Levítico
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Los
judíos de habla griega llamaron LEVÍTICO al tercer libro del
Pentateuco. Este nombre da una idea bastante adecuada de su
contenido, porque el mismo consta casi exclusivamente de las
prescripciones rituales que debían poner en práctica los sacerdotes
de la tribu de Leví.
La primera parte del Levítico está dedicada al ritual de los
sacrificios (caps. 1-7). Luego vienen el ceremonial para la
investidura de los sacerdotes (caps. 8-10), y la ley sobre lo puro y
lo impuro (caps. 11-15), que concluye con el ritual para el gran Día
de la Expiación (cap. 16). Los caps. 17-26 contienen la así llamada
"Ley de Santidad", que se cierra con una serie de bendiciones y
maldiciones. A modo de Apéndice, el cap. 27 determina las
condiciones para el rescate de las personas, los animales y los
bienes consagrados al Señor.
El Levítico pertenece en su totalidad a la tradición "sacerdotal".
De allí su estilo minucioso y preciso, sobrecargado de términos
técnicos y de repeticiones. Esta es una característica de todas las
legislaciones cultuales, que se extienden hasta los más mínimos
detalles para asegurar la eficacia de los ritos.
Aunque el Libro recibió su forma definitiva en la comunidad
postexílica, algunos de los elementos que lo integran tienen un
origen muy antiguo. Las prohibiciones alimenticias (cap. 11) y las
reglas relativas a la pureza (caps. 13-15) conservan vestigios de
una edad primitiva, cargada de tabúes y concepciones mágicas. El
ceremonial del gran Día de la Expiación (cap. 16) yuxtapone a un
rito arcaico un concepto muy elevado del pecado.
Como en el resto del Pentateuco, las leyes están encuadradas en un
marco narrativo. Pero en el Levítico ese marco es muy simple, y se
reduce casi siempre a una fórmula convencional, que hace depender
todo el culto israelita de una orden dada por Dios a Moisés en el
Sinaí. Así se pone de relieve la relación del culto con la Alianza.
La lectura del Levítico deja casi inevitablemente la impresión de
que su contenido pertenece a una cultura lejana y extraña al hombre
moderno. Esto es verdad, pero visto en su contexto histórico, el
Libro atestigua un sentido muy profundo de la trascendencia divina y
de la preocupación por formar un Pueblo santo, consagrado al culto
del verdadero Dios en medio de las naciones paganas.
La antigua Ley no era más que "la sombra de los bienes futuros"
(Heb. 10. 1), y el único Sacrificio de Cristo hizo caducar todo el
ceremonial del antiguo Templo. Pero las exigencias de santidad y de
pureza en el servicio de Dios siguen siendo siempre válidas, y la
referencia al Levítico es indispensable para entender muchos pasajes
del Nuevo Testamento, que nos hablan de Cristo y de su Sacrificio
redentor.
EL RITUAL DE LOS SACRIFICIOS
Para Israel –como para toda religión– el acto de culto por
excelencia, la expresión más natural y espontánea del reconocimiento
debido a la absoluta soberanía de Dios, es el "sacrificio". Al
ofrecer un sacrificio, el hombre se despoja de algo valioso, de un
alimento necesario para su vida, y lo consagra al Señor sobre el
fuego del altar. El humo que sube de la ofrenda es como un lazo de
unión entre el cielo y la tierra.
El sacrificio puede ofrecerse en acción de gracias, o para implorar
del Señor algún beneficio. También hay sacrificios de expiación por
el pecado, donde la sangre cumple una función purificadora. Otras
veces, sólo una parte de la víctima se quema sobre el altar; la otra
porción es compartida en un banquete sagrado, estableciéndose así un
vínculo de comunión con la divinidad, de quien proceden la fuerza y
la vida.
El ritual israelita despoja a los sacrificios de todo elemento
mágico y hace resaltar el aspecto personal. Pero estos ritos, como
toda acción litúrgica, están expuestos a convertirse en prácticas
puramente exteriores, desprovistos de espíritu. Israel incurrió
muchas veces en este pecado, y los profetas tuvieron que alzar su
voz para recordar que Dios detesta el humo de los sacrificios,
cuando faltan la justicia y la fidelidad a sus mandamientos (Is. 1.
10-20; Os. 6.6; Am. 5. 21-25; Sal. 50. 7-15). Por eso, el Sacrificio
por excelencia es el de Cristo, que aceptó "por obediencia la muerte
y muerte de cruz" (Flp. 2. 8).
Fuente: Catholic.net