Isaías
1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | 7 |
8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 | 14 |
15 | 16 | 17 | 18 | 19 | 20 | 21 |
22 | 23 | 24 | 25 | 26 | 27 | 28 |
29 | 30 | 31 | 32 | 33 | 34 | 35 |
36 | 37 | 38 | 39 | 40 | 41 | 42 |
43 | 44 | 45 | 46 | 47 | 48 | 49 |
50 | 51 | 52 | 53 | 54 | 55 | 56 |
57 | 58 | 59 | 60 | 61 | 62 | 63 |
64 | 65 | 66 |
Las colecciones proféticas
Me pondré en mi puesto de guardia
y me apostaré sobre el muro;
vigilaré para ver qué me dice el Señor
y qué responde a mi reproche.
El Señor me respondió y dijo:
Escribe la visión,
grábala sobre unas tablas
para que se pueda leer de corrido.
Porque la visión aguarda el momento fijado,
ansía llegar a término y no fallará;
si parece que se demora, espérala,
porque vendrá seguramente, y no tardará.
Hab. 2. 1-3.
Nosotros hemos visto confirmada la palabra de los Profetas,
y ustedes hacen bien en prestar atención a ella,
como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro
hasta que despunte el día
y aparezca el lucero de la mañana en sus corazones.
2 Ped. 1. 19
LAS COLECCIONES PROFÉTICAS
Hacia el 750 a. C., se abre una nueva etapa y comienza la edad de
oro en la historia del profetismo bíblico. Hasta ese momento, se
habían conservado numerosas tradiciones sobre la vida y la actividad
de los Profetas. Esas tradiciones –muchas de las cuales fueron luego
incorporadas a los libros de Samuel y de los Reyes– atestiguan la
extraordinaria vitalidad del movimiento profético en Israel, pero
sólo ocasionalmente y como de paso hacen referencia al mensaje de
estos enviados del Señor. A partir del siglo VIII, en cambio, el
interés se centra más bien en la "palabra" misma de los Profetas, y
así comienzan a formarse las "colecciones" que conservan su
predicación fijada por escrito.
La forma más frecuente de transmisión del mensaje profético es el
"oráculo" o declaración solemne hecha en nombre del Señor. Pero
también se encuentran otros géneros literarios, a saber, la
parábola, la alegoría, la exhortación, e incluso el monólogo, como
en el caso de las "Confesiones" de Jeremías. Por lo general, los
Profetas recurren al lenguaje poético. Su poesía vibrante,
construida rítmicamente, está cargada de expresiones simbólicas, a
fin de impresionar la imaginación de los oyentes y hacer que las
palabras queden bien grabadas en la memoria.
Los oráculos proféticos comienzan casi siempre con esta frase: "Así
habla el Señor". En dicha fórmula está resumida la esencia misma del
profetismo bíblico. El profeta se presenta como el mensajero y el
portavoz del Señor. En su boca está la Palabra de Dios (Jer. 1. 9;
Ez. 31. 1). Él tiene la firme convicción de que ha recibido un
mensaje del Señor y que debe comunicarlo necesariamente (Jer. 20. 9;
Am. 3. 8). Esto implica que el profeta no dispone a su antojo del
mensaje divino. Depende total y enteramente de Dios, que no sólo
habla cuando quiere, sino que a veces parece guardar silencio y
mantiene a su enviado en una actitud de espera (Jer. 42. 4-7).
Pero los Profetas no sólo hablan con "palabras". Cuando el lenguaje
resulta insuficiente y poco eficaz, suelen valerse de acciones
simbólicas, muchas veces desconcertantes, pero llenas de
significado. Lo que pretenden con esos gestos es provocar extrañeza
y llamar la atención, con el fin de sacudir la inercia de sus
contemporáneos y llevarlos a la conversión. En algunas ocasiones,
como en la experiencia matrimonial de Oseas, es la vida misma del
profeta la que se convierte en símbolo viviente del mensaje que él
anuncia.
Los Profetas eran hombres de acción. Si bien algunas veces
recibieron del Señor la orden de poner por escrito una visión
determinada (Is. 8. 1; 30. 8; Hab. 2. 2) o una serie de oráculos
(Jer. 36. 2), sin embargo, ninguno de ellos pensó en escribir un
libro. Fueron sus discípulos los que recogieron el mensaje
profético, lo fijaron por escrito y formaron las colecciones
incorporadas posteriormente al canon de los Libros sagrados. Esta
formación progresiva de los Libros proféticos explica el "desorden"
y la falta de continuidad que se advierte con frecuencia en la
recopilación de los diversos oráculos.
Los Profetas aparecen siempre que Dios quiere comunicar su Palabra.
Cada uno de ellos tiene su personalidad propia y su mensaje
característico. Amós y Miqueas reivindican la justicia social.
Isaías insiste en la importancia de la fe. Oseas proclama el
inagotable amor del Señor hacia su Pueblo. Sofonías anuncia la
salvación como un bien reservado a los humildes y a los pobres.
Jeremías descubre y valoriza la religión del corazón. Ezequiel pone
de relieve la responsabilidad personal en la relación del hombre con
Dios. Pero más allá de estas diferencias, el mensaje fundamental de
los Profetas es siempre el mismo: todos ellos denuncian la
idolatría, la corrupción moral, el formalismo y la hipocresía;
desenmascaran las falsas seguridades, defienden apasionadamente al
débil y al oprimido, y por encima de todo, reclaman la fidelidad a
la Alianza.
Con frecuencia, los Profetas predicen tremendos castigos, pero a la
vez infunden con su palabra una inquebrantable esperanza. Al
interpretar los acontecimientos a la luz de Dios, que se manifiesta
por medio de los "signos de los tiempos", ellos abarcan con su
mirada el pasado, el presente y el futuro. Esto les hace comprender
que la meta final de la historia humana no puede ser otra que la
plena manifestación del designio salvador de Dios. Pero los oráculos
proféticos no son, como se piensa con demasiada frecuencia, una
predicción detallada y casi fotográfica de los acontecimientos
futuros. Son más bien una promesa, expresada por lo general en forma
simbólica, lo suficientemente concreta como para suscitar la
esperanza de Israel y lo bastante flexible como para dejar siempre
abierto el desarrollo de la historia futura a la imprevisible acción
de Dios. De esta manera, los Profetas prepararon la instauración del
Reino mesiánico y anunciaron de una u otra forma el advenimiento de
Cristo.
ISAÍAS
El libro de ISAÍAS es el más extenso de los escritos proféticos. En
él se encuentran reunidos los oráculos que pronunció aquel gran
profeta del siglo VIII a. C., y algunos relatos referentes a su
actividad. Pero también contiene muchos otros escritos provenientes
de épocas posteriores. A lo largo de varios siglos, los discípulos y
continuadores del profeta trabajaron en la redacción de esta obra
densa y compleja, que lleva el nombre de Isaías. En líneas
generales, la obra consta de tres grandes partes, que corresponden a
tres etapas distintas de la historia de Israel.
La primera sección (caps. 1-39) proviene en su mayor parte del mismo
profeta Isaías, aunque también contiene algunos fragmentos de origen
diverso, en especial, el llamado "Apocalipsis de Isaías" (caps.
24-27) y el epílogo sobre la actividad del profeta en tiempos del
rey Ezequías (caps. 36-39).
La segunda sección (caps. 40-55) tiene un trasfondo histórico muy
distinto. Cuando el Pueblo judío estaba desterrado en Babilonia, un
profeta anónimo dirigió un mensaje de esperanza a los exiliados,
anunciándoles su próxima liberación. Los oráculos de este profeta
fueron luego incorporados al libro de Isaías, y a su autor se lo
designa habitualmente con el nombre de "Déutero Isaías" o "Segundo
Isaías".
La tercera sección (caps. 56-66) reúne una colección de oráculos
pronunciados por varios profetas de la escuela de Isaías, cuando el
"Resto" de Israel ya había regresado del exilio y trataba de
instalarse nuevamente en la Tierra de sus antepasados.
A pesar de su enorme complejidad literaria, el libro de Isaías es
mucho más que una simple recopilación de oráculos provenientes de
épocas y autores diversos. Hay en él ciertos temas que se repiten
con insistencia: la santidad de Dios, la necesidad de la fe, el
"Resto" de Israel, la esperanza mesiánica, la gloria futura de
Jerusalén. El hecho de que escritos tan variados hayan sido puestos
bajo el nombre de Isaías atestigua la gran influencia ejercida por
este profeta y la importancia de su obra. Dicha influencia se
extiende incluso hasta el Nuevo Testamento. Ningún otro libro del
Antiguo Testamento es tan citado como este, para mostrar que Jesús
es el Mesías prometido y esperado.
Primera Parte del Libro de Isaías
Isaías era originario de Jerusalén y pertenecía a una familia de
elevada posición social. Por su maestría en el uso del lenguaje
poético y por su sensibilidad para los asuntos políticos y
dinásticos, se puede pensar que recibió una educación esmerada, en
estrecho contacto con las escuelas de escribas y "sabios" donde se
formaban los funcionarios de la corte real. Comenzó su actividad
profética cuando aún era relativamente joven, y continuó
ejerciéndola, con períodos intermitentes, durante no menos de
cuarenta años.
Hacia el año 740 a. C., una grandiosa visión en el Templo cambió por
completo el curso de su vida. En ese momento se le manifestó con
toda su fuerza estremecedora la "santidad" del Dios viviente.
Anonadado por esta visión, Isaías tomó conciencia de su propia
indignidad y comprendió hasta qué punto sus compatriotas se habían
alejado del Señor. Esta experiencia es la "clave" para entender toda
su misión profética.
El mensaje de Isaías está íntimamente ligado con los acontecimientos
de su época. Asiria había reafirmado su poderío y trataba de formar
un vasto imperio, extendiendo su dominación hasta la costa oriental
del Mediterráneo. Este intento chocaba contra las ambiciones de
Egipto, que no quería perder su influencia sobre Siria y Palestina.
Al verse entre dos fuegos, el reino de Judá trató de conjurar el
peligro mediante una política fluctuante, inclinándose
alternativamente hacia uno y otro lado.
Con una tenacidad inquebrantable, Isaías se opuso a todas estas
maniobras políticas. Para él, la única actitud debida ante el Dios
santo que habita en Sión, es la renuncia a toda seguridad fundada en
la astucia política o en la fuerza de las armas. Sólo la fe en el
Señor –una fe que por momentos puede parecer absurda– puede salvar a
Judá. Nada de lo que acontece en el mundo escapa a la soberanía de
Dios, que dirige el destino de los pueblos conforme a un "plan"
oculto, muchas veces desconcertante, pero siempre más sabio que la
sagacidad de los hombres. Aún en los momentos de mayor peligro,
Isaías promete a Jerusalén la liberación, con tal de que ponga toda
su confianza en el Señor.
Isaías es el gran "clásico" de la poesía bíblica. Su expresión es
clara, sobria y vigorosa. Pero él es, sobre todo, el más grande de
los profetas mesiánicos. Su fe está profundamente arraigada en la
tradición davídica. La dinastía de David ha sido establecida para
siempre en Jerusalén, que no sólo es el centro de Judá y de Israel,
sino el punto hacia el que convergerán todas las naciones de la
tierra (2. 1-6). El Mesías anunciado por Isaías es un descendiente
de David, que hará reinar la justicia y la paz sobre la tierra (7.
10-17; 9. 1-6; 11. 1-9). Sin embargo, antes de interpretar estos
textos en la plenitud del sentido que les confiere el Nuevo
Testamento, es preciso comprenderlos en el sentido más modesto que
tuvieron en su origen, cuando Israel sólo podía vislumbrar
oscuramente el imprevisible cumplimiento de estos oráculos
mesiánicos en la persona y en la obra de Jesús.
ORÁCULOS SOBRE JUDÁ Y JERUSALÉN
En los primeros años de su actividad profética, la principal
preocupación de Isaías es la situación moral, social y religiosa de
Judá y de Jerusalén. En medio de la indiferencia generalizada
–consecuencia de la prosperidad momentánea que vive el país– el
profeta lucha por disipar la ceguera de sus habitantes. El Señor
había plantado a su Pueblo como una "viña" y lo había cuidado con
solicitud paternal. Pero esa viña no produjo los frutos que él
esperaba, sino las uvas amargas de la rebeldía y la injusticia (5.
1-7). Judá se ha convertido en una "nación pecadora", en un "pueblo
cargado de iniquidad" (1. 4). Sus hombres se consideran sabios e
inteligentes (5. 21), pero son incapaces de reconocer "la obra de
las manos del Señor" (5. 12). Son arrogantes y orgullosos, pero "se
postran ante la obra de sus manos" (2. 8). Los poderosos sólo
piensan en acrecentar sus riquezas, conculcando el derecho de los
pobres (5. 8).
Sin embargo, el Señor es "el Santo de Israel" y no puede soportar la
injusticia y la soberbia. Por eso, ya se percibe a lo lejos la
amenaza del ejército asirio, que será un instrumento en las manos de
Dios para el juicio purificador (5. 26-30). Mientras tanto, la
sentencia divina queda en suspenso. Frente al inminente Juicio de
Dios, sólo hay una posibilidad de salvación: cambiar de vida,
practicar la justicia y hacer el bien (1. 16-17).
Fuente: Catholic.net