JUAN 2 |
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II. VIDA PÚBLICA DE JESÚS
(2, 1 - 12, 50)
Las bodas de Caná.
1
Al tercer día hubo unas bodas en Caná de
Galilea y estaba allí la madre de Jesús.
2
Jesús también
fue invitado a estas bodas, como asimismo sus
discípulos.
3 Y llegando a faltar vino, la madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”.
4
Jesús le dijo: “¿Qué
(nos va en
esto) a Mí y a ti,
mujer? Mi hora no ha venido todavía”*.
5
Su madre dijo a los
sirvientes: “Cualquier cosa que Él os diga,
hacedla”.
6
Había allí seis
tinajas de piedra para las purificaciones de los
judíos, que contenían cada una dos o tres metretas*.
7
Jesús les dijo:
“Llenad las tinajas de agua”; y las llenaron hasta
arriba.
8
Entonces les dijo:
“Ahora sacad y llevad al maestresala”; y le
llevaron.
9
Cuando el
maestresala probó el agua convertida en vino, cuya
procedencia ignoraba –aunque la conocían los
sirvientes que habían sacado el agua–, llamó al
novio
10
y le dijo: “Todo el
mundo sirve primero el buen vino, y después, cuando
han bebido bien, el menos bueno; pero tú has
conservado el buen vino hasta este momento”.
11
Tal fue el comienzo
que dio Jesús a sus milagros, en Caná de Galilea; y
manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en
Él.
Defensa del templo.
12
Después de esto descendió a Cafarnaúm con
su madre, sus hermanos*
y sus discípulos, y se quedaron allí no muchos días.
13
La Pascua de
los judíos estaba próxima, y Jesús subió a
Jerusalén.
14
En el Templo
encontró a los mercaderes de bueyes, de ovejas y de
palomas, y a los cambistas
sentados (a sus mesas)*.
15
Y haciendo un azote
de cuerdas, arrojó del Templo a todos, con las
ovejas y los bueyes; desparramó las monedas de los
cambistas y volcó sus mesas.
16
Y a los vendedores
de palomas les dijo: “Quitad esto de aquí; no hagáis
de la casa de mi Padre un mercado”*.
17
Y sus discípulos se
acordaron de que está escrito: “El celo de tu Casa
me devora”*.
18 Entonces los
judíos le dijeron: “¿Qué señal nos muestras, ya que
haces estas cosas?”*
19
Jesús les
respondió: “Destruid este Templo, y en tres días Yo
lo volveré a levantar”*.
20 Replicáronle los
judíos: “Se han empleado cuarenta y seis años en
edificar este Templo, ¿y Tú, en tres días lo
volverás a levantar?”
21
Pero Él hablaba del
Templo de su cuerpo.
22 Y cuando hubo
resucitado de entre los muertos, sus discípulos se
acordaron de que había dicho esto, y creyeron a la
Escritura y a la palabra que Jesús había dicho.
23
Mientras Él estaba en Jerusalén, durante
la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su nombre,
viendo los milagros que hacía.
24
Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque a todos los
conocía*,
25
y no necesitaba
de informes acerca del hombre, conociendo por sí
mismo lo que hay en el hombre.
4. Jesús pone
a prueba la
fe de la
Virgen,
que fue en
ella la virtud por excelencia (19, 25 y
nota; Lc. 1, 38 y 45) y luego adelanta su
hora a ruego de su Madre. Según una opinión
que parece plausible, esta hora era
simplemente la de proveer el vino, cosa que
hacían por turno los invitados a las fiestas
nupciales, que solían durar varios días.
6. Una
metreta
contenía 36,4 litros.
12. Entre los
judíos todos los parientes se llamaban
hermanos
(Mt. 12, 46 y nota). Jesús no los tenía y lo
vemos confiar el cuidado de su madre a su
primo Juan (Jn. 19, 26).
14. Estos
mercaderes que profanaban la santidad del
Templo, tenían sus puestos en el atrio de
los gentiles. Los cambistas trocaban las
monedas corrientes por la moneda sagrada,
con la que se pagaba el tributo del Templo.
Cf. Mt. 21, 12 s.; Mc. 11, 15 ss.; Lc. 19,
45 ss.
16. El Evangelio
es eterno, y no menos para nosotros que para
aquel tiempo. Cuidemos, pues, de no repetir
hoy este mercado, cambiando simplemente las
palomas por velas o imágenes.
17. Cf.
Sal. 68, 10; Mal. 3, 1-3.
18. A los
ojos de los sacerdotes y jefes del Templo,
Jesús carecía de autoridad para obrar como
lo hizo. Sin embargo, con un ademán se
impuso a ellos, y esto mismo fue una muestra
de su divino poder,
como observa S. Jerónimo.
19.
Véase Mt. 26, 61.
24 s. Lección
fundamental
de doctrina y
de vida. Cuando aún no estamos
familiarizados con el lenguaje del divino
Maestro y de la Biblia en general, sorprende
hallar constantemente cierto pesimismo, que
parece excesivo, sobre la maldad del hombre.
Porque pensamos que han de ser muy raras las
personas que obran por amor al mal. Nuestra
sorpresa viene de ignorar el inmenso alcance
que tiene el primero de los dogmas bíblicos:
el pecado original. La Iglesia lo ha
definido en términos clarísimos (Denz.
174-200). Nuestra formación, con mezcla de
humanismo orgulloso y de sentimentalismo
materialista, nos lleva a confundir el orden
natural con el sobrenatural, y a pensar que
es caritativo creer en la bondad del hombre,
siendo así que en tal creencia consiste la
herejía pelagiana, que es la misma de Jean
Jacques Rousseau, origen de tantos males
contemporáneos. No es que el hombre se
levante cada día pensando en hacer el mal
por puro gusto. Es que el hombre, no sólo
está naturalmente entregado a su propia
inclinación depravada (que no se borró con
el Bautismo), sino que está rodeado por el
mundo enemigo del Evangelio, y expuesto
además a la influencia del Maligno, que lo
engaña y le mueve al mal con apariencia de
bien. Es el “misterio de la iniquidad”, que
S. Pablo explica en 2 Ts. 2, 6. De ahí que
todos necesitemos
nacer
de nuevo (3, 3 ss.) y renovarnos
constantemente en el espíritu por el
contacto con la divina Persona del único
Salvador, Jesús, mediante el don que Él nos
hace de su Palabra y de su Cuerpo y su
Sangre redentora. De ahí la necesidad
constante de vigilar y orar para no entrar
en tentación, pues apenas entrados, somos
vencidos. Jesús nos da así una lección de
inmenso valor para el saludable conocimiento
y desconfianza de nosotros mismos y de los
demás, y muestra los abismos de la humana
ceguera e iniquidad, que son enigmas
impenetrables para pensadores y sociólogos
de nuestros días y que en el Evangelio están
explicados con claridad transparente. Al que
ha entendido esto, la humildad se le hace
luminosa, deseable y fácil. Véase el
Magníficat (Lc. 1, 46 ss.) y el Sal. 50 y
notas.
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