ROMANOS 5 |
1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | 7 |
8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 | 14 |
15 | 16 |
Frutos de la justificación.
1
Justificados, pues, por la fe, tenemos
paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo*,
2
por quien, en virtud de la fe, hemos obtenido
asimismo el acceso a esta gracia en la cual estamos firmes,
y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios.
3
Y no solamente esto, sino que nos
gloriamos también en las tribulaciones, sabiendo que la
tribulación obra paciencia;
4
la paciencia, prueba; la prueba, esperanza*;
5
y la esperanza
no engaña, porque el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha
sido dado*.
6
Porque cuando todavía éramos débiles, Cristo, al
tiempo debido, murió por los impíos.
7
A la verdad, apenas hay quien entregue su
vida por un justo; alguno tal vez se animaría a morir por un
bueno*.
8 Mas Dios da la
evidencia del amor con que nos ama, por cuanto, siendo aún
pecadores, Cristo murió por nosotros.
9 Mucho más, pues, siendo ahora justificados por su
sangre, seremos por Él salvados de la ira.
10 Pues, si como
enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su
Hijo, mucho más después de reconciliados seremos salvados
por su vida*.
11 Y no sólo esto, sino que aun nos gloriamos en Dios,
por nuestro Señor Jesucristo, por quien ahora hemos logrado
la reconciliación.
Cristo, el segundo Adán.
12 Por tanto, como por un solo hombre entró el pecado
en el mundo, y por el pecado la muerte, también así la
muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron*;
13 porque ya antes de la Ley había pecado en el mundo, mas el pecado no
se imputa si no hay Ley.
14 Sin embargo, reinó la muerte desde Adán hasta
Moisés, aun sobre los que no habían pecado a la manera de la
transgresión de Adán, el cual es figura de Aquel que había
de venir*.
15 Mas no fue el don como el delito, pues si por el delito del uno, los
muchos murieron, mucho más copiosamente se derramó sobre los
muchos*
la gracia de Dios y el don por la gracia de un solo hombre,
Jesucristo.
16 Y con el don
no sucedió como con aquel uno que pecó, puesto que de uno
solo vino el juicio para condenación, mas el don para
justificación vino por muchos delitos.
17 Pues si por el delito de uno solo la muerte reinó por culpa del uno,
mucho más los que reciben la sobreabundancia de la gracia y
del don de la justicia, reinarán en vida por el uno:
Jesucristo.
18 De esta
manera, como por un
solo delito (vino
juicio) sobre todos los hombres para condenación, así
también por una sola obra de justicia (viene
la gracia) a todos los hombres
para justificación de vida.
19
Porque como por la desobediencia de un solo hombre los
muchos fueron constituidos pecadores, así también por la
obediencia de uno solo los muchos serán constituidos justos.
20
Se subintrodujo, empero, la Ley, de modo que abundase el
delito; mas donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia*;
21
para que, como reinó el pecado por la muerte, así también
reinase la gracia, por la justicia, para eterna vida, por
medio de Jesucristo nuestro Señor.
1. La enemistad
creada por el pecado, entre Dios y el linaje
humano, fue
borrada por el triunfo de Cristo sobre el pecado. El
fruto de esta victoria es
la paz con
Dios. Si Jesucristo hizo tanto por los
pecadores, ¿qué no podemos esperar de su bondad
nosotros los redimidos? (v. 9 ss.).
4.
La esperanza,
que resulta de la
prueba, es una virtud teologal, fruto de la fe viva
animada por caridad (Ga. 5, 6). El que cree y ama,
espera con vehemente deseo
los bienes que Cristo nos promete, y tiene, pues, en
la esperanza el supremo sostén de su optimismo. “La
gloria que espero, dice S. Francisco de Asís, es tan
grande, que todas las enfermedades, todas las
mortificaciones, todas las humillaciones, todas las
penas, me llenan de alegría”.
5. Esta divina
revelación, que la Iglesia recoge en la Liturgia de
la semana de Pentecostés,
nos muestra hasta dónde llega la obra santificadora
del Espíritu Santo, que pone en nosotros su propia
fuerza para hacernos capaces de corresponder al amor
con que Dios nos ama. Cf. 8, 16 y 26; Ef. 1, 13 s.
7. Aquí se nos
muestra el carácter del amor de Cristo
por nosotros. En el v. 10 vemos el amor del Padre.
En ambos resplandece ante todo la misericordia en un
grado tan incomprensible, que se vale del suplicio y
muerte del Verbo encarnado, para otorgarnos la
redención en vez de castigarnos. Tal misericordia es
lo que asombra a San Pablo en 8, 32 ss. Cf. Ef. 2, 4
ss.
10.
Como enemigos:
Inmensa,
asombrosa revelación de lo que es el corazón de
Dios. En ello consiste toda nuestra felicidad, pues
de no haber sido Él así, estaríamos perdidos sin
remedio, ya que nacimos enemigos de Él y propiedad
de Satanás (Sal. 50, 7). El Padre nos da así el
ejemplo del amor a los enemigos, que es la esencia
del Sermón de la Montaña: no sólo es bueno con los
desagradecidos y malos (Lc. 6, 35) y hace salir su
sol para ambos (Mt. 5, 45) sino que lleva esa bondad
al grado infinito y no vacila en entregar a su Hijo
(Jn. 3, 16) incondicionalmente, a la muerte
ignominiosa (8, 32), con el fin, no sólo de
perdonar, sino de hacernos iguales al Hijo que se
sacrificaba (8, 29), hijos como Él (Ef. 1, 5). Así
comprendemos por qué Jesús nos pone al Padre de
arquetipo y modelo del amor y misericordia que hemos
de tener con el prójimo (Lc. 6, 36 y nota). Nada
podremos en materia de amor si no recordamos que Él
nos amó primero (1 Jn. 4, 10 y 19), y si no
descubrimos ese amor y le creemos (1 Jn. 4, 16). Una
sola vez nos expone Jesús el gran mandamiento del
amor en forma solemne (Mt. 22, 34-38), pero nos
habla, a la inversa, de lo que el Padre nos ama a
nosotros, de que nos ama tanto como a Él (Jn. 17, 23
y 26), hasta entregarlo a Él y alegrarse de que Él
se entregara por nosotros (Sal. 39, 7-9) y amarlo
especialmente a Él por eso (Jn. 10, 17); también nos
dice que Él mismo nos ama tanto como el Padre a Él
(Jn. 15, 9), y que si lo amamos a Él (a Jesús tal
como se mostró en el Libro de los Evangelios), el
Padre nos amará especialmente, y ambos vendrán a
nosotros (Jn. 14, 23 s.), y entonces sí seremos
capaces de cumplir aquel gran mandamiento de amor al
Padre, porque al venir así Él con su Hijo a habitar
espiritualmente en nosotros, estaremos llenos del
Espíritu de Ambos, que es el Espíritu Santo, el
Espíritu de Amor, el cual pondrá en nosotros la
capacidad de amar como somos amados (v. 5).
12. Nótese el
paralelo entre
Adán y
Cristo; en cambio recibimos la vida nueva de la gracia. Aquí se ve
fundamentada la doctrina del pecado original. S.
Agustín contemplando la
argumentación del Apóstol, exclama: “¡Oh, feliz
culpa, que nos mereció semejante Redentor! Si fue
grande la malicia, mayor aún fue la caridad”.
14.
Sobre los que no
habían pecado:
p. ej. los niños y
dementes, los que no pudieron pecar. Su muerte no se
puede explicar sino porque participaban del pecado
de Adán. De
Aquel que había de venir: Cristo, el
segundo Adán.
15.
Los muchos,
expresión que
significa todos. Cf. Mt. 24, 12.
20.
Se aumentó el pecado,
por las
mismas prohibiciones que
contenía. Esto es, lo que antes no se conocía como
pecado, por la Ley se dio a conocer como tal
y comenzó, además a trocarse en incentivo para las
pasiones humanas.
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