Iglesia Remanente

Sabiduría

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Sabiduría
 
Introducción

El Libro de la Sabiduría forma juego con los libros de los Proverbios y Eclesiastés. Trata de la Sabiduría, pero presentándola no ya como aquel —en forma de virtud de orden práctico que desciende al detalle de los problemas temporales—, ni tampoco, según hace éste, como un concepto general y anti-humanista de la vida, en sí misma, sino como una sabiduría toda espiritual y sobrenatural, verdadero secreto revelado amorosamente por Dios. Más que otros libros del Antiguo Testamento, tiene éste por objeto inculcar a los reyes y dirigentes la noción de su cometido, su alto destino y su tremenda responsabilidad ante Dios, y a todos la admiración y el amor de la sabiduría, la cual aparece dotada de personalidad y atributos divinos, como que no es sino el Verbo eterno del Padre, que había de encarnarse por obra del Espíritu Santo para revelarse a los hombres.

En los Salmos presenta el Profeta David al sol como una imagen de Dios, de cuyo benéfico influjo nadie puede esconderse (Salmo 18, 6 s.). Esto no es una mera figura literaria sino -como todo en los Salmos- una enseñanza. El sol es como Dios, fuego ardiente y abrasador (Éxodo 24, 17; Deuteronomio 4, 24; 9, 3; Isaías 10, 17; Hebreos 11, 29) o sea que arde en sí mismo y además comunica su llama. El sol es luz y calor a un tiempo, y nos envía sus rayos gratuitamente. Y en el rayo solar (como vemos cuando atraviesa el transparente vidrio de una ventana) es también inseparable la luz del calor. Así la luz, el Verbo-Jesús (Juan 1, 9; II Timoteo 1, 10) y la llama del amor del Espíritu Santo (Mateo 3, 11; Hechos de los Apóstoles 2, 3) proceden ambas inseparablemente del divino Sol, del divino Padre. El apóstol Santiago resume ambos aspectos de Dios diciéndonos a un tiempo que Él es “el Padre de las luces”, y que de Él procede todo el bien que recibimos (Santiago 1, 17). Él es al mismo tiempo la “Luz en la cual no hay tinieblas” (I Juan 1,5), y el Padre del amor que se derrama en misericordia (Salmo 102, 13; II Corintios 1, 3; Efesios 2, 4).

Pues bien, ese rayo de sol que nos envía el Padre con su Verbo de luz y con su Espíritu de amor, eso es la sabiduría. De ahí que en ella sean inseparables conocimiento y amor, así como por Cristo, Palabra del Padre, nos fue dado el Espíritu Paráclito que vino en lenguas de fuego. Sapientia sapida scientia, dice San Bernardo, esto es, ciencia sabrosa, que entraña a un tiempo el saber y el sabor. Así es la divina maravilla de la Sabiduría. Es decir, que probarla es adoptarla, pero también que nadie la querrá mientras no la guste, porque, ni puede amarse lo que no se conoce, ni tampoco se puede dejar de amar aquello que se conoce como soberanamente amable.

Tal es el misterio del Dios Amor (“Caritas Pater”), que nos da su Hijo (“Gratia Filius”) y que luego, aplicándonos, como si fueran nuestros, los méritos de ese Hijo, nos comunica la participación a su divina Esencia (II Pedro 1, 4) mediante su Santo Espíritu (“Communicatio Spiritus Sanctus”: cf. la antífona 1ª del III Nocturno de la Santísima Trinidad, inspirada en II Corintios 13, 13), engendrándonos de nuevo para esa vida divina (Juan 1,13; 3, 5; I Pedro 1, 3), según la cual somos y seremos hijos suyos, no sólo adoptivos (Efesios 1, 5) sino verdaderos (l Juan 3, 1), nacidos de Dios (Juan 1, 12-13), semejantes al mismo Jesucristo: desde ahora, en espíritu (I Juan 3, 2): y un día, también en el cuerpo (Filipenses 3, 21), para que Él sea nuestro Hermano mayor (Romanos 8, 29).

Tal es la sabiduría cuya descripción, que es como decir su elogio, se hace en este libro sublime. Como fruto de ella, podemos decir que, al hacernos sentir así la suavidad de Dios, nos da el deseo de su amor que nos lleva a buscarlo apasionadamente, como el que descubre el tesoro escondido (Isaías 45, 3) y la perla preciosa del Evangelio (Mateo 13). He aquí el gran secreto, de incomparable trascendencia: La moral es la ciencia de lo que debemos hacer. La sabiduría es el arte de hacerlo sin esfuerzo y con gusto, como todo el que obra impelido por el amor (Kempis, III, 5).

El mismo Kempis nos dice cómo este sabor de Dios, que la sabiduría proporciona, excede a todo deleite (III, 34), y cómo las propias Palabras de Cristo tienen un maná escondido y exceden a las palabras de todos los santos (I, 1, 4). ¿Podrá alguien decir luego que es una ociosidad estudiar así estos secretos de la Biblia? Cada uno puede hacer la experiencia, y preguntarse si, mientras está con su mente ocupada en estas cosas, podría dar cabida a la inclinación de pecar, ¿No basta, entonces, para reconocer que éste es el remedio por excelencia para nuestras almas? ¿No es el que la madre usa por instinto, al ocupar la atención del niño con algún objeto llamativo para desviarlo de ver lo que no le conviene? Y así es como la Sabiduría lleva a la humildad, pues el que esto experimenta comprende bien que, si se libró del pecado, no fue por méritos propios, sino por virtud de la Palabra divina que le conquistó el corazón.

Tal es exactamente lo que enseña, desde el Salmo 1° (versículos 1-3), el Profeta David, a quien Dios puso “a fin de llenar de sabiduría a nuestros corazones” (Ecclo. 45, 31): El contacto asiduo con las Palabras divinas asegura el fruto de nuestra vida. Cf. también Proverbios 4, 23; 22, 17; Ecclo. 1, 18; 30, 24; 37, 21; 39, 6; 51, 28; Jeremías 24, 7; 30, 21; Baruc 2, 31; Ezequiel 36, 26; Lucas 6, 45; Mateo 15, 19; Hebreos 13, 9.

Mas para probar la eficacia de este remedio sobrenatural, claro está que hay que adoptarlo. Y eso es lo que el Papa acaba de proponer a los Pastores de almas, recordándoles, con San Jerónimo, que si el conocimiento de Cristo es lo único que puede salvar al mundo, ello supone el conocimiento de las Escrituras, porque “ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”.

He aquí lo que el Sumo Pontífice Pío XII se propone al promover con la nueva Encíclica “Divino Afflante Spiritu” el amor a la Biblia, y su enseñanza al pueblo, sin detenerse hasta llegar a darla y comentarla en la prensa.

El libro de la Sabiduría fue escrito en griego y pertenece, por lo tanto, a los Libros deuterocanónicos de la Biblia. Fue compuesto probablemente no en Palestina sino en Egipto, donde había muchos judíos que ya no comprendían el hebreo, y por consiguiente usaban los Libros Santos en lengua griega.

El texto griego señala como autor al rey Salomón; no así la Vulgata, la cual no pone nombre de autor. La opinión de que el Libro fuese escrito por Salomón fue abandonada ya en los primeros siglos, y esto con toda razón. Ahora bien, como Salomón aparece hablando en los capítulos 7, 8 y 9, nada impide que miremos esas palabras como propias del sapientísimo rey y trasmitidas posteriormente. (Véase introducción al Libro del Eclesiastés).

El verdadero autor, desconocido, debió de ser un varón piadoso que buscaba consuelo en la contemplación de los misterios de Dios, y parece que se propuso fortalecer a las víctimas de una persecución, para lo cual el Libro es de una inspiración incomparable.

El tiempo de la composición no ha de fijarse antes del año 300 a. C. Lo más probable es que se escribiera hacia el año 200 a. C. A esta conclusión llegan los exégetas en atención a que el libro fue compuesto en griego y que el autor conoce ideas cuyos orígenes han de buscarse en la escuela filosófica de Alejandría; lo cual no significa en manera alguna que el autor sagrado pague tributo a ellas. Antes por el contrario es éste, por su asunto, uno de los libros más esencialmente sobrenaturales de la Escritura, como vemos por su altísima teología que parece un anticipo del Nuevo Testamento.

Tratándose de un libro deuterocanónico, que no está en la Biblia hebrea, presentamos el texto (corregido) de nuestra edición de la Vulgata (Edit. Guadalupe).