EFESIOS 1 |
1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 |
CARTA A LOS EFESIOS
Salutación apostólica.
1
Pablo, apóstol de Jesucristo por la
voluntad de Dios, a los santos y fieles en Cristo Jesús que
están en Éfeso*:
2
gracia a
vosotros y paz, de parte de Dios nuestro Padre, y del Señor
Jesucristo.
I. EL MISTERIO DEL CUERPO
MÍSTICO
(1, 3 - 3, 21)
La vida nueva en Cristo.
3
Bendito sea el Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda
bendición espiritual ya en los cielos*,
4
pues desde
antes de la fundación del mundo nos escogió en Cristo, para
que delante de Él seamos santos e irreprensibles; y en su
amor
5
nos predestinó
como hijos suyos por Jesucristo en Él
mismo (Cristo),
conforme a la benevolencia de su
voluntad*,
6 para celebrar la
gloria de su gracia, con la cual nos favoreció en el Amado*.
7 En Él, por su
Sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados,
según la riqueza de su gracia,
8
la cual abundantemente nos comunicó en toda sabiduría y
conocimiento,
9
haciéndonos conocer el misterio de su voluntad; el cual
consiste en la benevolencia suya, que se había
propuesto (realizar)
en Aquel
10
en la dispensación de la plenitud de los tiempos: reunirlo
todo en Cristo, las cosas de los cielos y las de la tierra*.
11
En Él también fuimos elegidos nosotros*
para herederos predestinados, según el designio del que todo
lo hace conforme al consejo de su voluntad,
12
para que fuésemos la alabanza de su gloria los que primero
pusimos nuestra esperanza en Cristo*.
13
En Él también vosotros, después de oír la palabra de la
verdad, el Evangelio de vuestra salvación, habéis creído, y
en Él fuisteis sellados con el Espíritu de la promesa*;
14
el cual es arras de nuestra herencia a la espera del
completo rescate de los que Él se adquirió para alabanza de
su gloria.
Alabanzas y acción de gracias.
15 Por esto, también yo, habiendo oído de la fe que
tenéis en el Señor Jesús, de vuestra caridad para con todos
los santos*,
16 no ceso de dar
gracias por vosotros recordándoos en mis oraciones,
17 para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria,
os conceda espíritu de sabiduría y de revelación, en el
conocimiento de Él*;
18 a fin de que,
iluminados los ojos de vuestro corazón, conozcáis cuál es la
esperanza a que Él os ha llamado, cuál la riqueza de la
gloria de su herencia en los santos,
19 y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros los que
creemos; conforme a la eficacia de su poderosa virtud,
20 que obró en Cristo resucitándolo de entre los muertos, y sentándolo a
su diestra en los cielos
21 por encima de todo principado y potestad y poder y
dominación, y sobre todo nombre que se nombre, no sólo en
este siglo, sino también en el venidero.
22 Y todo lo sometió bajo sus pies, y lo dio por cabeza
suprema de todo a la Iglesia*,
23 la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que lo
llena todo en todos.
1. Toda esta epístola
es un insondable abismo de misterios divinos que
hemos de conocer porque nos revelan el plan de Dios
sobre nuestro destino, e influyen de un
modo decisivo en
nuestra vida espiritual, situándonos en la verdadera
posición, infinitamente feliz, que nos corresponde
gracias a la Redención de Cristo. Frente a tales
misterios, dice el Card. Newman, “la conducta de la
mayoría de los católicos dista muy poco de la que
tendrían si creyeran que el cristianismo era una
fábula”. Éfeso, capital de Asia Menor, donde más tarde tuvo su sede el
Apóstol S. Juan, es la ciudad en la que S. Pablo, en
su tercer viaje apostólico,
predicó el Evangelio durante casi tres años. La
carta, escrita en Roma en el primer cautiverio
(61-63), se dirige tal vez no sólo a los efesios
sino también a las demás Iglesias, lo que se deduce
por la ausencia de noticias personales y por la
falta de las palabras “en Éfeso” (v. 1), en los
manuscritos más antiguos. Algunos han pensado que
tal vez podría ser ésta la enviada a Laodicea según
Col. 4, 16.
3. Los vers.
que siguen, asombrosamente densos y ricos de
doctrina, parecen una catarata incontenible de ideas
que desbordan del alma del Apóstol, y deben ser
estudiadas, comprendidas y recordadas de memoria por
todo cristiano como una síntesis del misterio de
Cristo, pasado, presente y futuro. Su tema es la
nueva vida, nuestra incorporación al Cuerpo Místico
de Cristo. Vuelca su doctrina mística en tres
estrofas. El Eterno Padre nos predestinó para ser
hijos suyos (v. 3-6), el Hijo llevó a cabo la
incorporación mediante la Redención (v. 7-12), el
Espíritu Santo la completa (v. 13-14).
5. La palabra griega:
Huiothesia
que la Vulgata
traduce adopción de hijo, significa exactamente filiación, es decir, que
somos destinados a ser hijos verdaderos y no sólo
adoptivos, como lo dice S. Juan (1 Jn. 3, 1), tal
como lo es Jesús mismo. Pero esto sólo tiene lugar
por Cristo, y en Él (cf. Jn. 14, 3 y nota). Es decir
que “no hay sino un Hijo de Dios, y nosotros somos
hijos de Dios por una inserción vital en Jesús. De
ahí la bendición del Padre (v. 3), que ve en
nosotros al mismo Jesús, porque no tenemos filiación propia sino que estamos
sumergidos en su plenitud”. Este es el sublime
misterio que estaba figurado en la bendición
que Jacob, el menor, recibió de Isaac como si fuera
el mayor (Gn. 27, 19 y nota). Pero este nuevo
nacimiento (Jn. 1, 12 s.) que Jesús nos obtuvo (Ga.
4, 4-6), debe ser aceptado mediante una fe viva en
tal Redención (Jn. 1, 11). Es decir que gustosos
hemos de dejar de ser lo que somos (Mt. 16, 24; Rm.
6, 6) para “nacer de nuevo” en Cristo (Jn. 3, 3 ss.)
y ser “nueva creatura” (2 Co. 5, 17; Ga. 6, 15).
Esta divina maravilla se opera desde ahora en
nosotros por la gracia que viene de esa fe (2, 8).
Su realidad aparecerá visible el día en que “Él
transformará nuestro vil cuerpo haciéndolo semejante
al suyo glorioso” (Fil. 3, 20 s.).
Véase v. 14; Rm. 8, 23; 1 Ts. 4, 14 ss.; 1 Jn. 3, 2;
Lc. 21, 28; 1 Co. 15, 51 ss., etc.
¿Qué otra
cosa, sino esto, quiso enseñar Jesús, al decir que
Él nos ha dado aquella gloria que para sí mismo
recibió del Padre, esto es la gloria de ser Su hijo,
para que Él sea en nosotros, y nosotros seamos
consumados en la unidad que Él tiene con el Padre,
el cual nos ama por Él y en Él? (Jn. 17, 22-26).
¿Qué otra cosa significa su promesa de que, desde
ahora, quien comulga vivirá de su misma vida, como
Él vive la del Padre? (Jn. 6, 58). Es la verdadera
divinización del hombre en Cristo, que S. Agustín
expresa diciendo que el Verbo se humanó para que el
hombre se divinice. Jesús nos lo confirma
literalmente, al citar con ilimitada trascendencia
las palabras del Sal. 81: “Sois dioses, hijos todos
del Altísimo” (Jn. 10, 34). No hay sueño panteísta
que pueda compararse a esta verdadera realidad.
Cf. Ga. 2, 20 y nota.
6.
Para celebrar la
gloria de su gracia.
Es éste un vers.
llave de toda la espiritualidad cristiana. Nosotros
podríamos pensar: ¿Qué le importa a Dios que lo
alabemos o no? Ciertamente que Él no puede ganar ni
perder nada con ello. Pero ahí está el fondo de la
Revelación que Dios nos hace sobre Él mismo: “Mi
gloria no la cederé a otro” (Is. 42, 8 y 48, 11). No
es ya sólo la alabanza de lo que es Él, maravilla
infinita, digna de eterna adoración: es la
alabanza de su
gracia, de su bondad, de sus beneficios
contenidos todos
en el Amado, en Cristo, en el cual Él ha puesto toda su complacencia
(cf. Hb. 13, 15 y nota). Si un hijo desconoce todo
lo que su padre hace por él, no sólo lo desprecia a
él, sino que no se interesará por aprovechar
sus favores, y sin ellos perecerá. He aquí por qué
Dios, ese Corazón exquisito, quiere ser alabado en
su bondad. No por Él: por nosotros, por nuestro bien
(Jn. 17, 2 y nota). Ahora bien, está claro que esa
alabanza de la gracia que recibimos, es incompatible
con la orgullosa complacencia del hombre en sí mismo
y con toda suficiencia de su parte. Porque ésta sólo
se concibe en un hijo ignorante de que todo lo debe
a su padre. En tal caso, no tenemos derecho
de decir que creemos en la Redención. Y entonces, al
despreciar la Hazaña infinita del
Amado, hacemos el agravio más sangriento al Corazón del Padre que,
como aquí se dice, nos lo dio según el designio de
su eterna misericordia
(Jn. 3, 16), dándonos en Él, con Él y por Él,
participación de la propia divinidad que nos
ofrece a sus hijos, igualándonos al Unigénito (v. 5;
Jn. 1, 12; 17, 22; Rm. 8, 29; Fil. 3, 20 s.; 1 Jn.
3, 1 s., etc.).
10.
¡Reunirlo todo
en Cristo! (Así el Crisóstomo y muchos
modernos). Otros vierten:
recapitular
o restaurar. Es el mismo verbo que el griego usa en Rm. 13, 9 para
decir que todos los mandamientos se resumen en el
amor. Así Cristo es, tanto en el mundo cósmico
cuanto en el sobrenatural, “centro y lazo de unión
viviente del universo, principio de armonía y
unidad” (D’Alés). Todo lo que estaba separado y
disperso por el pecado, “en el mundo sensible y en
el mundo de los espíritus”, Dios lo reunirá y lo
volverá definitivamente a Sí por Cristo, el cual,
como fue por la creación principio de existencia de
todas las cosas, es por la Redención en la plenitud
de sus frutos (v. 14; Lc. 21, 28; Rm. 8, 23)
“principio de reconciliación y de unión para todas
las creaturas”. Así Knabenbauer y muchos otros y así
puede entenderse, en su sentido final, la palabra de
Jesús en Jn. 12, 32: “lo atraeré todo a Mí”, puesto
que en Él han de unirse a un tiempo el cielo y la
tierra como en el “principio orgánico de una nueva
creación”. Pirot nota con Westcott que tal extensión
de la Redención a todas las creaturas, materiales y
espirituales, “no es expresada con esta claridad y
esta fuerza sino en las Epístolas de la cautividad:
cf. Fil. 2, 9-10; Col. 1, 20; Ef. 1, 10-21”.
En la
dispensación de la plenitud de los tiempos (cf.
vv. 11 y 14 sobre
la herencia
y el completo rescate): Es la consumación que nos muestra S. Pedro en
Hch. 3, 20 ss. Véase Mt. 19, 28; Rm. 8, 19 ss.; 2
Pe. 3, 13; Ap. 21, 1; Is. 65, 17; 66, 22, etc. Como
contraste cf. Ga. 1, 4 y nota sobre este mundo, y
Fil. 2, 7 sobre la humillación de Aquel que aquí
tendrá tal gloria.
11.
Nosotros:
los judíos, por
oposición a vosotros (v. 13) los gentiles.
Herederos: versión preferible a
herencia,
según el contexto (v. 14). Cf. Rm. 8, 17; Ga. 3, 29;
Tt. 3, 7. Conforme al consejo de su voluntad: es decir, procediendo con
absoluta libertad según la benevolencia propia de su
amor (cf. 2, 4) que se extiende aun “a los
desagradecidos y malos” (Lc. 6, 35).
12.
Los que primero:
esto es,
el núcleo de Israel que fue el origen de la Iglesia
en Pentecostés (Ga. 6, 16 y nota). A continuación
(v. 13) habla de los gentiles.
13 s.
Sellados con el
Espíritu de la promesa:
el valor y el mérito
de nuestras acciones se mide, según dice S. Tomás,
“no de acuerdo con nuestras fuerzas y nuestra
dignidad naturales, sino teniendo en cuenta la
fuerza infinita y la dignidad del Espíritu Santo que
está en nosotros. He aquí una de las razones por las
que el Apóstol llama tan frecuentemente al Espíritu
Santo el Espíritu de la promesa, las arras de
nuestra herencia y la garantía de nuestra
recompensa”. Dios es en hebreo
El (el
Padre). Jesús es
Emmanuel
–Dios con nosotros (Is. 7, 14)– es decir, el Hijo
humanado
“que conversó con los hombres” (Bar. 3, 38), porque
es la Sabiduría hecha hombre (Si. 1, 1 y nota). El
Espíritu Santo puede llamarse
Lanuel (L’anu El), o sea, Dios
para nosotros y en nosotros: las arras, es
decir, más que una prenda, el principio de
cumplimiento de esa divinización que desde ahora se
opera invisiblemente por la gracia (Rm. 5, 5) y que
se hará visible “el día de la manifestación de la
gloria de los hijos de Dios” (Rm. 8, 23; 1 Co. 13,
12). Entre estas
arras
presentes y aquella realidad futura (v. 10 y nota)
está todo el programa de nuestra vida.
Para alabanza
de su gloria (v. 14), es decir, eternamente, a
los que hayan aceptado y celebrado aquí
la alabanza de
su gracia (v. 6).
15. Los
santos,
es decir, los
cristianos. Cf. 2 Co. 1, 1.
17 s. S. Pablo nos
señala y nos desea los bienes que necesitamos para
entender y disfrutar de tan grandes misterios. Cf.
3, 7.
22 s. El Apóstol
presenta a nuestra admiración el misterio sumo: el
del
Cuerpo Místico.
Aquel que todo lo
llena (v. 23) se ha dignado incorporarnos a Sí mismo
como el Cuerpo a la Cabeza. Toda nuestra vida
adquiere así, en Cristo, un valor de eternidad. Pero
Él sigue siendo la Cabeza, el tronco de la vida (Jn.
15, 1 ss.), de manera que nada vale el cuerpo
separado de la Cabeza, así como el sarmiento
separado de la vid se muere. Cf. Rm. 12, 5; 1 Co.
12, 27; Col. 1, 19. Bover propone otra traducción
del vers. 23, a saber:
la cual es el
cuerpo suyo, la plenitud del que recibe de ella su
complemento total y universal; y le da esta
explicación: “Cristo recibe su último complemento o
consumada plenitud de la Iglesia. Desde el momento
que Cristo quiso ser Cabeza de la Iglesia, la Cabeza
necesitaba ser completada por los demás miembros
para formar el cuerpo
íntegro, el organismo completo, el Cristo integral”.
|