FILIPENSES 2 |
1 | 2 | 3 | 4 |
La imitación de Cristo.
1
Si tenéis, pues, (para mí) alguna consolación en Cristo, algún consuelo de caridad,
alguna comunicación de Espíritu, alguna ternura y
misericordia*,
2
poned el colmo
a mi gozo, siendo de un mismo sentir, teniendo un mismo
amor, un mismo espíritu, un mismo pensamiento.
3
No hagáis nada por emulación ni por
vanagloria, sino con humilde corazón, considerando los unos
a los otros como superiores*,
4
no mirando cada
uno por su propia ventaja, sino por la de los demás.
5
Tened en vuestros corazones los mismos sentimientos
que tuvo Cristo Jesús;
6
el cual, siendo su naturaleza la de Dios,
no miró como botín el ser igual a Dios,
7
sino que se
despojó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho
semejante a los hombres. Y hallándose en la condición de
hombre*
8 se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la
muerte, y muerte de Cruz.
9 Por eso Dios le sobreensalzó y le dio el nombre que
es sobre todo nombre*,
10 para que toda rodilla en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra
se doble en el nombre de Jesús,
11 y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para
gloria de Dios Padre*.
Es Dios quien da el querer y
el obrar.
12 Así, pues,
amados míos, de la misma manera como siempre obedecisteis,
obrad vuestra salud con temor y temblor*,
no sólo como cuando estaba yo presente, sino mucho más ahora
en mi ausencia;
13 porque Dios es el que, por su benevolencia, obra en vosotros tanto el
querer como el hacer*.
14 Haced todas las cosas sin murmuraciones ni disputas,
15 para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha,
en medio de una generación torcida y perversa, entre los
cuales resplandecéis como antorchas en el mundo,
16 al presentarles la palabra de vida, a fin de que
pueda yo gloriarme para el día de Cristo de no haber corrido
en vano ni haberme en vano afanado.
17 Y aun cuando se derrame mi sangre como libación
sobre el sacrificio y culto de vuestra fe, me gozo y me
congratulo con todos vosotros*.
18 Gozaos
asimismo vosotros y congratulaos conmigo.
Pablo recomienda a dos
compañeros.
19 Espero en el
Señor Jesús enviaros pronto a Timoteo, para que yo también
tenga buen ánimo al saber de vosotros.
20 Pues a ninguno tengo tan concorde conmigo, que se
interese por vosotros tan sinceramente*,
21 porque todos buscan lo de ellos mismos, no lo que es
de Cristo Jesús.
22 Vosotros conocéis la prueba que ha dado, como que,
cual hijo al lado de su padre, ha servido conmigo para
propagación del Evangelio.
23 A éste, pues, espero enviar tan pronto como vea yo
la marcha de mis asuntos*.
24 Y aun confío en el Señor que yo mismo podré ir en breve.
25 Entretanto he juzgado necesario enviaros a Epafrodito, mi hermano,
colaborador y compañero de armas, vuestro mensajero y
ministro en mis necesidades;
26 pues añoraba a todos vosotros, y estaba desconsolado
por cuanto habíais oído de su enfermedad.
27 Estuvo realmente enfermo y a punto de morir, pero Dios tuvo
misericordia de él, y no tan sólo de él, sino también de mí,
para que no tuviese yo tristeza sobre tristeza.
28 Lo envío por eso con mayor premura para que, al
verle de nuevo, os alegréis y yo me quede sin más pena.
29 Acogedle, pues, en el Señor con todo gozo, y tened en estima a los que
son como él,
30 puesto que por la obra de Cristo llegó hasta la
muerte, poniendo en peligro su vida, para suplir lo que
faltaba de vuestra parte en mi ministerio*.
1 s. Este capítulo,
que nos presenta
el Sumo Ejemplo que hemos de imitar en nuestra
conducta, empieza, como vemos, con la más florida
efusión de un corazón apostólico.
3. La conducta propia
de la
caridad fraterna, que el
Apóstol jamás deja de inculcar a los nuevos
cristianos, es a los ojos de los paganos la mejor
recomendación de la fe.
Cf. Rm. 12, 10; Ga. 5, 26. Así lo había anunciado el
Señor en Jn. 13, 35 y 17, 21.
7 s. S. Pablo nos
descubre aquí la inmensa, la infinita paradoja de la
humillación de Jesús, en la cual reside todo su misterio
íntimo, que es de amorosa adoración a su Padre, a
quien no quiso disputar ni una gota de gloria entre
los hombres, como habría hecho si hubiera retenido
ávidamente, como una rapiña o un botín que debiera
explotar a su favor, la divinidad que el Padre
comunicara a su Persona al engendrarle eternamente
igual a Él. Por eso, sin perjuicio de dejar
perfectamente establecida esa divinidad y esa
igualdad con el Padre (Jn. 3, 13; 5, 18-23; 6, 27,
33, 40, 46, 51 y 57; 7, 29; 8, 23, 38, 42, 54 y 58;
10, 30; 12, 45; 14, 9-11, etc.), para lo cual el
Padre mismo se encarga de darle testimonio de muchas
maneras (Mt. 3, 17; 5, 17; Jn. 1, 33; 3, 35; 5,
31-37; 8, 18 y 29; 11, 46 s.; 12, 28 ss.; Lc. 22, 42
s., etc.), Jesús renuncia, en su aspecto exterior, a
la igualdad con Dios, y abandona todas sus
prerrogativas para no ser más que el Enviado que
sólo repite las palabras que el Padre le ha dicho y
las obras que le ha mandado hacer (Jn. 3, 34; 4, 26
y 34; 5, 19 y 30; 6, 38; 7, 16 y 28; 8, 26, 28 y 40;
12, 44 y 49; 15, 15; 17, 4, etc.). Y, lejos de ser
“un mayordomo que se hace alabar so pretexto que
redundará la gloria en favor del amo”, Él nos enseña
precisamente que “quien habla por su propia cuenta,
busca su propia gloria, pero quien busca la gloria
del que lo envió, ése es veraz y no hay en él
injusticia” (Jn. 7, 18). Y así Jesús es, tal como lo
anunció Isaías,
el Siervo de
Yahvé, a quien alaba y adora postrado en tierra
(Mt. 26, 39; Lc. 6, 12; 10, 21; 22, 42-44) y a quien
llama su Dios (Jn. 20, 17, etc.), declarándolo “más
grande” que Él (Jn. 14, 28 y nota); a quien sigue
rogando por nosotros (Hb. 5, 7; 7, 25; 10, 12), y a
quien se someterá eternamente (1 Co. 15, 28),
después de haberle entregado el reino conquistado
para Él (1 Co. 15, 24).
Pero hay más aún, Jesús no sólo es el siervo de su
Padre, que vive como un simple israelita sometido a
la Ley (Rm. 15, 8) y pasando por hijo del carpintero
(Mc. 6, 3), sino que, desprovisto de toda pompa de
su Sumo Sacerdocio, no tiene donde reclinar su
cabeza (Lc. 9, 57 s.) y declara que es el sirviente
nuestro (Lc. 22, 27) y que lo será también cuando
venga a recompensar a sus servidores (Lc. 12, 37).
¿Qué deducir ante tales abismos de humillación
divina? Un horror instintivo a la alabanza (Jn. 5,
44 y nota), que es la característica del Anticristo
(Jn. 5, 43; 2 Ts. 2, 4; Ap. 4 y 7 ss.). Porque Jesús
dijo que sus discípulos no éramos más que Él (Mt.
10, 24 ss.) y que, por lo tanto, también entre
nosotros, el primero debe ser el sirviente de los
demás (Mt. 23, 11; 20, 26 ss., etc.). Fácil es así
explicarse por qué Pablo enseña que los apóstoles
están puestos como basura del mundo (1 Co. 4, 13), y
por qué conservando él su trabajo manual de tejedor,
lejos de todos los poderosos del mundo, ajeno a sus
cuestiones temporales y perseguido de ellos por su
predicación de este misterio de Cristo, puede decir
a sus oyentes lo que pocos podríamos decir hoy: “Sed
imitadores míos como yo soy de Cristo” (1 Co. 4, 16
y 11, 1). Ante estos datos que Dios nos muestra en
la divina Escritura, quedamos debidamente
habilitados para descubrir a los falsos profetas que
son lobos con piel de oveja (Mt. 7, 15), y de los
cuales debemos guardarnos, porque así lo dice Jesús,
y a quienes Él caracteriza diciendo: “Guardaos de
los escribas que se complacen en andar con largos
vestidos, en ser saludados en las plazas públicas,
en ocupar los primeros sitiales en la sinagoga y los
primeros puestos en los convites” (Mc. 12, 38-39).
Cf. 3 Jn. 9.
9. S. Pablo emplea la
expresión
nombre
en el sentido
antiguo. Entre los judíos y también entre los
paganos, el nombre de Dios participaba del carácter
sagrado de la divinidad y
era considerado como una representación de la misma.
11.
Jesucristo es Señor
para gloria de Dios Padre:
Este pasaje, que
forma el Introito en la misa del Miércoles Santo,
tal como se presenta en la Vulgata (“N. S. J. C.
está en la gloria de Dios Padre”) “parecería
afirmar, como una gran cosa, que Jesús salvó su Alma
y participa de la gloria”. Por desgracia muchos
tienen esa idea de que la divina Escritura está
llena de cosas aburridas a fuerza de resabidas, y
toman v. g. las parábolas del Evangelio como
cuentitos para niños, sin sospechar el abismo de
profundidad y grandeza, de belleza y consuelo que ha
puesto en ellos el divino genio de Cristo, o sea
(para hablar menos humanamente y más exactamente),
el Espíritu Santo. El original griego expresa el
sublime misterio del amor del Padre a su Hijo, que
hace que el Padre se sienta glorificado en que
confesemos como Señor a Cristo, “por quien, y con
quien y en quien” recibe el Padre todo honor y
gloria, como se proclama en el Canon de la Misa.
12.
Con temor y temblor,
o sea con
total desconfianza de nosotros mismos, como se ve en
el v. 13. Cf. 1 Jn. 4, 18 y nota.
13.
¡El querer y el
hacer! He
aquí lo suficiente para que nadie pueda nunca
atribuirse ningún mérito a sí mismo; y también para
que nadie se desanime, puesto que aun la voluntad
que nos falta puede sernos dada por la bondad de
nuestro divino Padre. Es lo que expresa la oración del Domingo XII después de Pentecostés: “Dios misericordioso,
de cuyo don viene el que tus fieles puedan servirte
digna y provechosamente”. S. Bernardo circunscribe
la cooperación humana a la siguiente fórmula: Dios
obra en nosotros el pensar, el querer y el obrar. Lo
primero sin nosotros. Lo segundo con nosotros. Lo
tercero por medio de nosotros. Cf. Conc. Trid. Ses.
6, cap. 5.
17. S. Pablo, a
ejemplo de Jesús, no solamente se desvive por sus
hermanos, sino también está dispuesto a dar la vida
(Jn. 10, 11; 2 Co. 12, 15; 1
Jn. 3, 16), no ya como víctima de redención, pues ya
está pago el precio, sino como testimonio de Cristo
y si es necesario en pro de la fe de ellos. Véase v.
30.
20. Insuperable
elogio que
contrasta con el tremendo v. sig., propio de todos
los tiempos.
23
s. El Apóstol espera ser puesto en libertad, lo que
se había de cumplir muy pronto.
30.
Ministerio:
literalmente
liturgia.
Las obras de caridad hacia los amigos de Cristo ¿no
son acaso un ministerio sagrado que se hace a Él
mismo?
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