ROMANOS 1 |
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CARTA A LOS ROMANOS
PRÓLOGO
(1, 1-17)
Salutación apostólica.
1
Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a
ser apóstol, separado para el Evangelio de Dios*
2
–que Él había prometido antes por sus profetas en las
Escrituras santas–*
3
(Evangelio que
trata)
del Hijo suyo, del nacido de la semilla de
David según la carne,
4 de Jesucristo
Señor nuestro, destinado (para
ser manifestado) Hijo de Dios
en poder, conforme al Espíritu de santidad, desde la
resurrección de los muertos,
5 por Quien hemos
recibido gracia y apostolado para obediencia fiel, por razón
de su Nombre, entre todos los gentiles,
6
de los cuales sois también
vosotros, llamados de Jesucristo.
7
A todos los que os halláis
en Roma, amados de Dios, llamados santos: gracia a vosotros
y paz, de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo*.
El Apóstol da gracias a Dios
por la fe de los romanos.
8 Ante todo doy gracias a mi Dios, mediante Jesucristo, por todos
vosotros, porque vuestra fe es celebrada en todo el mundo*.
9 Pues testigo me es Dios, a quien sirvo en mi
espíritu en el Evangelio de su Hijo, de que sin cesar os
recuerdo,
10 rogando siempre en mis oraciones, que de cualquier modo encuentre al
fin, por la voluntad de Dios*,
allanado el camino para ir a vosotros.
11 Porque anhelo
veros, a fin de comunicaros algún don espiritual, para que
seáis confirmados*,
12 esto es, para
que yo, entre vosotros, sea junto con vosotros consolado,
por la mutua comunicación de la fe, vuestra y mía*.
13 Pues no quiero ignoréis, hermanos, que muchas veces
me he propuesto ir a vosotros –pero he sido impedido hasta
el presente– para que tenga algún fruto también entre
vosotros, así como entre los demás gentiles.
Tema de la epístola.
14 A griegos y a bárbaros, a sabios y a ignorantes, soy
deudor*.
15 Así, pues,
cuanto de mí depende, pronto estoy a predicar el Evangelio
también a vosotros los que os halláis en Roma*.
16 Pues no me avergüenzo del Evangelio; porque es fuerza de Dios para
salvación de todo el que cree, del judío primeramente, y
también del griego*.
17 Porque en él
se revela la justicia que es de Dios, mediante fe para fe,
según está escrito: “El justo vivirá por la fe”*.
I. PARTE DOGMÁTICA
(1, 18 - 11,
36)
A. LA DOCTRINA DE LA
JUSTIFICACIÓN
(1, 18 - 8, 37)
Necedad del paganismo.
18 Pues la ira de Dios se manifiesta desde el cielo
contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que
injustamente cohíben la verdad;
19 puesto que lo que es dable conocer de Dios está
manifiesto en ellos, ya que Dios se lo manifestó.
20 Porque lo
invisible de Él, su eterno poder y su divinidad, se hacen
notorios desde la creación del mundo, siendo percibidos por
sus obras, de manera que no tienen excusa*;
21 por cuanto
conocieron a Dios y no lo glorificaron como a Dios, ni le
dieron gracias, sino que se envanecieron en sus
razonamientos, y su insensato corazón fue oscurecido.
22 Diciendo ser sabios, se tornaron necios*,
23 y trocaron la
gloria del Dios incorruptible en imágenes que representan al
hombre corruptible, aves, cuadrúpedos y reptiles.
Consecuencias de la corrupción.
24 Por lo cual
los entregó Dios a la inmundicia en las concupiscencias de
su corazón, de modo que entre ellos afrentasen sus propios
cuerpos*.
25 Ellos trocaron la verdad de Dios por la mentira, y
adoraron y dieron culto a la creatura antes que al Creador,
el cual es bendito por los siglos. Amén.
26 Por esto los entregó Dios a pasiones vergonzosas,
pues hasta sus mujeres cambiaron el uso natural por el que
es contra naturaleza*.
27 E igualmente
los varones, dejando el uso natural de la mujer, se
abrazaron en mutua concupiscencia, cometiendo cosas
ignominiosas varones con varones, y recibiendo en sí mismos
la paga merecida de sus extravíos.
28 Y como no
estimaron el conocimiento de Dios, los entregó Dios a una
mente depravada para hacer lo indebido,
29 henchidos de toda injusticia, malicia, codicia,
maldad, llenos de envidia, homicidio, riña, dolos,
malignidad; murmuradores,
30 calumniadores, aborrecedores de Dios, insolentes, soberbios,
fanfarrones, inventores de maldades, desobedientes a sus
padres;
31 insensatos, desleales, hombres sin amor y sin misericordia.
32 Y si bien conocen que según lo establecido por Dios los que practican
tales cosas son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino
que también se complacen en los que las practican.
1. San Pablo escribió
esta Carta desde Corinto, a
principios del año
58, con el ánimo de preparar su viaje a Roma,
acreditando sus títulos ante esos fieles, que no lo
conocían aún. Muchos la consideran posterior a la
Epístola a los Gálatas (cf. Ga. 2, 1 y nota), pero
es sin duda anterior a la Carta a los Efesios y
demás Epístolas llamadas de la cautividad, que
fueron escritas al final del tiempo de los Hechos,
durante la primera prisión del Apóstol en Roma (años
61-63), es decir, después de su paso definitivo a
los gentiles (Hch. 28, 23 ss. y notas). El Apóstol
explica en la primera parte (caps. 1-11), como lo
hace también a los gentiles de Galacia, el misterio
de la justificación mediante la fe que Jesucristo
nos mereció gratuitamente, igualando en ella a
judíos y gentiles, y revela el misterio de la
conversión final de Israel según los anuncios del
Antiguo Testamento, confirmados por Jesús en el
Evangelio. En la segunda parte trata otras
cuestiones de vida espiritual, y añade, en la
doxología final, una referencia al “misterio oculto
desde tiempos eternos” que expondrá especialmente en
las Cartas a los Efesios y a los Colosenses.
Separado:
San Pablo alude a su vocación especial como Apóstol
de los gentiles, que, sin ser él de los Doce,
recibió de Jesús directamente (Ga. 1, 12 ss.; 2, 8 y
notas).
2 ss. Como
observa San
Crisóstomo, la complejidad de los términos oscurece
el sentido de la frase. Es de notar que el Apóstol
habla aquí simplemente de la “resurrección de los
muertos” y no dice “su resurrección de entre los
muertos” (cf. Fil. 3, 10-11). El sentido se aclara
así, refiriéndose no ya a la glorificación de
Jesús-Hombre a la diestra del Padre (como en Hb. 1,
2-5; Sal. 2, 7; 109, 1) sino a la futura
manifestación de Cristo en poder (Hb. 1, 6; 2, 8)
que no tuvo lugar durante su vida mortal salvo en el
momento de la Transfiguración (cf. Mc. 9, 1 y nota).
7. “Imposible agotar
en un breve comentario toda la plenitud teológica
de esta salutación (v. 1-7). La desbordante
exuberancia del pensamiento rompe la cohesión de la
fórmula ordinaria de la salutación epistolar”
(Bover).
10.
Por la voluntad de
Dios: Arde
en deseos de verlos, pero no lo quiere sin la
voluntad de Dios, bien conocida por las
circunstancias. Es uno de los grandes sellos del
hombre de Dios: desconfiar siempre de la propia
iniciativa.
12. He
aquí el mejor móvil de toda visita. El Apóstol
quiere confortar a los hermanos en la fe, y
confortarse él mismo, en medio de las tribulaciones
de su apostolado, con la gozosa unión de caridad que
reina entre los que comparten de veras la misma fe
(Jn. 13, 35; Sal. 132, 2).
14.
Griegos:
los pueblos de
cultura helenística;
bárbaros:
los demás hombres, aunque formasen parte del Imperio
Romano. Soy
deudor: me debo a todos, como Apóstol de los
gentiles.
15.
A predicar el
Evangelio:
no sospechaba que
sólo iría allí acusado y preso (Hch. 25, 12 y nota).
Pero ello no le impidió librar una gran batalla
apostólica, que había de ser la última para Israel
(Hch. 28, 23-31 y notas).
16. He aquí la tesis
en torno a la cual gira toda esta carta: la eficacia
sobrenatural de
la divina Palabra, engendradora de la fe (10, 17).
Cf. 1 Co. 4, 19 s. y nota. Nótese la preferencia que
se da a los judíos (cf. Mt. 10, 5; 15, 26 ss.; Lc.
24, 47; Hch. 3, 26).
17. La
justicia,
en lenguaje paulino,
significa la justificación que nos viene de Dios,
fundada en la fe (3, 24 s.; Hch. 13, 39; Ef. 2, 8
s.; Fil. 3, 9), la cual es por eso “raíz y
fundamento de toda justificación” (Concilio
Tridentino) y nos lleva a obrar por amor (Ga. 5, 6;
St. 2, 18). De ahí que la fe sea verdaderamente la
vida del justo (Hab. 2, 4; Ga. 3, 11; Hb. 10, 38 y
notas) porque nadie puede ser justo por sí mismo
(Sal. 142 y notas; 1 Jn. 1, 18). La fe es así piedra
de toque de la rectitud. Porque el hombre de
intención recta reconoce a cada instante que su fe
es pobrísima, y pide aumento de ella casi
instintivamente, lo cual hace que viva, aun quizá
sin darse cuenta, en una actitud de constante
oración, que es precisamente lo que valoriza su vida
delante de Dios. No tiene nada propio, pero vive
pidiéndolo, y al pedir recibe. Mas el hombre
soberbio no se aviene a vivir mendigando ese aumento
de fe, y entonces se acostumbra a la idea de que ya
tiene fe bastante, y construye su vida sobre una
falsa idea. Desde ese momento desaparece en él la
rectitud de intención, porque naturalmente rechazará
toda posible enseñanza que le muestre la
insuficiencia de su fe. Es el caso, terrible pero
común, que señaló Jesús al decir que la luz vino al
mundo pero los hombres amaron más las tinieblas para
no tener que convertirse. Tal es “el juicio” que Él
vino a hacer (Jn. 3, 19). Es decir, un juicio de
discernimiento de los espíritus para que se
descubriese la rectitud de cada uno y “se revelase
el secreto de los corazones” (Lc. 2, 35). Ese juicio
pone a prueba, no nuestra virtud propia, sino
nuestra sinceridad en confesar que no la tenemos. Es
el juicio que Jesús realizó constantemente, no con
los pecadores (porque siempre los perdonaba), sino
con los fariseos de corazón doble, es decir, con la
falsa virtud que, ni quiere entregar el corazón a
Dios para amarlo sobre todas las cosas, ni quiere
hacer profesión de impiedad, porque teme los
castigos. Tales son, en todos los tiempos, aquellos
que cuelan el mosquito y tragan el camello (Mt. 23,
24); que honran a Dios con los labios mientras su
corazón está lejos de Él (Mt. 15, 8), etc. Jesús
quiere que se esté con Él o contra Él, y esa mezcla
de la piedad con el espíritu del mundo, su enemigo,
es abominada de Dios. Desde el Dt. 22, 9 s., se nos
inculca a tal punto la idea de que Dios odia toda
mezcla, que Moisés prohíbe sembrar semillas
mezcladas, arar con yunta de buey y asno, y hasta
vestirse con mezcla de lana y lino. De ahí que
cuando Jesús quiere caracterizar en Natanael al buen
israelita, dice simplemente que “en él no hay
doblez” (Jn. 1, 47).
20. Revelación
de suma importancia: Las cosas creadas son como
símbolos de las increadas e invisibles (Sal. 18, 1
ss.) y las almas rectas descubren incontables
maravillas de Dios en la naturaleza (Sal. 103), como
en otra biblia, si bien con exclusión de las
verdades sobrenaturales que conocemos por la
Revelación. Porque los misterios del amor del Padre
que nos dio su Hijo y lo hizo Hermano nuestro, sólo
nos han sido descubiertos por la Palabra revelada.
Tal, por ejemplo, la doctrina del Cuerpo Místico (1
Co. 12, 12 y nota). La fe, pues, no consiste en
aquella simple creencia racional en el gran
Arquitecto del Universo, sino en dar crédito a las
palabras reveladas por el “Dios sumamente veraz”.
Así lo declaró Pío X en el juramento antimodernista
(Denz. 2145).
22. Véase
el extremo opuesto en 1 Co. 3, 18.
24.
Los entregó Dios:
Como
observa S. Tomás, no lo hizo empujándolos al mal,
sino abandonándolos, retirando de ellos su gracia.
Así cayeron en grandes errores y en vicios
vergonzosos (Ga. 5, 19; Ef. 4, 19). Lo mismo hizo
con Israel según el Sal. 80, 13.
26. La perversión
sexual tan extendida en los centros de cultura
moderna, es consecuencia de la apostasía de nuestro
siglo, que lo asemeja a aquellos tiempos paganos
señalados por S. Pablo. La santa crudeza con que
habla el Apóstol nos sirva de ejemplo de sinceridad y amor a la verdad. “El
mundo suele escandalizarse de las palabras claras
más que de las acciones oscuras”.
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