JUAN 17 |
1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | 7 |
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Jesús ora por la gloria del
Padre y por su propia glorificación.
1
Así habló Jesús*.
Después, levantando sus ojos al cielo, dijo: “Padre,
la hora es llegada; glorifica a tu Hijo, para que tu
Hijo te glorifique a Ti;
2
–conforme al señorío que le conferiste sobre todo el
género humano– dando vida eterna a todos los que Tú
le has dado*.
3
Y la vida
eterna es: que te conozcan a Ti, solo Dios
verdadero, y a Jesucristo Enviado tuyo*.
4
Yo te he
glorificado a Ti sobre la tierra dando acabamiento a
la obra que me confiaste para realizar.
5
Y ahora Tú, Padre, glorifícame a Mí junto a Ti mismo,
con aquella gloria que en Ti tuve antes que el mundo
existiese”*.
Ruega por los discípulos.
6
“Yo he manifestado tu Nombre*
a los hombres que me
diste (apartándolos) del
mundo. Eran tuyos, y Tú me los diste, y ellos han
conservado tu palabra.
7
Ahora saben que todo lo
que Tú me has dado viene de Ti*.
8
Porque las palabras
que Tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las
han recibido y han conocido verdaderamente que Yo
salí de Ti, y han creído que eres Tú quien me has
enviado*.
9 Por ellos ruego;
no por el mundo, sino por los que Tú me diste,
porque son tuyos*.
10
Pues todo lo mío es
tuyo, y todo lo tuyo es mío, y en ellos he sido
glorificado.
11
Yo no estoy ya en
el mundo, pero éstos quedan en el mundo mientras que
Yo me voy a Ti. Padre Santo, por tu nombre, que Tú
me diste, guárdalos para que sean uno como somos
nosotros*.
12 Mientras Yo
estaba con ellos, los guardaba por tu Nombre, que Tú
me diste, y los conservé, y ninguno de ellos se
perdió sino el hijo de perdición, para que la
Escritura fuese cumplida*.
13 Mas ahora voy a
Ti, y digo estas cosas estando (aún)
en el mundo, para que
ellos tengan en sí mismos el gozo cumplido que tengo
Yo.
14
Yo les he dado tu palabra
y el mundo les ha tomado odio, porque ellos ya no
son del mundo, así como Yo no soy del mundo.
15 No ruego para que
los quites del mundo, sino para que los preserves
del Maligno*.
16
Ellos no son ya del
mundo, así como Yo no soy del mundo.
17
Santifícalos en la
verdad*:
la verdad es tu palabra.
18
Como Tú me enviaste a Mí
al mundo, también Yo los he enviado a ellos al
mundo.
19
Y por ellos me santifico
Yo mismo, para que también ellos sean santificados,
en la verdad”*.
Ruega por todos los que van a
creer en Él.
20
“Mas no ruego
sólo por ellos, sino también por aquellos que,
mediante la palabra de ellos, crean en Mí*,
21
a fin de que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí y
Yo en Ti, a fin de que también ellos sean en
nosotros, para que el mundo crea que eres Tú el que
me enviaste*.
22 Y la gloria que Tú me diste, Yo se
la he dado a ellos, para que sean uno como nosotros
somos Uno*:
23
Yo en ellos y
Tú en Mí, a fin de que sean perfectamente uno, y
para que el mundo sepa que eres Tú quien me enviaste
y los amaste a ellos como me amaste a Mí*.
24
Padre, aquellos
que Tú me diste quiero que estén conmigo en donde Yo
esté, para que vean la gloria mía, que Tú me diste,
porque me amabas antes de la creación del mundo*.
25
Padre Justo, si
el mundo no te ha conocido, te conozco Yo, y éstos
han conocido que eres Tú el que me enviaste*;
26
y Yo les hice conocer tu nombre, y se lo haré conocer
para que el amor con que me has amado sea en ellos y
Yo en ellos”*.
1 ss. Jesús,
que tanto oró al Padre “en los días de su
carne” (Hb. 5, 7), pronuncia en alta voz
esta oración sublime, para dejarnos penetrar
la intimidad de su corazón lleno todo de
amor al Padre y a nosotros. Dando a conocer
el Nombre de Padre (v. 6 ss.) ha terminado
la misión que Él le encomendó (v. 4). Ahora
el Cordero quiere ser entregado como víctima
“en manos de los hombres” (14, 31 y nota),
pero apenas hace de ello una vaga referencia
en el v. 19. “Es pues con razón que el P.
Lagrange intitula el c. 17:
Oración de Jesús por la unidad, de
preferencia al título de Oración sacerdotal,
que ordinariamente se le da siguiendo al
luterano Chytraeus Koohhafen † 1600”
(Pirot).
2.
Que tu Hijo
te glorifique... dando vida eterna:
Meditemos
aquí el abismo de bondad en el Padre y en el
Hijo, ante tan asombrosa revelación. En este
momento culminante de la vida de Jesús, en
esta conversación íntima que tiene con su
Padre, nos enteramos de que la gloria que el
Hijo se dispone a dar al Eterno Padre, y por
la cual ha suspirado desde la eternidad, no
consiste en ningún vago misterio ajeno a
nosotros, sino que todo ese infinito anhelo
de ambos está en darnos a nosotros su propia
vida eterna.
3. El conocimiento
del
Padre y del Hijo –obra del Espíritu de
ambos “que habló por los profetas”– se
vuelve vida divina en el alma de los
creyentes, los
cuales son “partícipes de la naturaleza
divina” (2 Pe. 1, 4). Cf. v. 17 y nota; Sb.
15, 3.
5. Es
evidente, como
dice S.
Agustín, que si pide lo que desde la
eternidad tenía, no lo pide para su Persona
divina, que nunca lo había perdido, sino
para su Humanidad santísima, que en lo
sucesivo tendrá la misma gloria de Hijo de
Dios, que tenía el Verbo (cf. v. 22; Sal. 2,
7 y nota).
6.
Tu nombre,
es
decir, “a Ti mismo, lo que Tú eres, y por
sobre todo, el hecho de que eres Padre”
(Joüon).
7. Hemos
visto a través de todo este Evangelio que la
preocupación constante de Jesús fue mostrar
que sus palabras no eran de Él sino del
Padre. Véase 12, 49 s.
8.
Ellos las han
recibido... y han creído:
Admiremos, en esta conversación entre las
Personas divinas, el respeto, que bien puede
llamarse humilde, por la libertad de
espíritu de cada hombre, no obstante ser
Ellos omnipotentes y tener sobre sus
creaturas todos los derechos. Nada más
contrario, pues, a las enseñanzas divinas,
que el pretender forzar a los hombres a que
crean, o castigar a los que no aceptan la
fe. Véase Ct. 3, 5; Ez. 14, 7 y notas.
9 ss. Nueva y
terrible sentencia contra el mundo (véase
14, 30; 15, 18; 16, 11 y notas). ¡Nótese el
sentido! 1º
Por ellos
ruego... porque son tuyos:
pues todo lo
tuyo me es infinitamente amable sólo por ser
cosa del Padre a quien amo. Es decir, que
nosotros, sin saberlo ni merecerlo,
disfrutamos de un título irresistible al
amor de Jesús, y es: el solo hecho de que
somos cosa del Padre y hemos sido
encomendados por Él a Jesús a Quien el Padre
le encargó que nos salvase (6, 37-40). 2º
En ellos he sido glorificado, es decir, a causa de ellos (cf. v.
19). La gloria del Hijo consiste como la del
Padre (v. 2 y nota), en hacernos el bien a
nosotros. Jesús ya nos había dicho en 10,
17, que el amor de su Padre, que es para el
Hijo la suma gloria, lo recibe Él por eso:
porque pone su vida por nosotros (véase allí
la nota). Ante abismos como éste, de una
bondad y un amor, y unas promesas que jamás
habría podido concebir el más audaz de los
ambiciosos, comprendemos que todo el
Evangelio y toda la divina Escritura tienen
que estar dictados por ese amor, es decir,
impregnados de esa bondad hacia nosotros,
porque Dios es siempre el mismo. De aquí que
para entender la Biblia hay que preguntarse,
en cada pasaje, qué nueva prueba de amor y
de misericordia quiere manifestarnos allí el
Padre, o Jesús. ¿Es éste el espíritu con que
la leemos nosotros? El que no entiende, es
porque no ama, dice el Crisóstomo; y el que
no ama, es porque no se cree amado, dice S.
Agustín. También en otro sentido el Hijo ha
sido glorificado en nosotros, en cuanto
somos su trofeo. Si no pudiera mostrarnos al
Padre y al universo como frutos de su
conquista, ¿de qué serviría toda su hazaña,
toda la epopeya de su vida? Vemos aquí la
importancia abismante que se nos atribuye en
el seno de la misma Divinidad, en los
coloquios del Hijo con el Padre, y si vale
la pena pensar en las mentiras del mundo
ante una realidad como ésta. Porque si somos
del mundo, Él ya no ruega por nosotros, como
aquí lo dice. Entonces quedamos excluidos de
su Redención, es decir, que nuestra
perdición es segura.
12.
El hijo de
perdición
es Judas.
Véase Mc. 14, 21;
Sal. 40, 10; 54, 14; Hch. 1, 16. Hijo de
perdición se llama también al Anticristo (2
Ts. 2, 3).
15. Es lo que
imploramos en la
última
petición del Padre nuestro (Mt. 6, 13).
17. “Vemos
aquí hasta qué punto el conocimiento y amor
del Evangelio influye en nuestra vida
espiritual. Jesús habría podido decirle que
nos santificase en la caridad, que es el
supremo mandamiento. Pero Él sabe
muy bien que ese amor viene del conocimiento
(v. 3). De ahí que en el plan divino se nos
envió primero al Verbo, o sea la Palabra,
que es la luz; y luego, como fruto de Él, al
Espíritu Santo que es el fuego, el amor”.
Cf. Sal. 42, 3.
19.
Por ellos me
santifico:
Vemos aquí
una vez más el carácter espontáneo del
sacrificio de Jesús. Cf. 14, 31 y nota. En
el lenguaje litúrgico del Antiguo Testamento
“santificar” es segregar para Dios. En Jesús
esta segregación es su muerte, segregación
física y total de este mundo (v. 11 y 13);
para los discípulos, se trata de un divorcio
del mundo (v. 14-16) en orden al apostolado
de la verdad que santifica (v. 3 y 17).
20. La fe
viene del poder de la palabra evangélica
(Rm. 10, 17), la cual nos mueve a obrar por
amor (Ga.
5, 6). La
oración omnipotente de Jesús se pone aquí a
disposición de los verdaderos predicadores
de la palabra revelada, para darles eficacia
sobre los que la escuchan.
21.
Para que el
mundo crea:
Se nos da
aquí otra regla infalible de apologética
sobrenatural (cf. 7, 17 y nota), que
coincide con el sello de los verdaderos
discípulos, señalado por Jesús en 13, 35. En
ellos el poder de la palabra divina y el
vigor de la fe se manifestarán por la unión
de sus corazones (cf. nota anterior), y el
mundo creerá entonces, ante el espectáculo
de esa
mutua caridad, que se fundará en la
común participación a la vida divina (v. 3 y
22). Véase los vv. 11, 23 y 26.
22. Esa
gloria
es la
divina naturaleza, que el Hijo recibe del
Padre y que nos es comunicada a nosotros por
el Espíritu Santo mediante el misterio de la
adopción como hijos de Dios, que Jesús nos
conquistó con sus méritos infinitos. Véase
1, 12 s.; Ef. 1, 5 y notas.
23.
Perfectamente
uno:
¡consumarse
en la unidad divina con el Padre y el Hijo!
No hay panteísmo brahmánico que pueda
compararse a esto. Creados a la imagen de
Dios, y restaurados luego de nuestra
degeneración por la inmolación de su Hijo,
somos hechos hijos como Él (v. 22);
partícipes de la naturaleza divina (v. 3 y
nota); denominados “dioses” por el mismo
Jesucristo (10, 34); vivimos de su vida
misma, como Él vive del Padre (6, 58), y,
como si todo esto no fuera suficiente, Jesús
nos da todos sus méritos para que el Padre
pueda considerarnos coherederos de su Hijo
(Rm. 8, 17) y llevarnos a esta consumación
en la Unidad, hechos semejantes a Jesús (1
Jn. 3, 2), aun en el cuerpo cuando Él venga
(Fil. 3, 20 s.), y compartiendo eternamente
la misma gloria que su Humanidad santísima
tiene hoy a la diestra del Padre (Ef. 1, 20;
2, 6) y que es igual a la que tuvo siempre
como Hijo Unigénito de Dios (v. 5).
24.
Que estén
conmigo:
Literalmente:
que
sean conmigo. Es el complemento de lo
que vimos en 14, 2 ss. y nota. Este Hermano
mayor no concibe que Él pueda tener, ni aun
ser, algo que no tengamos o seamos nosotros.
Es que en eso mismo ha hecho consistir su
gloria el propio Padre (v. 2 y nota). De ahí
que las palabras:
Para
que vean la gloria mía quieren decir:
para que la compartan, esto es, la tengan
igual que Yo. San Juan usa aquí el verbo
theoreo, como en 8, 51, donde
ver
significa gustar, experimentar, tener.
En efecto, Jesús acaba de decirnos (v. 22)
que Él
nos ha dado esa gloria que el Padre le
dio para que lleguemos a ser uno con Él y su
Padre, y que Éste nos ama lo mismo que a Él
(v. 23). Aquí, pues, no se trata de pura
contemplación sino de participación de la
misma gloria de Cristo, cuyo Cuerpo somos.
Esto está dicho por el mismo S. Juan en 1
Jn. 3, 2; por S. Pablo, respecto de nuestro
cuerpo (Fil. 3, 21), y por S. Pedro aun con
referencia a la vida presente, donde ya
somos “copartícipes de la naturaleza divina”
(2 Pe. 1, 4; cf. 1 Jn. 3, 3). Esta
divinización del hombre es consecuencia de
que, gracias al renacimiento que nos da
Cristo (cf. 3, 2 ss.), Él nos hace “nacer de
Dios” (1, 13) como hijos verdaderos del
Padre lo mismo que Él (1 Jn. 3, 1). Por eso
Él llama a Dios “mi Padre y vuestro Padre”,
y a nosotros nos llama “hermanos” (20, 17).
Este v. vendría a ser, así, como el remate
sumo de la Revelación, la cúspide
insuperable de las promesas bíblicas, la
igualdad de nuestro destino con el del
propio Cristo (cf. 12, 26; 14, 2; Ef. 1, 5;
1 Ts. 4, 17; Ap. 14, 4). Nótese que este
amor del Padre al Hijo
“antes
de la creación del mundo” existió
también para nosotros desde entonces, como
lo enseña S. Pablo al revelar el gran
“Misterio” escondido desde todos los siglos.
Véase Ef. 1, 4; 3, 9 y notas.
26. Aquí
vemos compendiada
la
misión de Cristo: dar a conocer a los
hombres el amor del Padre que los quiere por
hijos, a fin de que, por la fe en este amor
y en el mensaje que Jesús trajo a la tierra,
puedan poseer el Espíritu de adopción, que
habitará en ellos con el Padre y el Hijo. La
caridad más grande del Corazón de Cristo ha
sido sin duda alguna este deseo de que su
Padre nos amase tanto como a Él (v. 24). Lo
natural en el hombre es la envidia y el
deseo de conservar sus privilegios. Y más
aún en materia de amor, en que queremos ser
los únicos. Jesús, al contrario de nosotros,
se empeña en dilapidar el tesoro de la
divinidad que trae a manos llenas (v. 22) y
nos invita a vivir de Él esa plenitud de
vida divina (1, 16; 15, 1 ss.) como Él la
vive del Padre (6, 58). Todo está en creer
que Él no nos engaña con tanta grandeza (cf.
6, 29).
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