte de Jerusalén (1. 1). Nació poco más de un siglo después de
Isaías, y todavía era muy joven cuando el Señor lo llamó a ejercer
el ministerio profético (1. 6). En los primeros años de su actividad
profética, sus esfuerzos están dirigidos a "desarraigar" el pecado
en todas sus formas. Bajo la influencia de Oseas, su gran predecesor
en el reino del Norte, Jeremías insiste en que la Alianza es una
relación de amor entre el Señor e Israel. Si el pueblo no mantiene
su compromiso de fidelidad, el Señor lo rechazará como a una esposa
adúltera. Pero sus invectivas violentas y sus anuncios sombríos se
pierden en el vacío. Entonces Jeremías se rinde ante la evidencia.
El pueblo entero está irremediablemente pervertido (13. 23). El
pecado de Judá está grabado con un buril de diamante en las tablas
de su corazón (17. 1). Un profeta puede traer a los hombres una
palabra nueva, pero no puede darles un corazón nuevo (7. 25-28).
Jeremías vio confirmada esta dolorosa experiencia en los años que
precedieron a la caída de Jerusalén. Desde el 605 a. C.,
Nabucodonosor, rey de Babilonia, impone su hegemonía en Palestina.
Frente a este hecho, los grupos dirigentes de Judá no saben a qué
atenerse. La gran mayoría es partidaria de la resistencia armada,
con el apoyo de Egipto, aun a riesgo de perderlo todo. Una pequeña
minoría, por el contrario, propicia el sometimiento a Babilonia, con
la esperanza de poder sobrevivir y de mantener una cierta autonomía
bajo la tutela del poderoso Imperio babilónico. Muy a pesar suyo,
Jeremías se ve comprometido en estos debates. Su posición no ofrece
lugar a dudas: es preciso reconocer la supremacía de Nabucodonosor,
no por razones políticas, sino porque el Señor lo ha elegido como
instrumento para castigar los pecados de Judá (27. 1-22). Una vez
que haya cumplido esta misión, también él tendrá que dar cuenta al
Señor, que rige el destino de los pueblos y realiza sus designios a
través de ellos (27. 6-7). Sin embargo, las palabras de Jeremías no
encontraron ningún eco entre los partidarios de la rebelión, y en el
587 sobrevino la catástrofe final, tantas veces anunciada por el
profeta: Jerusalén fue arrasada por las tropas de Nabucodonosor y
una buena parte de la población de Judá tuvo que emprender el camino
del destierro.
Tal como ha llegado hasta nosotros, el libro de Jeremías es uno de
los más desordenados del Antiguo Testamento. Este desorden atestigua
que el Libro atravesó por un largo proceso de formación antes de
llegar a su composición definitiva. En el origen de la colección
actual están los oráculos dictados por el mismo Jeremías (36. 32). A
este núcleo original se añadieron más tarde otros materiales, muchos
de ellos reelaborados por sus discípulos, y una especie de
"biografía" del profeta, atribuida generalmente a su amigo y
colaborador Baruc. Finalmente, al comienzo del exilio, un redactor
anónimo reunió todos esos elementos en un solo volumen.
A lo largo de su actividad profética, Jeremías no conoció más que el
fracaso. Pero la influencia que él no logró ejercer durante su vida,
se acrecentó después de su muerte. Sus escritos, releídos y
meditados asiduamente, permitieron al pueblo desterrado en Babilonia
superar la tremenda crisis del exilio. Al encontrar en los oráculos
de Jeremías el relato anticipado del asedio y de la caída de
Jerusalén, los exiliados comprendieron que ese era un signo de la
justicia del Señor y no una victoria de los dioses de Babilonia
sobre el Dios de Israel. En el momento en que se veían privados de
las instituciones religiosas y políticas que constituían los
soportes materiales de la fe, Jeremías continuaba enseñándoles, más
con su vida que con sus palabras, que lo esencial de la religión no
es el culto exterior sino la unión personal con Dios y la fidelidad
a sus mandamientos. Y mientras padecían el aparente silencio del
Señor en una tierra extranjera, la promesa de una "Nueva Alianza"
(31. 31-34) los alentaba a seguir esperando en él.
Así el aparente "fracaso" de Jeremías –como el de Jesucristo en la
Cruz– fue el camino elegido por Dios para hacer surgir la vida de la
muerte. No en vano la tradición cristiana ha visto en Jeremías la
imagen más acabada del "Servidor sufriente" (Is. 52. 13 – 53. 12).
Fuente: Catholic.net