Primera Epístola de Juan
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La
PRIMERA CARTA DE SAN JUAN está dirigida a varias comunidades de
Asia Menor, donde a fines del siglo I este Apóstol gozaba de una
gran autoridad. Por el tono polémico de ciertos pasajes de la Carta,
se puede concluir que dichas comunidades atravesaban por una grave
crisis. Algunos «falsos profetas» (4. 1) comprometían con su
enseñanza la pureza de la fe (2. 22), y su comportamiento moral no
era menos reprobable. Pretendiendo estar libres de pecado (1. 8) no
se preocupaban de observar los mandamientos, en particular, el del
amor al prójimo (2. 4, 9).
Para combatir estos errores, Juan muestra quiénes son los que poseen
realmente la filiación divina y están en comunión con Dios. Con este
fin, propone una serie de signos que manifiestan visiblemente la
presencia de la Vida divina en los verdaderos creyentes. Entre esos
signos, en el orden doctrinal, se destaca el reconocimiento de Jesús
como el Mesías «manifestado en la carne» (4. 2) y en el orden moral,
sobresale la práctica del amor fraterno, el cual es objeto en esta
Carta de un desarrollo particularmente amplio. Para Juan, el
auténtico creyente es «el que ama a su hermano»: sólo él «permanece
en la luz» (2. 10), «ha nacido de Dios y conoce a Dios» (4. 7). El
que no ama, en cambio, está radicalmente incapacitado para conocer a
Dios, «porque Dios es amor» (4. 8).
PRÓLOGO
Lo mismo que en el Prólogo de su Evangelio, Juan comienza su primera
Carta presentando a Jesús como la «Palabra de Vida» (1. 1, que
existía desde el principio en Dios y se hizo visible a los hombres.
Cristo es, en efecto, la máxima y definitiva expresión de Dios. Él
posee la plenitud de la Vida divina y nos hace partícipes de ella,
para que entremos en comunión con él y con su Padre (1. 3). Como en
el cuarto Evangelio (Jn. 19. 35; 21. 24), también aquí Juan insiste
en su condición de testigo ocular del Señor (1. 2).
Fuente: Catholic.net