Josué
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La
palabra del Señor llegó a Natán en estos términos:
"Ve a decirle a mi servidor David:
Así habla el Señor:
Yo elevaré después de ti a uno de tus descendientes,
a uno que saldrá de tus entrañas,
y afianzaré su realeza.
Tu casa y tu reino durarán eternamente delante de mí,
y tu trono será estable para siempre".
2 Sam. 7. 4-5, 12, 16
¡Les aseguro que muchos profetas y reyes
quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron,
oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!
Lc. 10. 24
La palabra del Señor llegó a mí en estos términos:
"Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía;
antes de que salieras del seno, yo te había consagrado,
te había constituido profeta para las naciones".
El Señor extendió su mano,
tocó mi boca y me dijo:
"Yo pongo mis palabras en tu boca.
Yo te establezco en este día
sobre las naciones y sobre los reinos,
para arrancar y derribar,
para perder y demoler,
para edificar y plantar".
Jer. 1. 4-5, 9-10
Moisés dijo:
"El Señor Dios suscitará para ustedes,
de entre sus hermanos,
un profeta semejante a mí,
y ustedes obedecerán a todo lo que él les diga.
El que no escuche a ese profeta será excluido del pueblo".
Y todos los profetas que han hablado a partir de Samuel,
anunciaron también estos días.
Ustedes son los herederos de los profetas
y de la Alianza que Dios hizo con sus antepasados.
Hech. 3. 22-25
La historia profética
LA HISTORIA PROFÉTICA
Después de la "Ley", la Biblia hebrea contiene dos conjuntos de
escritos, agrupados bajo el título de LOS PROFETAS. La primera parte
es de carácter narrativo e incluye los libros de JOSUÉ, JUECES,
SAMUEL y REYES. La segunda está compuesta por los libros de ISAÍAS,
JEREMÍAS, EZEQUIEL y los DOCE PROFETAS llamados "menores". Para
distinguir estos dos grupos de escritos "proféticos", la tradición
judía, ya a partir del siglo II a. C., dio al primero el nombre de
"Profetas anteriores", y al segundo, el de "Profetas posteriores".
Tal vez pueda parecer extraño que varios Libros de contenido
"histórico" -como los de Josué, Jueces, Samuel y Reyes- hayan sido
incluidos entre los escritos "proféticos". Pero esta vinculación de
"historia" y "profecía" se manifiesta llena de sentido, si tenemos
en cuenta la imagen que la Biblia nos da del profetismo y la manera
como los antiguos israelitas narraban la historia.
Cuando se emplea la palabra "profeta", se suele pensar en alguien
dotado de una clarividencia tal que lo capacita para predecir hechos
futuros o lejanos. Sin embargo, esta idea corresponde muy
imperfectamente a lo que fueron en realidad los Profetas de Israel.
Ellos se presentaron como portavoces del Señor. Vivieron
intensamente los problemas de su tiempo y hablaron a sus
contemporáneos por el mandato y la autoridad que habían recibido de
Dios. Con la mirada puesta en el momento presente, discernían la
presencia y la acción del Señor en la vida de Israel y del mundo.
Para confirmar el carácter divino de su misión, anunciaban
eventualmente el futuro, pero lo hacían siempre con la intención de
iluminar una situación determinada y de provocar un cambio de
actitud en los destinatarios de su mensaje. La lucidez para
descubrir la voz de Dios, que habla a través de los acontecimientos,
es la característica de la interpretación profética de la historia.
Esta visión que los Profetas tenían de la historia no sólo se
encuentra en sus propios escritos, sino que también se trasluce en
los libros de la Biblia comúnmente llamados "históricos". El rasgo
distintivo de la historia bíblica no es tanto la presentación
material de los hechos, cuanto el descubrimiento del significado que
ellos encierran. A lo largo de los Libros históricos –como de toda
la Biblia– se perfila con claridad y de manera constante el designio
salvífico de Dios, que ama, guía y juzga a su Pueblo. Ese designio
está jalonado de promesas y cumplimientos parciales, que orientan
todo el curso de la historia humana hacia su consumación definitiva
en el Reino de Dios.
Además, los Libros históricos atestiguan la extensión y vitalidad
del movimiento profético en Israel. Estos textos presentan a los
Profetas en acción, plenamente solidarios con las luchas de su
Pueblo, y a la vez, siempre dispuestos a reprocharles sus
injusticias y su idolatría. En ellos se conserva el recuerdo de
grandes figuras proféticas, como las de Samuel, Natán, Elías y
Eliseo. Pero también se menciona a otros Profetas, muchos de ellos
anónimos, como aquellos que en tiempos de Ajab y Jezabel prefirieron
morir antes que renegar de su fe en el Señor (1 Rey. 18. 4; 19. 14).
Ciertas formas de profetismo aparecen también fuera de Israel. Tanto
en la Mesopotamia como en Canaán y en Egipto, había hombres y
mujeres que hablaban en nombre de la divinidad, y muchas veces su
lenguaje era similar al de los Profetas del Pueblo de Dios. La misma
Biblia atestigua la existencia de "profetas de Baal", con sus
diversas manifestaciones extáticas (1 Rey. 18. 19-29). Pero mientras
que en los otros pueblos el profetismo fue un fenómeno más bien
marginal y episódico, en Israel marcó profundamente toda la vida
religiosa, las instituciones políticas y las estructuras sociales.
Los orígenes del profetismo bíblico se remontan a la época de la
instalación de los israelitas en Canaán. Sus primeras
manifestaciones aparecen vinculadas al culto de algunos santuarios,
como los de Betel, Ramá y Guilgal. Allí había "agrupaciones de
Profetas", cuya característica principal era el éxtasis provocado de
diversas maneras, especialmente por la música y las danzas
frenéticas (1 Sam. 10. 5-6; 19. 18-24). Sus demostraciones de
entusiasmo religioso revestían con frecuencia formas extravagantes.
Pero estas agrupaciones proféticas, si bien fueron decayendo
progresivamente, ejercieron al principio una influencia positiva en
Israel. Con su vida austera, con su celo fanático por el Señor y su
repudio total de la cultura y la religión cananeas, contribuyeron a
mantener intacta la fe del Pueblo de Dios, esa fe heredada de
Moisés, a quien la tradición bíblica considera el primero y el más
grande de los Profetas (Deut. 18. 18; 34. 10).
Por otra parte, en los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes, se
encuentran muchas páginas que presentan una gran afinidad con las
ideas y el estilo del Deuteronomio. Esta afinidad espiritual y
literaria permite afirmar que la colección de los "Profetas
anteriores", en su redacción definitiva, es la obra de una escuela
de escribas "deuteronomistas", que meditan sobre el pasado de Israel
con el fin de extraer una enseñanza para el presente. La actividad
de esta escuela comenzó en los últimos años de la monarquía y
continuó durante el exilio. Precisamente cuando Israel estaba
disperso en el exilio, se hacía necesario recordarle que la raíz de
todos sus males era la infidelidad a la Alianza, y que el único
camino de salvación consistía en convertirse al Dios vivo y
verdadero.
Josué
El libro de JOSUÉ describe la conquista de la Tierra prometida como
el resultado de la acción conjunta de todo Israel. Las campañas se
suceden una tras otra, en medio de los mayores prodigios. Josué –el
único jefe de todas las tribus– anima al pueblo y lo conduce a la
victoria. El paso de los israelitas provoca el terror de sus
enemigos, y los cananeos son consagrados al exterminio total (caps.
1-12).
Una vez conquistado el territorio, Josué procede a distribuirlo
entre los israelitas. Los caps. 14-19 señalan los límites asignados
a cada tribu. A modo de complemento, el cap. 20 enumera las ciudades
de refugio, y el cap. 21 da una lista de las ciudades levíticas.
El final del Libro relata el regreso de las tribus de la
Transjordania, presenta el testamento espiritual de Josué, y
conserva una vieja tradición sobre la asamblea de Siquém y sobre la
alianza sagrada concluida entre las tribus (caps. 22-24).
Una primera lectura de este Libro deja la impresión de que los
israelitas, bajo la conducción de Josué, conquistaron el territorio
cananeo de una manera rápida y total. Sin embargo, un análisis más
cuidadoso del texto muestra que la conquista quedó incompleta (13.
1-6), que algunos grupos actuaron por cuenta propia (14. 6-13) y que
hubo algunos retrocesos (19. 47). Además, la alianza con los
gabaonitas (9. 3-27) indica que no todos los cananeos fueron
exterminados. Estas reservas se acentúan si se tienen en cuenta
otros textos bíblicos, en particular el comienzo del libro de los
Jueces. De la comparación resulta que la "conquista" fue un proceso
lento y difícil, en el que cada tribu luchó por su propio territorio
y fue a menudo derrotada. Sólo en tiempos de David los israelitas se
apoderaron definitivamente del país de Canaán.
Parece evidente, entonces, que el libro de Josué presenta un cuadro
idealizado y simplificado de una realidad histórica mucho más
compleja. Este hecho es explicable porque la historia quiere
convertirse en soporte de una enseñanza. Su intención es mostrar a
Dios actuando en la historia, para entregar a su Pueblo la Tierra
que había prometido a los Patriarcas. Al mismo tiempo, los relatos
expresan la interpretación que Israel daba de su propia existencia,
su entrada en Canaán no había sido una obra de los hombres, sino de
Dios (23. 9-10)
LA OCUPACIÓN DE LA TIERRA PROMETIDA
Después del memorable Éxodo de Egipto y de la Alianza del Sinaí, la
ocupación de Canaán es el acontecimiento más decisivo en la historia
de Israel. Josué se pone al frente del Pueblo y lleva adelante la
obra iniciada por Moisés. Así las tribus que habían salido de Egipto
conquistan algunas posiciones estratégicas en las montañas centrales
de Palestina y realizan exitosas incursiones hacia el sur y el norte
del país. Estos hechos se sitúan entre el 1250 y el 1230 a. C.
El paso del Jordán es la réplica del paso del Mar Rojo (4. 23-24).
Este marcó la frontera entre la servidumbre y el camino hacia la
libertad. Aquel traza el límite entre la dura marcha por el desierto
y la posesión de la "herencia" prometida por el Señor a los
Patriarcas. La trascendencia simbólica de este acontecimiento es
evocada de manera grandiosa en el relato que describe la travesía
del Jordán, allí el verdadero protagonista no es el Pueblo ni Josué,
sino el Arca de la Alianza, signo visible de la presencia del Señor,
que conduce a Israel hacia su destino.
Los éxitos iniciales de Josué no podían destruir por completo a un
enemigo más poderoso, que se hacía fuerte al amparo de ciudades
amuralladas. Sus campañas abrieron a los israelitas las puertas de
Canaán, pero al término de su vida todavía quedaban muchos
territorios sin ocupar (13. 1). Esto nos recuerda que la Tierra es
un don recibido del Señor y también algo que siempre es preciso
conquistar. Entre el presente y el futuro hay una tensión nunca
superada, que recorre toda la existencia del Pueblo de Dios.
Fuente: Catholic.net