Iglesia Remanente
EFESIOS 4

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II. EXHORTACIONES A LOS DIVERSOS ESTADOS

(4, 1 - 6, 9)

 

La unidad del espíritu y diversidad de dones. 1 Os ruego, pues, yo, el prisionero en el Señor, que caminéis de una manera digna del llamamiento que se os ha hecho, 2 con toda humildad de espíritu y mansedumbre, con longanimidad, sufriéndoos unos a otros con caridad, 3 esforzándoos por guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz*. 4 Uno es el cuerpo y uno el Espíritu, y así también una la esperanza de la vocación a que habéis sido llamados*; 5 uno el Señor, una la fe, uno el bautismo, 6 uno el Dios y Padre de todos, el cual es sobre todo, en todo y en todos. 7 Pero a cada uno de nosotros le ha sido dada la gracia en la medida del don de Cristo*. 8 Por esto dice: “Subiendo hacia lo alto llevó a cautivos consigo, y dio dones a los hombres”*. 9 Eso de subir, ¿qué significa sino que (antes) bajó a lo que está debajo de la tierra? 10 El que bajó es el mismo que también subió por encima de todos los cielos, para complementarlo todo. 11 Y Él a unos constituyó apóstoles, y a otros profetas, y a otros evangelistas, y a otros pastores y doctores*, 12 a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, 13 hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del (pleno) conocimiento del Hijo de Dios, al estado de varón perfecto, alcanzando la estatura propia del Cristo total*, 14 para que ya no seamos niños fluctuantes y llevados a la deriva por todo viento de doctrina, al antojo de la humana malicia, de la astucia que conduce engañosamente al error*, 15 sino que, andando en la verdad por el amor, en todo crezcamos hacia adentro de Aquel que es la cabeza, Cristo*. 16 De Él todo el cuerpo, bien trabado y ligado entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en el amor.

 

Renovarse en Cristo. 17 Esto, pues, digo y testifico en el Señor, que ya no andéis como andan los gentiles, conforme a la vanidad de su propio sentir, 18 pues tienen entenebrecido el entendimiento, enajenados de la vida de Dios por la ignorancia que los domina a causa del endurecimiento de su corazón, 19 y habiéndose hecho insensibles (espiritualmente) se entregaron a la lascivia, para obrar con avidez toda suerte de impurezas. 20 Pero no es así como vosotros habéis aprendido a Cristo, 21 si es que habéis oído hablar de Él y si de veras se os ha instruido en Él conforme a la verdad que está en Jesús, a saber: 22 que dejando vuestra pasada manera de vivir os desnudéis del hombre viejo, que se corrompe al seguir los deseos del error*; 23 os renovéis en el espíritu de vuestra mente, 24 y os vistáis del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad*. 25 Por esto, despojándoos de la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo, pues somos miembros unos respecto de otros. 26 Airaos, sí, mas no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestra ira*; 27 no deis lugar al diablo*. 28 El que hurtaba, no hurte más, antes bien trabaje obrando con sus manos lo bueno, para que pueda aun partir con el necesitado. 29 No salga de vuestra boca ninguna palabra viciosa, sino la que sirva para edificación, de modo que comunique gracia a los que oyen. 30 Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual habéis sido sellados para el día de la redención*. 31 Toda amargura, enojo, ira, gritería y blasfemia destiérrese de vosotros, y también toda malicia. 32 Sed benignos unos para con otros, compasivos, perdonándoos mutuamente de la misma manera que Dios os ha perdonado a vosotros en Cristo*.



3. La unidad del Espíritu: Es el misterio que nos explica S. Cirilo Alejandrino diciendo: “Al hablar de la unión espiritual seguiremos el mismo camino y diremos que cuando recibimos al Espíritu Santo, nos unimos entre nosotros y con Dios en una sola unidad. Tomados individualmente, somos numerosos, y Cristo derrama en el corazón de cada cual su Espíritu y el del Padre; pero este Espíritu es indiviso, reúne en una sola unidad a los espíritus separados de los hombres, de modo que todos aparezcan formando como un solo espíritu. De la misma manera que la virtud del Sagrado Cuerpo de Cristo forma un cuerpo de todos aquellos en que ha penetrado, así también el Espíritu de Dios reúne en una sola unión espiritual a todos aquellos en quienes habita”.

7. Las gracias o carismas son particulares del que los recibe, y enriquecen al Cuerpo Místico sin afectar su unidad, porque todos son dones del mismo Espíritu. Véase Rm. 12, 3 y 6; 1 Co. 12, 11; 2 Co. 10, 13.

8. Es una cita tomada del Sal. 67, para aplicarla a la Ascensión del Señor. Antes había bajado a los lugares más bajos de la tierra (v. 9), es decir, a los infiernos, al Limbo de los Padres, donde libró a los “cautivos”. Cf. Sal. 67, 19 y nota.

11. Jesucristo es la fuente de todas las energías vitales del Cuerpo Místico. De Él se derivan y dependen todas las capacidades, vocaciones o ministerios que contribuyen a su desenvolvimiento. Cf. v. 16 y nota.

13. Quiere decir: no debe haber estancamiento en la vida espiritual. Todos deben alcanzar la plena madurez “que llegue aun a la ciencia profundizada (epígnosis) de la revelación de Cristo” (Pirot). Y el crecimiento de cada uno debe ser en ese conocimiento de Cristo (3, 19) hasta llegar a la edad perfecta de Cristo, o sea a la plenitud de sus dones. S. Pablo nos muestra así el carácter creciente (v. 15) y orgánico de nuestra fe. Una piedra puede permanecer inmutable, pero un ser vivo no puede estancarse sin morir (Col. 1, 28). Cuán lejos estamos de vivir tal realidad, nos lo recuerda Mons. Landrieux al decir que la formación religiosa de la gran mayoría de los adultos, “tiene siempre la edad de su primera comunión”, por no haber conocido el Evangelio desde niños.

14. San Pablo da extraordinaria importancia a la ilustración de nuestra fe por el conocimiento (v. 22 ss.) para que pueda ser firme contra los embates del engaño, principalmente cuando éste reviste las apariencias de la virtud, según suele hacerlo Satanás (Mt. 7, 15; 2 Co. 11, 14; 2 Tm. 3, 5, etc.). En 2 Ts. 2, 9-12 nos confirma que será precisamente la falta de amor a esa verdad libertadora, lo que hará que tantos sigan al Anticristo, creyendo en él para propia perdición. Cf. 5, 12; 1 Co. 12, 2 y notas.

15 s. Claro está que quien vive en el amor de Dios, anda en la verdad, como que aquél procede de ésta (Ga. 5, 6), y no se podría tener el coronamiento del edificio, que es el amor, sin tener antes el cimiento, que es la verdad revelada, en la cual S. Pablo quiere que estemos firmes contra las seducciones intelectuales o sentimentales de los falsos doctores (v. 14). Pero, como muy bien lo observa el P. Bover en “Estudios Bíblicos” (julio de 1944), aquí se trata de mostrar que el crecimiento es por el amor, según se confirma al fin del v. 16. Hemos, pues, preferido traducir en tal sentido, como lo hace análogamente Buzy. Esto se corrobora en 2 Ts. 2, 10, donde el Apóstol, hablando del Anticristo, nos enseña que los que serán seducidos por error, como aquí se dice en el v. 14, se perderán “porque no recibieron el amor de la verdad”. Tal es el sentido en que hemos tomado el participio aletheuóntes, que suele traducirse de muy diversas maneras. Véase 3, 17 y nota sobre el arraigo en el amor. Aplicando este pasaje al mundo económico social, dice Pío XI en la Encíclica “Quadragesimo Anno”: “Hay, pues, que echar mano de algo superior y más noble para poder regir con severa integridad ese poder económico de la justicia social y de la caridad social. Por tanto... la caridad social debe ser como el alma de ese orden; la autoridad pública no debe desmayar en la tutela y defensa eficaz del mismo, y no le será difícil lograrlo si arroja de sí las cargas que no le competen”. Cf. Col. 2, 19.

22 ss. Cf. Rm. 8, 13; 12, 2; Col. 3, 9; Ga. 6, 8. Los deseos del error, expresión de enorme elocuencia para mostrarnos la parte principal que en nuestras malas pasiones corresponde a la deformación de nuestra inteligencia. Cf. v. 24; 5, 9 y 14; 1 Ts. 4, 5; 2 Tm. 1, 10, etc.

24. Véase Rm. 8, 13; Col. 3, 9; Ga. 6, 8. Quiere decir: Renovaos interiormente en vuestro espíritu, conformándoos a la imagen de Jesucristo. Así os desnudaréis del hombre viejo (v. 22), que es corrompido y sometido al pecado (Ga. 5, 16). Creado según Dios, “lo cual no es otra cosa sino alumbrarle el entendimiento con lumbre sobrenatural, de manera que de entendimiento humano se haga divino, unido con el divino, y, ni más ni menos, informarle la voluntad con amor divino” (S. Juan de la Cruz). Esto nos coloca en la justicia y santidad de la verdad, que es, como dice Huby, “el ambiente vital y el clima espiritual” propio del hombre nuevo. Vemos así una vez más la importancia básica insustituible que, para la vía unitiva del amor, tiene la vía iluminativa del conocimiento espiritual de Dios. Cf. Jn. 17, 3 y 17.

26. Cf. Sal. 4, 5. No se ponga el sol sobre vuestra ira. Aquí vemos que el acto primero de la cólera es una flaqueza inevitable de nuestra carne “y aun puede haber ocasiones en que una santa ira sea un deber” (Fillion). Véase Mc. 3, 5; Jn. 2, 15. Lo que S. Pablo quiere es que no consintamos en esa mala tendencia de nuestra naturaleza caída. Cf. v. 31; Mt. 5, 22; Ga. 5, 20; 1 Tm. 2, 8; Tit. 1, 7; St. 1, 19, etc.

30. No contristéis al Espíritu Santo: Él es, dicen S. Agustín y S. Gregorio, el que nos hace desear las cosas celestiales y nos llena con los consuelos de su gracia. ¿Puede haber mayor motivo para mirarlo en nuestra devoción como al Santo por antonomasia? En efecto, la misión que atribuimos más comúnmente a los santos es la de intercesores delante de Dios para que rueguen por nosotros. Y S. Pablo nos enseña que el Espíritu Santo ruega por nosotros, y precisamente cuando no sabemos y para suplicar lo que no sabemos (Rm. 8, 26 s.). Y también cuando sabemos, pues en tal caso es Él mismo quien nos lo está enseñando todo, como luz de los corazones (“Lumen cordium”) (Jn. 14, 26), y nos está animando a orar como a Dios agrada (v. 28; Lc. 11, 3; Rm. 5, 5 y nota), es decir, con la confianza de niños pequeños que le dicen “Padre” (Ga. 4, 6). Jesús nos señala especialmente este papel de intercesor que tiene el Santo Espíritu, cuando lo llama el Paráclito, que quiere decir el intercesor y también el que consuela (Jn. 14, 16), y nos dice que para ello estará siempre con nosotros (ibíd.), y aun dentro de nosotros (Jn. 14, 17), es decir, a nuestra disposición en todo momento para invocarlo como al Santo por excelencia de nuestra devoción, porque Él es, como aquí se dice, el sello de nuestra redención, y la prenda de la misma (2 Co. 1, 22), por ser Él quien, aplicándonos los méritos del Hijo Jesús, nos hace hijos del Padre como es Jesús (1, 5), y por tanto sumamente agradables al Padre, para poder rogarle con confianza. Todo lo cual se comprende muy bien si pensamos que ese Santo Espíritu es precisamente aquel por quien el Padre y el Hijo nos aman a nosotros, el mismo Amor con que se aman entrambas Personas. La maravilla es que este Amor no sea aquí un simple sentimiento, sino también una tercera Persona divina, el Amor Personal, propiamente dicho. De ahí que, siendo una Persona, podamos dirigirnos a Él como a los santos, recordando que, aun aparte de ser infinitamente poderoso como Intercesor, tiene hacia nosotros una benevolencia que ninguno podría igualar, una benevolencia infinita, como que Él es el Amor con que se aman el Padre y el Hijo.

32. Aquí está sintetizado el Evangelio, desde el Sermón de la Montaña (Mt. 5 ss.) hasta el Mandamiento Nuevo de Jesús (Jn. 13, 34).