ROMANOS 8 |
1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | 7 |
8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 | 14 |
15 | 16 |
Felicidad del cristiano.
1
Por tanto, ahora no hay condenación
alguna para los que están en Cristo Jesús*.
2
Porque la Ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me
ha liberado de la ley del pecado, y de la muerte*.
3
Lo que era imposible a la Ley, por cuanto estaba
debilitada por la carne, hízolo Dios enviando a su Hijo en
carne semejante a la del pecado, y en reparación por el
pecado condenó el pecado en la carne*,
4
para que lo
mandado por la Ley se cumpliese en nosotros, los que
caminamos no según la carne, sino según el espíritu.
5
Pues los que viven según la carne,
piensan en las cosas de la carne; mas los que viven según el
espíritu, en las del espíritu*.
6
Y el sentir de la carne es muerte; mas el sentir del
espíritu es vida y paz*.
7
Pues el sentir de la carne es enemistad contra Dios,
porque no se sujeta a la Ley de Dios ni puede en verdad
hacerlo.
8 Y los que viven en la carne no pueden, entonces, agradar a Dios.
9 Vosotros, empero, no estáis en la carne sino en el espíritu, si es que
el Espíritu de Dios habita en vosotros. Si alguno no tiene
el Espíritu de Cristo, ese tal no es de Él.
10 Si, en cambio, Cristo habita en vosotros, el cuerpo
en verdad está muerto por causa del pecado, mas el espíritu
es vida a causa de la justicia.
La vida eterna del cuerpo y
del alma.
11 Y si el
Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos
habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los
muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por
medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros.
12 Así, pues, hermanos, somos deudores: no de la carne para vivir según
la carne;
13 pues si vivís según la carne, habéis de morir; mas
si por el espíritu hacéis morir las obras del cuerpo,
viviréis.
14 Porque todos cuantos son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son
hijos de Dios*,
15 dado que no recibisteis el espíritu de esclavitud, para obrar de nuevo
por temor, sino que recibisteis el espíritu de filiación, en
virtud del cual clamamos: ¡Abba! (esto
es), Padre.
16
El mismo Espíritu da testimonio, juntamente con el espíritu
nuestro, de que somos hijos de Dios.
17
Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y
coherederos de Cristo, si es que sufrimos juntamente
(con Él), para
ser también glorificados (con
Él).
La gran esperanza del
cristiano y de toda la creación.
18 Estimo, pues, que esos padecimientos del tiempo presente no son dignos
de ser comparados con la gloria venidera que ha de
manifestarse en nosotros*.
19 La creación
está aguardando con ardiente anhelo esa manifestación de los
hijos de Dios;
20 pues si la creación está sometida a la vanidad, no es de grado, sino
por la voluntad de aquel que la sometió; pero con esperanza,
21 porque también la creación misma será libertada de la servidumbre de
la corrupción
para (participar
de) la libertad de la gloria
de los hijos de Dios*.
22
Sabemos, en efecto, que ahora la creación entera gime a una,
y a una está en dolores de parto.
23
Y no tan sólo ella, sino que asimismo nosotros, los que
tenemos las primicias del Espíritu, también gemimos en
nuestro interior, aguardando la filiación, la redención de
nuestro cuerpo*.
24
Porque en la esperanza hemos sido salvados; mas la esperanza
que se ve, ya no es esperanza; porque lo que uno ve, ¿cómo
lo puede esperar?
25
Si, pues, esperamos lo que no vemos, esperamos en paciencia.
Nuevos favores del Espíritu
Santo.
26 De la misma
manera también el Espíritu ayuda a nuestra flaqueza; porque
no sabemos qué orar según conviene, pero el Espíritu está
intercediendo Él mismo por nosotros con gemidos que son
inexpresables*.
27 Mas Aquel que escudriña los corazones sabe cuál es el sentir del
Espíritu, porque Éste intercede por los santos conforme a la
voluntad de Dios.
28 Sabemos, además, que todas las cosas cooperan para el bien de los que
aman a Dios, de los que son llamados según su designio*.
29 Porque Él, a
los que preconoció, los predestinó a ser conformes a la
imagen de su Hijo, para que Éste sea el primogénito entre
muchos hermanos.
30 Y a esos que
predestinó, también los llamó; y a esos que llamó, también
los justificó; y a esos que justificó, también los
glorificó.
Seguridad de la redención.
31 Y a esto ¿qué diremos ahora? Si Dios está por
nosotros, ¿quién contra nosotros?*
32 El que aun a su propio Hijo no perdonó, sino que le entregó por todos
nosotros, ¿cómo no nos dará gratuitamente todas las cosas
con Él?
33 ¿Quién podrá acusar a los escogidos de Dios? Siendo Dios el que
justifica,
34 ¿quién podrá condenar? Pues Cristo Jesús, el mismo
que murió, más aún, el que fue resucitado, está a la diestra
de Dios. Ése es el que intercede por nosotros*.
35 ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la tribulación, la angustia,
la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la
espada?*
36 según está
escrito: “Por la causa tuya somos muertos cada día,
considerados como ovejas destinadas al matadero”.
37 Mas en todas estas cosas triunfamos gracias a Aquel
que nos amó.
38 Porque persuadido estoy de que ni muerte, ni vida,
ni ángeles, ni principados, ni cosas presentes, ni cosas
futuras, ni potestades,
39 ni altura, ni profundidad, ni otra creatura alguna
podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús
nuestro Señor.
1. Comienza el
Apóstol a pintar con expresiones entusiastas la
imagen del
hombre redimido
y elevado
a la libertad de Cristo mediante el Espíritu Santo.
2.
La ley del Espíritu
de vida:
véase 3, 9 y nota. “Como el espíritu natural produce
la vida natural, así el Espíritu Santo crea la vida
de la gracia” (S. Tomás).
“Jesucristo se hizo hombre para hacernos
espirituales; en su bondad, se ha rebajado para
elevarnos; ha salido para hacernos entrar; se ha
hecho visible para enseñarnos las cosas invisibles”
(S. Gregorio Magno).
5. Véase sobre esto
Ga. 5, 17 s.
y nota.
6. He aquí el
criterio para distinguir las tendencias que agitan
al mundo: la sabiduría de la carne, que pretende
salvarse sin Cristo, es muerte. San Pablo divide a
los hombres en dos categorías:
el hombre simplemente
racional, que él llama “psíquico”, y el hombre
espiritual. Tanto aquí como en 1 Co. 2, 10-16, nos
muestra la manera de ser de cada uno de ellos.
14 s.
Son movidos:
Tanto en la
Vulgata como en el griego, el verbo está en voz
pasiva. No se trata, pues, aquí de una simple regla
de moral, sino de revelarnos el asombroso misterio
del Espíritu Santo que se digna tomar el timón de
nuestra vida cuando nos entregamos a Él con la
confiada docilidad de los que se saben hijos del
Padre Celestial. Véase la inefable promesa de Jesús
en Lc. 11, 13 y su nota.
“El espíritu de filiación o adopción divina se
conoce en cuanto que aquel que lo recibe es movido
por el Espíritu Santo a llamar a Dios su Padre” (S.
Crisóstomo). Con esta adopción de hijos de Dios no
solamente se recibe la gracia, la caridad y los
dones del Espíritu Santo, sino también al mismo
Espíritu, que es el don primero e increado (véase 5,
5 y nota). “Unidos a Cristo, nuestra Cabeza, como
sarmientos a la vid, y circulando por todos una
misma vida, podemos decir: ¡Padre! y alcanzaremos la
misma herencia del Hijo” (Oñate). Olvidar esta
verdad sería negar la conciencia, que es ley aun
para los paganos (2, 14), e incurrir en el espíritu
de esclavitud, que el mismo S. Pablo declaró ajeno
al dogma cristiano y sustituido por este espíritu de
hijos de Dios (v. 21). Cf. Ga. 4, 3-7; 2 Tm. 1, 7;
St. 1, 25; 2, 12; Jn. 8, 32; 1 Co. 12, 1 ss.; 2 Co.
3, 17.
18. Palabras que
deberían leerse a la entrada de cada hospital. No
nos inquietaremos por un poco de dolor –que nunca
nos tienta más allá de nuestras fuerzas
(1 Co. 10, 13)– si de veras creemos y esperamos una
gloria sin fin, igual a la de Aquel que, por
conquistarla para su Humanidad santísima y para
nosotros, no obstante ser el Unigénito de Dios,
sufrió en la vida, en la pasión y en la cruz más que
todos los hombres.
21. Hasta la
creación inanimada,
que a raíz
del pecado de los primeros padres fue sometida a la
maldición (Gn. 3, 17), ha de tomar parte en la
felicidad del hombre. De la transformación de las
cosas creadas nos hablan tanto los vates del Antiguo
Testamento como los del
Nuevo. Véase Is. 65, 17 y nota; 2 Pe. 3, 13; Ap. 21,
1 ss.; Ef. 1, 10; Col. 1, 16 ss. Los Santos
Padres hacen notar que el Hijo de Dios precisamente
se hizo hombre porque en la naturaleza humana podía
abrazar simultáneamente la sustancia material y
espiritual de la creación. Es la promesa maravillosa
de Ef. 1, 10. Véase allí la nota.
23.
La filiación:
cf. Ef. 1, 5 y
nota. La
redención de nuestro cuerpo: su resurrección y
transformación (1 Co. 15, 51) a semejanza de Cristo
(Fil. 3, 20 s.). Véase Lc. 21, 28; Ef. 1, 10 y nota.
“Como nuestro espíritu fue librado del pecado, así
nuestro cuerpo ha de ser librado de la corrupción y
de la muerte” (S. Tomás). Lo que se operará en
nosotros ese día será como lo que se operó en Jesús
cuando el Padre glorificó su Humanidad santísima
(Sal. 2, 7 y nota) y lo sentó a su diestra (Sal.
109, 1; cf. Ef. 2, 6). Por eso también seremos reyes
y sacerdotes (Ap. 5, 10) como Él (Sal. 109, 3 y 4).
26. Con esta palabra
apostólica consuélense los que se lamentan de no poder orar con la perfección necesaria:
¡El Espíritu ora en nosotros! Como dicen los místicos, la oración es
tanto más perfecta cuanto más parte tiene en ella
Dios y menos el hombre: “¿No es cierto que solemos
estar bien lejos de este concepto y que atribuimos
la pasividad a Dios y la actividad al hombre?” Es
decir, que para nosotros es una actividad más bien
receptiva, pero incompatible con la distracción,
pues ella está hecha precisamente de
atención a
lo que Dios obra en nosotros con su actividad divina
fecundante. Esa atención no acusa modificaciones
sensibles, sino que es nuestro acto de fe vuelto
hacia las realidades inefables de misericordia, de
amor, de perdón, de redención y de gracia que el
Esposo obra en nosotros apenas se lo permitimos,
pues sabemos que Él siempre está dispuesto, ya sea
que lo busquemos –en cuyo caso no rechaza a nadie
(Jn. 6, 37)– o que simplemente lo dejemos entrar,
porque Él siempre está llamando a la puerta (Ap. 3,
20); y aun cuando no le abramos, atisba Él al menos
por las celosías (Ct. 2,
9), y aún nos persigue como un “lebrel del cielo”
(cf. Sal. 138, 7 y nota, y también el apéndice de
nuestro estudio “Job, el libro del consuelo”).
Cuanto más sabemos y creemos esto, más aumenta
nuestra amorosa confianza y más se despierta nuestra
atención a las realidades espirituales, hasta
hallarse firme y habitualmente vuelta hacia el mundo
interior (Ef. 3, 16), no ciertamente el mundo de la
introspección psicológica (cf. 1 Co. 2, 14 y nota),
sino a la contemplación de Jesús “autor y consumador
de nuestra fe” (Hb. 12, 2; Sal. 118, 37 y nota).
Nuestra vida se vuelve entonces un acto cuasi
permanente de esa “fe que es la vida del justo” (1,
17), animada por la caridad (Ga. 5, 6; Ef. 3, 17) y
sostenida por la esperanza (5, 5; Fil. 3, 20 s.; 1
Ts. 4, 18; 5, 8; Tt. 2, 13; 1 Jn. 3, 3). Nuestro
mayor empeño entonces, lejos de llevarnos en la
oración a una gárrula e importuna actividad, está
precisamente en no poner límites a cuanto Dios
quiera obrar en nuestra alma (2 Co. 5, 13 y nota),
aunque a veces no lo percibamos. Para ello no hay
nada que ayude tanto como el trato continuo con la
Escritura, pues en esa oración escuchamos
constantemente a Dios. No es que se trate de nuevas
o milagrosas revelaciones individuales, sino que se
actualizan en nuestra mente o en nuestra memoria las
palabras que el Espíritu Santo “nos habló por los
profetas” y por Jesús (Jn. 14, 26 y nota; Hb. 1, 1
s.), adquiriendo sentidos cada vez más claros, más
atrayentes y más profundos, en esa rumia, que es lo
que David llama la bienaventuranza del que día y
noche medita la Palabra de Dios (Sal. 1, 1 ss.). No
era otra la vida de oración de la Virgen María,
según nos lo indica por dos veces S. Lucas en 2, 19
y 51, y una vez el mismo Jesús (Lc. 11, 28 y nota),
y según lo revela ella misma en su himno el
Magnificat (Lc. 1, 47 ss.), pues está hecho todo con
palabras de la Escritura que Ella recordó en ese
momento, por obra del Espíritu Santo. Y así, en la
Vigilia de Pentecostés (Oración de la 3ª Profecía),
se dice que “también a nosotros nos instruyó Dios
por Moisés mediante su cántico”. Cf. Dt. 31, 22-30.
28 ss. Vislumbramos
aquí el misterio de la
predestinación.
Hay dos opiniones con respecto a estos vv. Los Padres griegos, y los
latinos hasta San Agustín, los interpretan como
predestinación a la gracia: a los que sabe que
responderán con fidelidad, Dios los premia con la
gracia de la fe. Los autores latinos después de S.
Agustín se inclinan a ver aquí la predestinación a
la gloria. Los
llamó: Llamados y
escogidos
son los términos que usa Jesús en el banquete para
decir que aquéllos serán muchos (cf. Hch. 15, 14), y
éstos, pocos (Mt. 24, 23; Lc. 21, 24; Rm. 11, 25).
En Ap. 17, 14 vemos a “los
llamados,
escogidos y
fieles”
combatiendo con Jesús contra el Anticristo (cf. Ap.
19, 11 ss.; 1 Ts. 4, 16 s.; Judas 14, etc.).
31 ss. Rebosando de
confianza, seguro de la salvación, el Apóstol
desafía al mundo, para entregarse por completo al
amor de Dios. Imitémosle, principalmente en las
horas de la tribulación cuando todos nos abandonan.
En esas horas debemos recordar estas palabras, como
lo hacía Santa Teresa, al decir: “Señor, Vos lo
sabéis todo, Vos lo podéis todo, y Vos me amáis”. Y
también: “Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo
Dios basta”.
34.
Ese es el que
intercede por nosotros:
Es decir, nuestro
Santo Patrono y Protector
por excelencia. Véase Hb. 7, 25 y nota.
35 ss. Como lo nota
San Bernardo, “nuestra conformidad con el Verbo en
el amor une con Él nuestra alma de un modo
absolutamente indisoluble, como la esposa está
unida a su
esposo”. El mismo Señor Jesús nos enseña esta verdad
en Jn. 10, 28 y 29. A través de este himno se ve la
fe del Apóstol, que se siente seguro en el amor que
Jesús le tiene, y ansía comunicarnos igual
seguridad. “La confianza, la acción de gracias, la
caridad –dice aquí Lagrange– brotan del fondo del
alma de Pablo y se difunden como antorcha encendida
para inflamar a todos los hombres, tan
apasionadamente amados por Dios”.
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