HEBREOS 1 |
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CARTA A LOS HEBREOS
I. SUPERIORIDAD DE LA
RELIGIÓN CRISTIANA SOBRE LA LEY ANTIGUA
(1,1 -10,18)
Jesucristo igual al Padre.
1
Dios que en los tiempos antiguos habló a
los padres en muchas ocasiones y de muchas maneras por los
profetas*,
2
en los últimos
días nos ha hablado a nosotros en su Hijo, a quien ha
constituido heredero de todo y por quien también hizo las
edades*;
3
el cual es el resplandor de su gloria y la impronta
de su substancia, y sustentando todas las cosas con la
palabra de su poder, después de hacer la purificación de los
pecados se ha sentado a la diestra de la Majestad en las
alturas,
4
llegado a ser tanto superior a los
ángeles cuanto el nombre que heredó es más eminente que el
de ellos*.
Cristo superior a los ángeles.
5
Pues ¿a cuál de los ángeles
dijo (Dios) alguna
vez: “Hijo mío eres Tú, hoy te he engendrado”; y también:
“Yo seré su Padre, y Él será mi Hijo”?*
6 Y al introducir de
nuevo al Primogénito en el mundo dice: “Y adórenlo todos los
ángeles de Dios”*.
7
Respecto de los ángeles (sólo) dice: “El que hace de sus ángeles
vientos y de sus ministros llamas de fuego”*.
8
Mas al Hijo le dice: “Tu trono, oh Dios, por el siglo del
siglo; y cetro de rectitud el cetro de tu reino*.
9
Amaste la justicia y aborreciste la iniquidad; por eso te
ungió, oh Dios, el Dios tuyo con óleo de alegría más que a
tus copartícipes”.
10
Y también: “Tú, Señor, en el principio fundaste la tierra, y
obra de tu mano son los cielos*;
11
ellos perecerán, mas Tú permaneces; y todos ellos
envejecerán como un vestido;
12
los arrollarás como un manto, como una capa serán mudados.
Tú empero eres el mismo y tus años no se acabarán”.
13
Y ¿a cuál de los ángeles ha dicho jamás: “Siéntate a mi
diestra hasta que Yo ponga a tus enemigos por escabel de tus
pies”?
14
¿No son todos ellos espíritus servidores, enviados para
servicio a favor de los que han de heredar la salvación?*
1. ¿Por qué una carta
a los
Hebreos? Véase
la explicación en 8, 4 y nota. Si bien el final de
la carta muestra que fue para una colectividad
determinada, su doctrina era para los
judío-cristianos en general. También Santiago, y S.
Pedro se dirigen epistolarmente, y en varios
discursos de los Hechos, a todos los Hebreos de la
dispersión (St. 1, 1; 1 Pe. 1, 1), muchos de los
cuales se hallaban en peligro de perder la fe y
volver al judaísmo, no sólo por las persecuciones a
que estaban expuestos, sino más bien por la lentitud
de su progreso espiritual (5, 12 y nota) y la
atracción que ejercía sobre ellos la magnificencia
del Templo y el culto de sus tradiciones. El amor
que el Apóstol tiene a sus compatriotas (Rm. 9, 1
ss.) le hace insistir aquí en predicarles una vez
más como lo hacía en sus discursos de los Hechos, no
obstante su reiterada declaración de pasarse a los
gentiles (Hch. 13, 46; 18, 6 y notas). Su fin es
inculcarles la preexcelencia de la Nueva Alianza
sobre la Antigua y exhortarlos a la perseverancia
–pues no los mira aún como maduros en la fe (3, 14 y
nota), con la cual tendían a mezclar lo puramente
judaico (Hch. 21, 17 ss., etc.)– y a la esperanza en
Cristo resucitado (cap. 8 ss.) en quien se
cumplirían todas las promesas de los Profetas (Hch.
3, 19-26 y notas). Aun la exégesis no católica, que
solía desconocerla por falta del usual
encabezamiento y firma, admite hoy la paternidad
paulina de esta Epístola, tanto por su espíritu
cuanto por indicios, como la mención de Timoteo en
13, 23, y consideran que S. Pedro, al mencionar las
Epístolas de S. Pablo (2 Pe. 3, 15 s.), se refiere
muy principalmente a esta carta a los Hebreos. El
estilo acusa cierta diferencia con el de las demás
cartas paulinas, por lo cual algunos exegetas
suponen que Pablo pudo haberla escrito en hebreo
(cf. Hch. 21, 40) para los hebreos, siendo luego
traducida por otro, o bien valerse de un
colaborador, hombre espiritual, como por ejemplo
Bernabé, que diera forma a sus pensamientos. Fue
escrita probablemente en Italia (13, 24), y todos
admiten que lo fue antes de la tremenda destrucción
del Templo de Jerusalén por los romanos el año 70,
atribuyéndosele comúnmente la fecha de 63-66, si
bien algunos observan que, por su contenido, es
coetánea de la predicación que Pablo hacía aún a los
judíos en tiempo de los Hechos de los Apóstoles, es
decir, antes de apartarse definitivamente de
aquéllos, para dedicarse por entero a su misión de
Apóstol de los gentiles (Hch. 28, 23 ss.; 2 Tm. 4,
17 y notas) y explayarles el misterio escondido del
Cuerpo Místico, como lo hizo especialmente en las
Epístolas que escribió en su primera cautividad en
Roma.
2 s.
Hizo las edades
(cf. 9,
26; 11, 3): es decir, salió de la eternidad pura en
que vivía unido con su Verbo en el amor del Espíritu
Santo, para realizar en la creación
ad extra el plan de las edades
(tus aionas) que conduciría a la glorificación
de Cristo-Hombre (cf. Mc. 16, 11 y nota).
Impronta
(literalmente
“carácter”) de su sustancia: consustancialmente
igual al Padre. Cf. Sb. 7, 26 y nota.
Se ha sentado
a la diestra: cf. Sal. 109, 1 y nota.
4. Después de
consumada su Hazaña redentora (v. 3) Jesús-Hombre
fue, en la gloria del Padre, hecho
superior a los
ángeles, a
los cuales parecía
inferior por
un momento (2, 6) mientras asumió la naturaleza
caída del hombre mortal.
Más eminente (cf. Fil. 2, 9): es decir, recibió la gloria de Hijo de
Dios también para su Humanidad santísima como dice
el v. 5. De ahí que Jesús insistiese antes en
llamarse “el Hijo del hombre”. Cf. Lc. 1, 32; Jn. 5,
25 y 27 donde Él alude alternativamente
al “Hijo de Dios” y al “Hijo del hombre”.
5. En estas palabras
del Sal. 2, 7 “la tradición católica constante y
unánime desde el tiempo de los apóstoles (Hch. 4,
27; 13, 33; Ap. 2, 27; 19, 15) ve una profecía
relativa directamente al Mesías” (Pirot), es decir,
al Verbo, no ya en
su generación eterna (Jn. 1, 1 ss.) sino en su
Humanidad santísima (cf. v. 2 ss.) glorificada a la
diestra del Padre (v. 3). Así lo vemos aplicado en
esos pasajes citados por Pirot, y lo confirma la
cita que añade el Apóstol:
“Él será mi
Hijo”, tomada de 2 Sam. 7, 14 y Sal. 88, 27. Cf.
5, 5; Rm. 1, 2 ss. y notas.
6. S. Pablo
interpreta este v. del Sal. 96, 7 refiriéndose al
triunfo de Cristo en la Parusía, cuando el Padre le
introduzca de nuevo en este mundo. Cf. 2, 5-8. Como
Sal. 44, 3 ss.; 71, 11; 109, 3,
etc., es éste uno de los pasajes de más inefable
gozo para el espíritu creyente que, colmado por su
“dichosa esperanza” (Tt. 2, 13), pone los ojos en
Jesús (3, 1; 12, 2) y piensa despacio en lo que
significará verlo de veras aclamado y glorificado
para siempre –como en vano esperaríamos verlo en
“este siglo malo” (Ga. 1, 4 y nota)– a ese Salvador,
tan identificado en su primera venida con el dolor
(Is. 53, 3) y la humillación (Fil. 2, 7 s.), que nos
cuesta concebirlo glorioso. ¡Y lo será tanto más
cuanto menos lo fue antes! Véase Fil. 2, 9; Ap. 5,
9; 1 Pe. 1, 11; Sal. 109, 7.
7. Cf. Sal. 103, 4,
tomado, como todas las citas que hace S. Pablo, de
la versión griega de los LXX.
8 s. Esta cita
constituye un valioso testimonio de la realeza de
Jesucristo. Está
tomada del Sal. 44, 7
s., para cuya interpretación es un documento
preciosísimo, pues muestra que quien habla en este
S., es el Padre Celestial dirigiéndose a Jesús.
10 ss. Cf. Sal. 101, 26-28; Is. 34, 4; Ap. 6, 14; 20, 11; Hb. 2, 8; 10,
13; Mt. 22, 44; Sal. 109, 1; 1 Co. 15, 25; Ef. 1, 22.
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