Ezequiel
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En el 597 a. C.,
Nabucodonosor, rey de Babilonia, realizó una campaña contra
Jerusalén. El rey Joaquín se rindió después de soportar un breve
asedio y tuvo que pagar un pesado tributo. Como consecuencia de esta
primera invasión, el reino davídico no quedó destruido, pero sí
considerablemente diezmado. En efecto, con el fin de reafirmar su
soberanía sobre Judá, Nabucodonosor destituyó a Joaquín y lo llevó
cautivo a Babilonia con varios miles de deportados, entronizando en
su lugar a Sedecías (17. 12-14; 2 Rey. 24. 8-17). Entre las víctimas
de aquella primera deportación se encontraba un sacerdote de
Jerusalén, llamado EZEQUIEL, nombre que significa "Dios es fuerte",
o bien, "Que Dios fortalezca". El lugar de su destierro fue una
colonia de exiliados instalada en Tel Aviv, población situada junto
al río Quebar, en las cercanías de Babilonia. Allí vivía acompañado
de su esposa, cuando tuvo la deslumbrante visión que lo convirtió en
profeta del Señor. A partir de ese momento, ejerció su actividad
profética a lo largo de más de veinte años, entre el 593 y el 571 a.
C.
La pertenencia de Ezequiel a la clase sacerdotal dejó una huella
profunda en su mensaje. Así lo manifiestan su interés por las
instituciones cultuales, su preocupación por separar lo sagrado de
lo profano (45. 1-6; 48. 9-14), su horror por las impurezas legales
(4. 14; 44. 6-8) y su competencia para resolver casos de moral y
derecho, función esta específica de los sacerdotes (20. 1). Pero su
máxima preocupación es el Templo, ya sea el Templo presente,
contaminado por toda suerte de ritos idólatras (8. 1-18), ya sea el
Santuario de la nueva Jerusalén, donde la Gloria del Señor habitará
para siempre (43. 1-9) y cuyo diseño él describe minuciosamente
(caps. 40-48). El pensamiento y el estilo de Ezequiel están
hondamente arraigados en la tradición sacerdotal, así como los de su
contemporáneo Jeremías reflejan cierta influencia de la corriente
"deuteronomista".
Sin embargo, Ezequiel fue ante todo un profeta. El Señor lo
estableció como "un presagio para el pueblo de Israel" (12. 6; 24.
24), y él puso en evidencia ante los exiliados en Babilonia que
había "un profeta en medio de ellos" (2. 5; 33. 33). Su función fue
semejante a la del "centinela", encargado de dar el grito de alerta
ante la inminencia del peligro y, al mismo tiempo, responsable de
aquellos que se perdían por no haber sido alertados oportunamente
(3. 16-21).
A través de sus escritos, Ezequiel se manifiesta como una
personalidad sumamente desconcertante. El lector queda desorientado
ante sus sorprendentes acciones simbólicas (4. 1-3; 5. 1-4; 12.
1-20), ante sus posturas extravagantes (4. 4-8) y sus transportes
extáticos (11. 1-13; 37. 1-14; 40. 1-4). Estos mismos elementos ya
habían aparecido en otros profetas anteriores a él. Pero mientras
que Oseas, Isaías o Jeremías se valen de ellos con cierta
discreción, Ezequiel parece complacerse en emplearlos hasta resultar
chocante. Por ese modo de proceder, se lo ha tachado de "excéntrico"
e incluso se ha pensado que padecía de ciertas perturbaciones
síquicas. Lo cierto es que poseía un genio excepcionalmente sensible
e imaginativo, a la vez que complejo y paradójico. Era un
"visionario" en el mejor sentido del término. Pero eso no le impedía
expresarse a veces con la fría precisión de un jurista y la sutileza
de un casuista o bien detenerse minuciosamente en la seca
enumeración de detalles arquitectónicos.
El libro de Ezequiel aparece a primera vista como un conjunto
sólidamente estructurado. Después de la introducción dedicada a
relatar la vocación del profeta (1. 4-3. 21), siguen cuatro partes
que tratan temas bien definidos. Dentro de este plan lógico, es
fácil descubrir algunas repeticiones, interrupciones bruscas y
ampliaciones, debidas en gran parte al trabajo redaccional de los
discípulos del profeta, que dieron al Libro su forma definitiva.
Los grandes temas de Ezequiel han encontrado un profundo eco en el
Nuevo Testamento, sobre todo en el Evangelio según san Juan. La
Morada definitiva de Dios entre los hombres, anunciada por Ezequiel
(37. 27), es Jesucristo (Jn. 1. 14). Él es también el Buen Pastor
que congrega a su Pueblo (34. 11-16; Jn. 10. 11-16), lo hace renacer
por el agua y el Espíritu (36. 25-27; Jn. 3. 5) y le da la Vida (37.
1-14; Jn. 11. 25-26). Las visiones de Ezequiel son asimismo el punto
de partida de casi todas las imágenes con que el Apocalipsis
describe la Nueva Jerusalén, cuyo Templo "es el Señor Dios
todopoderoso y el Cordero" (Apoc. 21. 22).
Fuente: Catholic.net